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Authors: Ariana Franklin

Tags: #Histórico, Intriga, Relato

El laberinto de la muerte (24 page)

BOOK: El laberinto de la muerte
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—Se proponen izar el estandarte de Leonor en Oxford. Creen que Midlands se sublevará y se unirá a los rebeldes.

—¿Cuántos hombres hay en Oxford?

—Creo que mil.

—¿Es Eynsham el hombre que vi rondando por allí?

—Sí. ¿Quién es?

—Un canalla inteligente, el Papa lo aprecia. Es indigno de confianza.

—¿Schwyz?

—Un mercenario cabrón. Excelente soldado.

—Alguien llamado Wolvercote está al mando del ejército en Oxford.

—Un bastardo.

Habiendo delatado a los principales protagonistas, Adelia se sintió momentáneamente satisfecha y apoyó su rostro en la mejilla de Rowley.

—¿Habéis traído el cuchillo? —preguntó él.

—Sí.

—Cortad esta maldita cuerda —pidió Rowley, agitando sus manos atadas.

Ella miró otra vez al soldado agazapado en la proa. Sus ojos estaban cerrados.

—Rápido, saldré de aquí en un instante —dijo Rowley, moviendo imperceptiblemente los labios. Súbitamente, recordó que había previsto otro destino para ella y que juntos habrían podido realizar espléndidos viajes.

—No —respondió ella, rodeándolo con sus brazos.

—Por favor, debo encontrar a Enrique y alertarlo.

—No.

En medio de aquella tormenta de nieve, no podría encontrarlo. Rowley moriría. La gente de los pantanos contaba historias acerca de esa clase de nevadas, de campesinos que se habían arriesgado a salir para guardar las aves en el corral o llevar las vacas al establo. La nieve turbulenta, copiosa y gélida les impedía ver y los desorientaba, hasta que, congelados, morían a unas pocas yardas de la puerta de su casa.

—No —repitió Adelia.

—Cortad esta maldita cuerda.

El soldado apostado en la proa se movió.

—¿Qué estáis haciendo? —murmuró casi sin saber lo que decía.

Ellos esperaron hasta que volvió a adormecerse.

—¿Queréis que me marche con las manos atadas? —susurró Rowley.

Adelia se resistía a ayudarlo. Y se resistía a ayudar a Enrique Plantagenet.

«El rey, siempre el rey. Si el precio es mi vida, la suya, la de nuestra hija, no tiene importancia», pensó.

Luego hurgó en su bolsa, agarró el cuchillo y consideró seriamente la posibilidad de hundirlo en la pierna de Rowley. De ese modo podría impedir que vagara sin rumbo por el campo y terminara convertido en un montículo de hielo.

—Te odio —le dijo, mientras las lágrimas se congelaban en sus pestañas.

—Lo sé. Corta esa maldita cuerda.

Adelia deslizó hacia delante su mano derecha, la que sostenía el cuchillo, sin dejar de observar al hombre en la proa. Pensó que, si lo alertaba, Rowley no podría escapar.

Sin embargo, no pudo hacerlo. No sabía qué destino esperaba al prisionero de Leonor; tal vez la reina no fuera benévola. Tampoco sabía qué actitud podían adoptar Eynsham o Schwyz.

Los dedos de Adelia encontraron las manos de Rowley y llegaron hasta la cuerda que le sujetaba las muñecas. Comenzó a cortar con cuidado los hilos, uno tras otro; el cuchillo estaba muy afilado, un movimiento equivocado habría podido abrir una vena. Mientras lo hacía, susurraba palabras insidiosas.

—Una de vuestras amantes, solo eso soy. No sirvo para nada. Espero que os congeléis, y también Enrique.

El último hilo se cortó. Adelia sintió que Rowley movía las manos para activar la circulación de la sangre. Él giró la cabeza para besarla. Su mentón le rozó la mejilla.

—No servís para nada, salvo para hacer que salga el sol —dijo, y se marchó.

• • •

Jacques se hizo cargo de la situación ante el enfurecido Cross. Adelia lo oyó decir, entre sollozos, que al chocar contra la orilla el obispo había caído por la borda.

—Entonces, es hombre muerto —replicó el mercenario.

Al oírlo, el mensajero comenzó a plañir. Mientras tanto, levantó a Guardián del regazo de Adelia, cambió de lugar y la ayudó a sentarse entre él y Walt, de modo tal que Dakers pudo seguir durmiendo apoyada en la espalda de su protectora. Luego, Guardián recuperó su lugar.

Ella, absorta en sus pensamientos, apenas prestó atención a esos movimientos.

«“Salvo para hacer que salga el sol”. Cuando vuelva a verlo, lo mataré. Oh, Dios, protégelo».

La nevada terminó, las espesas nubes se desplazaron hacia el oeste y asomó el sol. Cross consideró que debían aprovechar su calor y enrolló la vela.

Adelia tampoco había notado otra cosa, hasta que Walt se la señaló.

—Señora, ¿qué sucede con él?

Ella levantó la cabeza. Los dos mercenarios estaban sentados enfrente, en el banco de proa. Cross trataba de despertar a su compañero.

