El laberinto de las aceitunas (6 page)

BOOK: El laberinto de las aceitunas
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¿Piélago de almas?

—¡Exactamente! ¡Qué memoria la tuya, Cándida! —aplaudí y mi pobre hermana esbozó una sonrisa de íntima satisfacción—. Ahora concéntrate y trata de recordar a un actor muy guapo que hacía de aborigen.

—Antonio Vilar.

—No, burra; ése era el misionero. Yo digo el que hacía de hijo del cacique. El que abrazaba la verdadera fe y veía a la Virgen…

—¿Y recibía el martirio de manos de su propio padre?

—¡Muy bien, Cándida! Ese actor, ¿cómo se llamaba?

—Ay, chico, no sé. Me acuerdo de quién dices, pero el nombre se me ha borrado. ¿No era el mismo que hacía de novio de la hija en
Una suegra con pelendengues
?

—Cándida, eres una enciclopedia. Pero no te me duermas en los laureles y presta atención a lo que te voy a decir. Busco a un individuo y estoy seguro de que ese individuo y el actor a que me acabo de referir son la misma persona. Al principio no lo reconocí por los años transcurridos, pero ahora no me cabe la menor duda. Todo me hace suponer que vive en Barcelona, que sigue conectado de algún modo al mundillo del espectáculo y que está sin empleo, o no habría aceptado un trabajo tan comprometido como el de suplantar a todo un ministro. Es preciso que lo localice sin tardanza, pero ni sabría cómo hacerlo ni conviene que ande por ahí haciéndome ver. De lo cual se desprende, lógicamente, que me tienes que ayudar.

—No veo muy bien de dónde sacas tú esta conclusión —dijo Cándida.

—En primer lugar, del hecho indiscutible de que tienes muchos conocidos y admiradores en la farándula…

—Calla, por Dios.

Cándida no gustaba de hablar de la época en que trató de triunfar como cantante. A través de su cabellera, ya rala, se vislumbraban aún las abolladuras y costurones que le habían dejado los botellazos de un público que si no contaba entre sus virtudes la de la caridad, tampoco contaba entre sus defectos el del mal oído. De pequeña ensayaba hora tras hora usando la cadena del váter a modo de micrófono, insensible a los zurriagazos con que mi padre trataba, bien de disuadirla de sus sueños de gloria, bien de dormir la siesta en paz. A los treinta años, y sabe Dios a qué precio, consiguió Cándida su primer contrato. Su efímera carrera fue un continuo ir y venir de las tablas al dispensario. Nada le entristecía tanto como evocar aquellos tiempos de entusiasmo y desengaño. Se puso a lloriquear y le palmeé con cariño las hombreras.

—Hazlo por mí, Cándida —le dije melifluo.

—Está bien, está bien —rezongó—, pero me has de prometer que será la última…

—Mientras tú haces las averiguaciones del caso, yo me iré a tu casa, porque no es prudente que siga a la intemperie. ¿Aún vives en aquel pisito de ensueño?

Me dio la llave a regañadientes y yo, después de explicarle que al regreso diera en la puerta dos golpes seguidos y otros tres tras una pausa para que supiera yo que era ella quien llamaba, y sin muchas esperanzas de que me hubiera entendido, me largué pitando y presa de angustias sin cuento, porque las calles se habían quedado casi desiertas y el barrio por el que me adentraba no podía calificarse precisamente de residencial.

La fosa común del Cementerio Viejo debía de ser más acogedora que el edificio en ruinas donde moraba mi hermana. En el zaguán me vi obligado a vadear un charco oleaginoso que borboteaba, aunque no me atreví a investigar por qué. La pieza de que constaba la vivienda propiamente dicha sólo daba cabida a un jergón y a otro mueble. Con su sentido práctico, Cándida había decidido que ese otro mueble fuera un tocador. Cerré la puerta con llave, hice del tocador barricada y, como el cuarto no tenía ventana ni orificio alguno de ventilación, me sentí bastante seguro. Busqué algo de comer sin resultado y acabé tendiéndome en el jergón y conciliando un sueño reparador del que me sacaron unos golpes en la puerta. Muy alarmado eché mano de la única arma que encontré y que resultó ser un corsé erizado de ballenas y pregunté quién iba.

