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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (25 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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—Alguien lo ha sido —replicó ella—. Temía por vos, Mansur. Hemos perdido a Rowley.

Con la ayuda de Mansur avanzó torpemente por el hielo y luego por la hierba del prado.

Entre la multitud que caminaba delante de ella distinguió la figura erguida de Leonor, antes de que desapareciera en el paso que conducía al portal del convento, un sendero empinado y estrecho flanqueado por muros de la altura de un hombre. Lo habían cavado con la finalidad de transportar el ataúd de Rosamunda; había recibido, en cambio, una litera fabricada con remos cubiertos por una vela, debajo de la cual descansaba el cuerpo contraído de un mercenario.

No obstante, era un hermoso pasillo. En la salida se encontraba una mujer mayor, cuya estudiada apatía era una señal de su alivio.

—Te tomaste tu tiempo.

Adelia se echó en sus brazos, balbuceando.

—Por supuesto, ella está bien —dijo Gyltha—. Gorda y saludable como una pulga. ¿Creíste que no sabría cuidarla? Por Dios, chica, te marchaste ayer.

Capítulo 8

S
i la perspectiva de alimentar y hospedar a unos cuarenta hombres, mujeres y perros exhaustos, maltrechos, helados —que, arrastrando los pies, atravesaban el portal de su convento— la había desanimado, la madre Edyve lo disimuló. No obstante, su desánimo sin duda fue mayor cuando comprobó que el contingente incluía a la reina de Inglaterra y al abad de Eynsham. En Godstow ninguno de ellos era considerado un amigo, y menos aún una tropa de mercenarios.

La madre Edyve no imaginó, sin embargo, que estaba dando la bienvenida a un ejército de ocupación.

Ordenó que sirvieran a sus huéspedes leche tibia cuajada con cerveza; cedió su casa a la reina Leonor y sus doncellas; alojó al abad y a Montignard en el ala reservada a los hombres en la casa de huéspedes, junto con sus sirvientes y los que formaban parte del séquito de la reina; y a Schwyz, en el puesto de vigilancia. Guardó los perros y los halcones de la reina en las casetas y jaulas destinadas a sus propios animales. Y distribuyó a los demás hombres por todas partes, alojando a uno junto al herrero, a otro en la panadería y a los restantes en las casas de los antiguos criados, ya ancianos, que formaban una pequeña aldea dentro de los muros del convento.

—Parece que los ha separado y ninguno de ellos está donde hay mujeres. La madre Edyve es astuta —dijo Gyltha, conforme con la decisión de la religiosa.

Fue Gyltha quien relató a la abadesa lo sucedido en Wormhold. Adelia estaba demasiado cansada y no era capaz de contar que Rowley había muerto, porque no lo podía creer.

—Ella no lo cree —le dijo Gyltha después de hablar con la madre Edyve—. Yo tampoco. Ahora debo cuidar de ti y de Mansur.

Mansur detestaba quejarse. Afirmó una y otra vez que se sentía bien. Pero, a diferencia de Jacques, Walt y la propia Adelia, había pasado horas expuesto al aire frío mientras impulsaba la barca con la pértiga, por lo cual ella y Gyltha estaban preocupadas por él.

—Grandísimo tonto, mira cómo han quedado tus manos —dijo Gyltha. Como siempre, el enfado era su forma de manifestar su preocupación.

Las palmas de Mansur sangraban en los lugares donde la madera de la pértiga había rasgado los mitones y luego la piel.

Adelia temía que sus dedos se hubieran congelado. Las partes que sobresalían de los mitones arruinados se veían pálidas y brillantes.

—No me duelen —dijo Mansur, imperturbable.

—Comenzarán a doler en poco tiempo —le anunció Adelia.

Gyltha fue presurosa a la habitación donde se alojaba Mansur para alcanzarle una túnica seca y una capa, y a la cocina para recoger un cubo con agua caliente. Habría sumergido allí las manos del hombre si Adelia no lo hubiera impedido.

—Espera hasta que se calienten un poco —le indicó, y agregó que no debía acercar el brasero al cuerpo de Mansur.

El fenómeno de la congelación había interesado a su padre adoptivo, que había observado su efecto mientras pasaba las vacaciones en los Alpes. De hecho, se había atrevido a pasar allí un invierno para estudiarlo y había llegado a la conclusión de que, para curar a los afectados, el calentamiento debía ser gradual.

La pequeña Allie —a quien siempre mantenían alejada del brasero para evitar quemaduras— trató de levantar el cubo de agua. Adelia habría podido divertirse observando cómo esa niña extraordinaria peleaba con Gyltha, pero la sangre comenzaba a circular otra vez por los músculos y huesos congelados y sentía un dolor lacerante en sus dedos. Consideró la posibilidad de que ella y Mansur recurrieran a una infusión de sauce blanco para aliviar el dolor. Luego la descartó. Ambos eran estoicos y el hecho de que los dedos de manos y pies se enrojecieran sin formar ampollas indicaba que el daño era leve. Prefirió reservar el medicamento para enfermos más graves.