—Giorgio, despertad, ¡hop, arriba! No fue culpa vuestra que perdiéramos al maldito obispo. Despertad.

—Ha muerto —dijo Adelia.

Las botas del hombre estaban pegadas al agua congelada de la sentina. Podían agregarlo a la lista de cuerpos que se habían congelado a lo largo de la noche.

—No es posible. No es posible. Lo mantuve abrigado, tanto como pude.

En el rostro de Cross se mezclaban la ira y el dolor.

«Dios, esta muerte es importante para este hombre. Debe ser importante para mí», se dijo Adelia. Extendió el brazo para tocar con la mano el cuello del mercenario. Era bastante más viejo que su amigo. Estaba rígido. No tenía pulso. Ella negó con la cabeza.

Jacques y Walt se arrodillaron. Adelia tomó la mano del soldado entre las suyas.

—Lo lamento. Que Dios se apiade de su alma.

—Estaba sentado aquí, pensé que trataba de mantenerse abrigado.

—Lo sé, habéis hecho por él cuanto era posible.

—¿Por qué no habéis muerto vosotros? —preguntó Cross, nuevamente iracundo—. También estabais allí, sentados.

Era inútil explicar que, mientras achicaban, ellos habían estado en movimiento, al igual que el propio Cross, que, aun expuesto al viento, se había mantenido activo evitando que las embarcaciones chocaran. El pobre Giorgio se había quedado solo, privado del calor que otra persona podía brindarle.

—Lo lamento —repitió Adelia—. A su edad, no pudo resistir el frío.

—Él me enseñó a ser soldado. Juntos sobrevivimos a tres campañas. Era siciliano —dijo Cross.

—También yo soy siciliana.

—Oh.

—No debéis moverlo —dijo abruptamente Adelia.

Cross intentaba levantar el cuerpo para depositarlo sobre el banco. Tal como había sucedido con el cadáver de Rosamunda, el rigor perduraría hasta que encontrara una fuente de calor más potente que el tímido sol que acababa de aparecer. Su amigo no toleraba verlo con las rodillas y las manos recogidas, como un perro.

—Por Dios ¿no es Godstow lo que se ve allí? —exclamó Walt.

Allie.

Adelia vio el paisaje que la rodeaba. Era tan brillante y sólido como un diamante y la obligó a entornar los ojos. Las raíces de los árboles caídos se asemejaban a dedos cadavéricos, desesperados, frágiles, en actitud de súplica. Por lo demás, la monstruosa cantidad de nieve había aplanado el terreno. Ya no se veían cimas y valles, solo leves ondulaciones. Las rectas columnas de humo que se elevaban en el cielo azul lavanda indicaban que las protuberancias dispersas en la cuesta que subía desde la orilla eran casas medio sepultadas por la nieve.

A lo lejos se divisaba un pequeño puente curvo, blanco como el mármol. Ella y Rowley se habían detenido allí hacía un siglo. Más allá —para verlo tuvo que entrecerrar aún más los ojos— se elevaban muchas columnas de humo y en el final del puente se distinguían un bosque y la imagen difusa de un portal.

Aquello era la villa de Wolvercote. Aunque no podía verlo, cerca de allí se encontraba el convento de Godstow, donde estaba Allie.

Adelia se puso de pie, resbaló e hizo que el bote se balanceara mientras trataba de levantarse.

—Llevadnos a la orilla —pidió a Cross. Aparentemente, él no la oyó.

Walt y Jacques la obligaron a sentarse.

—No es conveniente, señora. Aun suponiendo que… —comenzó a decir el mensajero.

—Señora, ¿veis la orilla? —preguntó Walt.

Al mirar en esa dirección Adelia vio una suave pendiente, en la cual seguramente poco antes crecía la hierba. Más allá aparecían unas enormes ramas heladas; eran restos de antiguos robles que la ventisca había dispersado y formaban montículos de unos quince pies de altura.

—Jamás podríamos pasar por allí —concluyó Jacques.

Adelia rogó, imploró, aunque sabía que era verdad. Si los habitantes de las casas lograban salir a la superficie, cavarían pasillos en la nieve para llegar al río, pero hasta entonces, o hasta que el hielo se fundiera, un obstáculo tan insalvable como una barrera montañosa la separaba del convento. Debería permanecer sentada en ese bote, permitir que la alejaran de Allie. Solo Dios sabía cómo o cuándo regresaría junto a ella, si eso era posible.

Se encontraban frente a la villa, muy cerca del puente. Allí el Támesis se ensanchaba y describía la gran curva que bordeaba las praderas del convento. Algo sucedía en el río.

La barca que los precedía avanzaba con mayor lentitud. Aunque los laterales del casco eran altos y no permitían ver lo que ocurría en cubierta, la agitación era perceptible y se oían numerosos insultos.

—¿Qué sucede? —preguntó Adelia.

Walt hundió en el río uno de los recipientes que habían utilizado para achicar, lo levantó y revolvió el contenido con el dedo.

—Mirad.

Dentro del recipiente, Jacques y Adelia vieron que el agua era grisácea y tenía gránulos que parecían de sal.