—Soy yo —dijo Cándida que, a todas luces, había olvidado la contraseña—. Abre.

Arrastré el tocador y le abrí la puerta. Cuando hubo entrado volví a cerrar y a colocar el mueble a modo de parapeto.

—¿Qué has estado haciendo con mi
boudoir?
—preguntó la muy boba.

—Gimnasia. ¿Has averiguado algo?

—Me parece que sí. —Se sacó del escote una bola de papel que alisó sobre la tabla del tocador, repasó con suma lentitud las notas que había tomado y recitó—: Toribio Pisuerga. Lugar y fecha de nacimiento desconocidos. Actor de profesión. Debutó en el 48 en
Llagas
en un pequeño papel de leproso sin frase. Siguió en el cine hasta el 57, siempre como secundario. Desapareció de la circulación hasta el 62 por razones que se ignoran. En diciembre del 62 lo contrataron para que hiciera de rey Melchor en la puerta de los almacenes El Águila. Al año siguiente lo tuvieron que echar por un asunto de drogas.

—¿Se pinchaba?

—Delante de los niños, figúrate tú —dijo mi hermana mostrando una vertiente puritana muy propia de mi familia.

—¿Qué más?

—Ahí se le pierde otra vez la pista hasta el 70, año en que reapareció con el seudónimo de Muscle Power. Probó fortuna sin éxito en los estudios de Esplugues y anduvo pegando sablazos. Alguien lo metió en publicidad y rodó un
filmlet
que no llegó a estrenarse por falta de calidad. En el 75 hizo un
spot
de televisión. Eso le dio algún dinero y se le vio a menudo en compañía de una mujer bastante más joven que él. Cuando se le acabaron los cuartos volvió a esfumarse. Y hasta ahora.

—¿Seguía en lo de la droga?

—No lo sé. Pero seguramente lo había dejado, porque estas cosas se saben, salvo que se tenga mucho dinero para taparlas.

—¿Y la chica que andaba con él?

—Nadie me ha sabido decir quién era. Una fan descocada, digo yo. ¿Es importante?

—Puede serlo. ¿Qué más?

—Nada más. ¿No tienes bastante?

—Me falta un dato fundamental: dónde localizarlo.

—Ah, claro, qué despistada soy —exclamó Cándida palmeándose la frente y metiéndose el meñique en un ojo al hacerlo—. Aquí tengo su dirección: calle del Gaseoducto, 15.

—Cándida, eres un sol de guapa y de inteligente.

—¿Qué piensas hacer?

—De momento, visitar al caballero. Luego, ya veremos.

—¿No tienes hambre? Te he comprado algo de comer en el bar de la esquina. Son unos ladrones, pero a estas horas…

—No tenías que haber hecho gasto, mujer.

—La verdad es que acabo de pasar por la parroquia y me han devuelto parte de lo que les di.

—¿Desde cuándo das a la parroquia?

—Te había encargado unas misas… Como me dijeron aquello…

Para evitar que la atmósfera se cargara de emotividad, me puse a revolver en su bolso hasta encontrar un envoltorio que rezumaba grasa y una botella de Pepsi-Cola. Di cuenta del yantar y el néctar en un abrir y cerrar de ojos y consulté el reloj. Era la una y media.

—Más vale que me ponga en movimiento. Préstame tus cosas de maquillaje, Cándida, que quiero cambiar un poco mi apariencia.

Abrió un cajón del tocador y me tendió un frasquito.

—No están los tiempos para afeites —me dijo—. Sólo uso pintalabios.