Se arrastró hacia la cama para sufrir más cómodamente. No tuvo energía o voluntad suficientes para apartar a Guardián, que dio un salto para acomodarse junto a ella. En el bote, el perro había viajado en su regazo para darle calor. Adelia podía hacer lo mismo por él sin preocuparse por las pulgas.

—¿Qué has hecho con Dakers?

—Ah, ella —dijo Gyltha. El esqueleto andante que Adelia había arrastrado hasta allí no era de su agrado, pero al ver que Adelia, efectivamente, lo arrastraba a través del portal del convento, comprendió que era necesario mantenerlo con vida—. Qué criatura horrible. La entregué a la hermana Havis, y ella la dejó en la enfermería, en manos de la hermana Jennet. Está bien.

—Bien hecho —respondió Adelia, cerrando los ojos.

—¿No quieres saber quién apareció por aquí cuando te marchaste?

—No.

• • •

Adelia despertó por la tarde. Mansur había regresado a la casa de huéspedes para descansar. Sentada junto a la cama, Gyltha tejía. Cuando vendía anguilas, sus clientes escandinavos le habían enseñado a hacerlo.

Los ojos de Adelia se posaron en la figura regordeta de Allie, que se arrastraba de espaldas por el suelo mientras perseguía al perro y sonreía mostrando el único y diminuto diente, que había aparecido en la encía inferior después de la partida de su madre.

—Juro que no os abandonaré nunca más —dijo Adelia.

—Te repito que solo fueron treinta horas —bufó Gyltha.

Sin embargo, Adelia sabía que, de algún modo, la separación había sido más larga.

—La separación pudo haber sido definitiva —dijo—. Lo fue para Rowley.

Gyltha no estaba dispuesta a tolerar que dijera tal cosa.

—Volverá. Ya lo verás, en persona. Hace falta más que un poco de nieve para terminar con ese muchacho. —Para Gyltha, el Muy Reverendo Obispo de Saint Albans siempre sería «ese muchacho».

—Él puede vivir sin mí —dijo Adelia, apretando los dientes, como quien se agarra a una tabla de salvación, para que el dolor no la avasallara—. No le importa su vida, así que menos le importamos Allie y yo.

«Salvo para hacer que salga el sol».

—Claro que le importáis. Ha salido a evitar una guerra que se llevaría muchas más vidas. Es cosa de Dios y el Señor cuidará de él.

Si bien Adelia trataba de aferrarse también a esa idea, había sentido verdadero miedo.

—No me importa. Si es asunto de Dios, que Él se haga cargo. Nosotras nos marchamos. En cuanto la nieve se funda, regresaremos a los pantanos.

—¿Sí?

—No lo dudes. Hablo en serio.

En los pantanos, la vida de Adelia había sido aceptable, ordenada, útil. El hombre que había solicitado su participación, que la había enredado en todo aquello, la había arrancado de allí por la fuerza y luego la había abandonado en un angustioso estado físico y mental. Y lo peor de todo era que había revivido en ella un sentimiento que creía muerto.

«Salvo para hacer que salga el sol».

«Maldición, no debéis pensar en ello».

—De todos modos, esto es un asunto político. El asesinato de Rosamunda, según puedo apreciar, es un crimen que se relaciona con las ventajas que reyes y reinas pueden obtener de él. Algo que está más allá de mi alcance. Tal vez murió a causa de las setas. Pero ¿puedo saber quién las envió? No, punto final. Soy una médica, no me arrastrarán a sus guerras. Por el amor de Dios, Gyltha, Leonor me secuestró y estuve a punto de formar parte de su maldito ejército.

—Le salvaste la vida.

—¿Qué podía hacer? Dakers se acercaba a ella con un cuchillo.

—¿Estás segura de que no quieres saber quién apareció por aquí?

—No. Solo quiero saber si alguien puede impedir que nos marchemos.

Todo indicaba que, debido al estado físico de todos los viajeros que habían llegado al convento, incluida Leonor, nadie había pensado un solo instante en la mujer que había salvado la vida de la reina. Tampoco en la mujer que había estado a punto de quitársela. La prioridad había sido abrigarse y dormir.

Adelia pensó que probablemente la reina se había olvidado de Dakers y de ella y que, cuando los caminos estuvieran transitables, se dirigiría a Oxford sin prestar atención a ninguna de las dos. Para entonces, ella estaría fuera de su alcance. Se llevaría a Gyltha, a Mansur y a Allie y dejaría que la señora Dakers tramara sus propios y horrendos planes. Ya no le importaba.

Gyltha fue a la cocina para buscar la cena.

Adelia se inclinó desde la cama, levantó a su hija, apretó su nariz contra la mejilla tibia y satinada de la niña y la sostuvo sobre sus rodillas para mirarla a la cara.