—¿Qué es? —preguntó nuevamente Adelia.

—Es hielo —dijo suavemente Walt, y miró a su alrededor—. Maldición, aquí el río debe de ser menos profundo, se está congelando.

Adelia miró el contenido del recipiente, luego, a Walt. A continuación volvió a mirar el río. Súbitamente, se sentó y agradeció aquel hecho milagroso, más maravilloso que cualquiera de los que se relataban en la Biblia: el líquido se convertía en sólido, un elemento se transformaba en otro; se verían obligados a detenerse; desembarcarían y entre todos podrían abrir caminos para llegar al convento. Miró hacia atrás para contar las embarcaciones que los seguían. No había ninguna al alcance de la vista. El río estaba desierto, gris en ese tramo, aunque se tornaba cada vez más azulado, brillante y silencioso a medida que se perdía en una curva, en la distancia.

Parpadeando, buscó al contingente que debía acompañarlos por el sendero que bordeaba el río.

Por supuesto, el sendero no existía. En su lugar se veía una masa serpenteante de nieve congelada. En algunos tramos, la altura superaba la suma de la estatura de dos hombres. El borde del hielo había sido prolijamente tallado por el agua y el viento. Se asemejaba a un pastel al cual un cocinero gigante le hubiera recortado los contornos irregulares con un cuchillo.

Por un instante Adelia dejó de pensar en el reencuentro con su hija. Aunque no fueran tantas como había previsto, estimó que la cantidad de personas que habían quedado varadas era suficiente para cavar un paso. Luego se preguntó dónde estarían los demás, todas aquellas personas.

El sol seguía brillando, magnífico, injusto, despiadado, sobre un río vacío. Tal vez en el tramo superior hombres y mujeres permanecían sentados en sus barcas, tan inmóviles como Giorgio. Tal vez los cadáveres flotaban en la corriente.

¿Y cuál había sido el destino de los jinetes? ¿Dónde estaban? ¿Dónde estaba Rowley?

El silencio era terrible, porque era la única respuesta. Como una campana de vidrio, atrapaba los ecos de los insultos y los gruñidos de los ocupantes de la barca. Ningún otro sonido surcaba el aire. A bordo, los hombres se esforzaban, hundían las pértigas en el agua poco profunda, cada vez más sólida, hasta que encontraban en el fondo del río un lugar donde apoyarse para impulsar la barca hacia delante, una yarda y luego otra… En poco tiempo la campana de vidrio se llenó de sonidos similares al chasquido de un látigo: se habían topado con una superficie lisa y helada que debían atravesar.

Avanzaron poco a poco hasta dejar atrás el lugar donde el río se dividía y uno de los brazos se desviaba hacia el molino y el puente. No llegaban ruidos desde el molino, donde una cascada de agua permanecía brillante e inmóvil.

Y en medio de esa maravilla alguien había utilizado el puente como una horca: dos siluetas brillantes y deformes pendían de una soga que les rodeaba el cuello.

Adelia distinguió dos rostros muertos que dirigían su mirada desorbitada hacia un lado, hacia ella. Vio dos pares de pies que apuntaban hacia abajo, como si sus dueños se hubieran congelado mientras hacían una figura de baile. Y deseó que el Dios Todopoderoso salvara esas almas.

Nadie más parecía verlas o compadecerse de ellas. Walt y Jacques utilizaban los remos para impulsar el bote, tratando de evitar que quedara rezagado con respecto a la barca. Dakers estaba sentada junto a ella; la capucha le cubría la cara. Alguien había colocado la vela alrededor de ellas tratando de mantenerlas abrigadas.

Lentamente, dejaron atrás el puente y se encontraron en una curva aún más ancha del Támesis, que bordeaba el prado de Godstow: asombrosamente, aún era un prado. Gracias a algún extraño fenómeno, el viento lo había despojado de nieve, transformándolo en la única extensión de hierba escarchada y tierra que aportaba una nota de color en aquel universo blanco.

La barca se detuvo. El hielo era demasiado grueso y le impedía avanzar. Adelia no le dio importancia. En la pendiente que bajaba desde el convento, una huella descendía hasta la costa del río, donde se veían hombres con palas que les gritaban y los saludaban con la mano. Todas las personas que viajaban a bordo de las dos embarcaciones devolvieron los saludos. La escena habría podido sugerir que aquellos hombres estaban aislados y habían divisado una nave que iba a rescatarlos.

Solo entonces Adelia advirtió que había sobrevivido a la noche anterior tomando prestada energía almacenada y que su cuerpo ya estaba acusando su falta. Sintió una languidez mortal. De hecho, la muerte había estado muy cerca de ella.

Debían desembarcar en el hielo y atravesarlo hasta llegar a tierra. Las patas de Guardián resbalaron; el perro cayó y se deslizó por la superficie helada. Ofendido, comenzó a arañarla hasta que logró levantarse. Un brazo rodeó la cintura de Adelia para ayudarla a caminar: al mirar hacia arriba vio el rostro de Mansur.

—Alá es piadoso —dijo el árabe.

BOOK: El laberinto de la muerte
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