—¿Mercromina? —dije yo después de leer la etiqueta del frasquito.

—Dura más, sale mejor de precio y si tienes una pupita, te la cura.

Me apliqué a los labios el líquido carmesí y con las pestañas postizas que llevaba puestas Cándida me confeccioné un primoroso bigotito. Luego me engominé el pelo con la grasa del bocadillo que me había quedado en las manos.

—¿Qué tal? —pregunté.

—No te sienta bien el uniforme de camarero.

—Peor me sentaría salir a la calle desnudo, idiota. Yo te preguntaba por el camuflaje.

—Ah, eso muy bien. ¿Cuándo me devolverás las pestañas? Las necesito para el trabajo.

—Cuando ya no me hagan falta. Mientras tanto, quédate en casa, que no son horas estas de que ande por ahí una chica decente.

Mientras sosteníamos este diálogo me había hecho yo una ganzúa con una de las ballenas del corsé. No habría desdeñado una pistola, porque no sabía con qué ni quién habría de enfrentarme en breve, pero tal cosa, como es de suponer, estaba fuera de mi alcance. Me eché la ganzúa al bolsillo, me despedí de Cándida, retiré de nuevo el tocador, abrí la puerta, salí y bajé hasta el tétrico callejón. No pululaban los taxis por aquellos andurriales.

La calle del Gaseoducto no se llamaba así por un capricho de las autoridades municipales o de quienquiera que bautice las calles, que a este respecto nunca he tenido las ideas muy claras. En las tapias había unas letras de molde que decían: PROHIBIDO FUMAR. Ratas muertas festoneaban la calzada. Encontré sin dificultad el número quince y leyendo los buzones de la portería me enteré de que el ex ministro vivía en el 2º 2ª. Con sorpresa descubrí que la casa tenía ascensor, pero mis esperanzas se disiparon al ver que los cables colgaban de la caja como fideos exánimes. Subí las escaleras y pulsé el timbre. Al no recibir respuesta me vi obligado a echar mano de la ganzúa. Rechinó la puerta en sus goznes y me colé en el piso del peliculero.

Consistía éste en una pieza rectangular al fondo de la cual había una cama deshecha. Las paredes estaban cubiertas de fotografías del actor en las que reconocí inmediatamente al sedicente ministro. En la más grande de las fotos aparecía él muy bien trajeado, mirando con veneración un tubito de pomada. Al pie de la foto unas letras enormes decían:

CON HEMORROIDAL PANTICOSA…

¡ES OTRA COSA!

En las fotografías más pequeñas se repetía el personaje en distintas edades y caracterizaciones: legionario, baturro, apóstol y otros personajes que no pude situar. La vocación era evidente, porque mientras el suelo estaba alfombrado de porquerías, en las fotos no se advertía una mácula de polvo. Sólo el tiempo había ennegrecido y cuarteado las más antiguas. Me puse a meditar sobre la vanidad y otros rasgos inextricables de la naturaleza humana y a buen seguro habría llegado a interesantes conclusiones si no me hubiera sobresaltado un tenue gemir que provenía del otro extremo de la estancia. Me aproximé con sigilo y vi que la pared tenía una cerradura y que lo que yo había tomado por una grieta era la juntura de una puertecilla construida por un maestro de obras poco escrupuloso. Apliqué el oído y percibí un murmullo. Poco me costó abrir la puertecilla y averiguar que encubría un armario empotrado repleto de trastos y polvo. Como de entre aquéllos seguía saliendo la cantilena, los aparté a manotazos hasta dar con el actor, que estaba en el suelo en posición de ensaimada.

—¡Don Muscle! —No pude por menos de exclamar—. ¿Qué hace usted aquí?