—Nos vamos a casa, ¿verdad, señora? Sí. No vamos a involucrarnos en una de sus guerras, ¿no es así? No lo haremos. Nos iremos lejos, regresaremos a Salerno, sin preocuparnos por lo que diga el desagradable rey Enrique. De alguna manera conseguiremos el dinero. No pongáis esa cara. —Al ver la expresión de Allie, que estiraba el labio inferior y mostraba su diente nuevo, su madre recordó el camello que había visto en la colección de animales salvajes de Salerno—. Os gustará Salerno, no hace frío. Llevaremos a Mansur, a Gyltha y a Ulf. ¿Echáis de menos a Ulf? También yo.

Si hubiera estado dispuesta a seguir adelante con la investigación, el nieto de Gyltha habría podido ser sus ojos y sus oídos. Tenía la capacidad de mezclarse entre la gente sin llamar la atención, como solo podía hacerlo un pillo de once años. Sus rasgos, muy poco atractivos, mentían sobre su inteligencia. No obstante, Adelia agradecía a Dios que al menos Ulf estuviera fuera de peligro, aunque se preguntó qué habría dicho acerca de aquella situación.

Allie comenzó a agitarse, quería seguir jugando con Guardián. Adelia la dejó distraídamente en el suelo. En su cabeza resonaba una voz áspera, penetrante, como la de un cuervo, que hacía preguntas. Hubo un diálogo silencioso, irreal.


Dos asesinatos, ¿verdad? Rosamunda y el joven del puente. ¿Creéis que están relacionados?

—No lo sé, no tiene importancia.


Depende de quién sea el joven. Alguien debería averiguar por qué su muerte no había causado alboroto. Quien lo hiciera, deseaba verle muerto. Y que su muerte no pasara inadvertida. ¿No es así?

—Esa era mi hipótesis. Pero no ha habido tiempo. Seguramente la nieve los demoró.


Alguien ha llegado.

—No me importa. Me voy a casa. Tengo miedo.


¿Y dejarás al pobre infeliz en la cámara de hielo? Sin duda, eres muy piadosa.

—Oh, cierra la boca.

Adelia necesitaba orden. De alguna manera, era una característica apreciada en su profesión; los muertos no hacían movimientos inesperados, no amenazaban con un cuchillo. El hecho de perder el control, de estar a merced de los caprichos de otros —en especial de aquellos que tenían malas intenciones, como le había sucedido en Wormhold y en la travesía por el río— la había alterado profundamente.

En el convento se sentía protegida; la armonía de su habitación, alargada, sencilla, allí en la cama, a poca distancia del suelo, le brindaba serenidad. Fuera ya había oscurecido. El brasero emitía una luz tenue y las vigas proyectaban su sombra más o menos oscura en el yeso del techo, formando un diseño regular y agradable. Las voces lejanas y amortiguadas —Gyltha había rellenado con lana las aberturas de los postigos para combatir el frío— de las monjas que rezaban las vísperas eran tranquilizadoras: daban testimonio de una disciplinada rutina instaurada mil años antes. No obstante, aquella calma y aquel orden eran ilusorios, porque en la cámara de hielo del convento yacía un cadáver y a siete millas de allí una mujer muerta continuaba sentada frente a un escritorio. Ambos esperaban algo.

La resolución del enigma.

«No puedo daros la solución. Tengo miedo. Quiero estar en casa», se dijo.

Sin embargo, toscas imágenes que creía olvidadas aparecían sin cesar en su mente: huellas en la nieve, una carta arrugada en una alforja, otras cartas, copias de cartas, la nariz porcina de Bertha husmeando un perfume…

Gyltha regresó. Sus manos traían una gran olla con caldo de carnero y unas cucharas. Una hogaza de pan y una botella de cuero llena de cerveza asomaban debajo de cada brazo. Echó un poco de caldo en el cuenco de Allie, le agregó pan y comenzó a molerlo para transformarlo en una papilla. Se llevó los trozos de carne a la boca, los trituró con sus dientes grandes y fuertes hasta convertirlos también en papilla, y luego los colocó nuevamente en el cuenco.

—Nabo y cebada. Hay que reconocer que las monjas preparan una buena cena. Y esta mañana la pequeña tomó una sopa espesa de avena con leche recién ordeñada.

Con cierta reticencia, porque sabía que mencionar alguno de los problemas irresueltos significaba admitir su existencia, Adelia preguntó:

—¿Bertha está aún en el establo?

—La pobre no sale de allí. ¿Esa Dakers todavía quiere estrangularla?

—No lo creo.

La tarea de alimentar a la entusiasta Allie mientras ella intentaba hacerlo por sí misma requería gran concentración. No era posible ocupar la mente con otros pensamientos. Gyltha y Adelia quitaron los restos de comida del cabello de Allie, hicieron lo mismo con el propio, y luego llevaron a la niña a la cama. Las dos mujeres cenaron en silencio, con los pies junto al brasero, compartiendo la botella de cerveza.

Adelia se sintió reconfortada. El dolor comenzaba a disminuir. Pensó que en ese momento su sensación de seguridad se debía a la mujer de rostro anguloso que estaba sentada frente a ella. No dejaba de agradecer un solo día al prior Geoffrey que la hubiera introducido en su vida, y sentía terror al pensar que Gyltha podía abandonarla, aun cuando le asombraba que permaneciera junto a ella.

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