Como no contestaba, lo así por un tobillo y lo saqué a rastras del armario. Era corpulento y pesaba lo suyo. Vi que estaba muy pálido y que respiraba débilmente. En el brazo izquierdo se le apreciaba una puntura reciente rodeada de otras más antiguas, ya cicatrizadas. Deduje que con lo que le habían pagado por hacer de ministro había vuelto a las andadas y le había sentado mal. Ahora bien, ¿por qué se había encerrado en el armario para pincharse? ¿Acaso por un oscuro sentimiento de culpa impropio de su edad, idiosincrasia y pasado? Lo ignoraba, pero no era aquella ocasión idónea para despejar arcanos, porque el pobre actor se moría. Busqué un teléfono y lo encontré, aunque no pude hacer uso de él, habida cuenta de que alguien se había entretenido en arrancar los cables de cuajo. No me pasó, empero, desapercibido un número garrapateado en la pared, cerca del teléfono, del que tomé nota mental antes de regresar junto al moribundo, que había entreabierto los ojos y me miraba con más interés que sorpresa.

—¿Don Muscle, me recuerda? —le pregunté.

Movió los párpados como diciendo que sí o cualquier otra cosa.

—¿Quién ha sido, don Muscle? —volví a preguntar.

Con esfuerzo logró articular unos sonidos que no pude descifrar. Apliqué la oreja a sus labios.

—El Caballero Rosa… —me pareció entender— busque al Caballero Rosa y dígale… dígale que es un cabrón. De mi parte se lo dice… Y si ve a la Emilia, dígale… que me perdone. No confunda los recados, ¿eh?

—Descuide usted. ¿Dónde vive la Emilia?

—Yo tenía talento, ¿sabe? Pude haber sido una estrella de la pantalla, tener dinero, casas, coches, yates, piscinas… No sé qué pasó.

—Es la vida, don Muscle, no se haga mala sangre.

—Sueña el rey que es rey… y tan alta vida espero… Me parece que esta vez va en serio —dijo cerrando los ojos.

Le propiné varias bofetadas, pero no reaccionó, de modo que lo dejé acostado, abandoné el apartamento, bajé las escaleras de puntillas y salí a la calle tras asegurarme de que no había nadie al acecho. Pegadito a los muros llegué a una avenida que amenizaba el constante paso de camiones y en la que encontré una cabina telefónica. Llamé a la policía y le dije que acudiera sin pérdida de tiempo a casa del actor, cuya dirección y señas personales le proporcioné. Cuando me dijeron que me identificara respondí que no tenía la menor intención de hacerlo y que llamaba desde una cabina, pero que eso no restaba ni veracidad a mis palabras ni urgencia al asunto y que se dejaran de historias y cumplieran con su deber, qué diablos. Colgué, descolgué y marqué el número que había visto en la pared de la casa que acababa de abandonar. La suerte me sonrió por una vez, y una grabación respondió a mi llamada.

—Gracias por llamar a la agencia teatral La Prótasis. En estos momentos no hay nadie que pueda atenderle. Cuando oiga la señal, deje su nombre y su teléfono y nos pondremos en contacto con usted… Pipiripí tu-tu.

En Información, una señorita que quizá, por lo intempestivo de la hora, quizá por motivos personales que no tuve ocasión de discutir con ella, no parecía muy dulce de carácter, me dio la dirección de la agencia teatral, sita, para más detalles, en la calle Pelayo. Antes de dirigir mis pasos a esta populosa arteria, sin embargo, deshice lo andado y me asomé a la calle del Gaseoducto, para verificar si la policía había atendido a mi desesperado llamamiento. Debo decir, en descargo de mi conciencia y honor a la verdad, que allí estaba, mal aparcado, un coche-patrulla. No me quedaba más que hacer en aquel lóbrego paraje. Caminé por la avenida hasta que pasó un taxi libre que me condujo a la esquina de Balmes-Pelayo. Clareaba ya el firmamento y se evaporaba el agua con que había sido regada la calzada; piaban los pajarillos en las Ramblas y circulaban los primeros autobuses. En el balcón de uno de los edificios que tenía enfrente se leía el siguiente rótulo:

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