Read El laberinto de las aceitunas Online
Authors: Eduardo Mendoza
—Lamento el malentendido de la ducha al que, por lo demás, no he dado pie, así como el haber tenido que ser portador de la fúnebre nueva…
—¿Qué le ha pasado a Toribio? —me interrumpió.
—Anoche fui a su casa y lo encontré agonizante. Sobredosis. No creo que él mismo se la inyectara, aunque no excluyo tal hipótesis por mor del rigor conceptual. El cable del teléfono había sido arrancado.
Se quedó pensando, pero no en lo que yo le decía.
—¿No nos hemos visto antes en alguna parte, tú y yo? —me preguntó.
—Sí, ayer mismo, en Madrid —dije.
Dejó de secarse el pelo para esbozar un gesto de resignada aquiescencia que, pese a vérselo por primera vez, se me antojó usual.
—Claro —dijo acompañando con la voz al gesto a que me acabo de referir—. Tú eres el chiflado del maletín. Pero ayer no ibas disfrazado de marica. ¿Cómo has dado conmigo?
—A través de la agencia teatral La Prótasis. Pero quizá fuera más práctico que le pusiera un poco en antecedentes de lo ocurrido.
Convino ella y procedí yo a referirle en términos sencillos y limpia sintaxis cómo había sido conducido a presencia de quien, fraudulento, se arrogara atribuciones ministeriales; cómo éste, prevaliéndose de mi noble disposición, me había encomendado una misión consistente en llevar a Madrid un maletín que de Creso la envidia concitara; cómo en la citada urbe otro por mí había sido víctima de un asesinato tanto más incalificable cuanto que estar aquélla en los brazos de Morfeo; cómo le había entregado a ella, Suzanna Trash, el maletín en la cafetería, regresado a Barcelona, rastreado la pista y encontrado merced a mi ingenio al malogrado Muscle Power y asistido, piadoso, a su triste tránsito; cómo había establecido inteligentemente la conexión entre el llorado difunto y la agencia teatral y entre esta última y ella, Suzanna Trash, y cómo, a costa de narrar lo ya sabido, pero a modo de epílogo necesario, había acudido a visitarla y sido muy mal recibido sin que por mi parte hubiera provocación ni culpa. Y pronuncié toda esta parrafada en un tono de irrecusable sinceridad, procurando aparecer yo bajo la más favorable luz y crear en torno a mí un halo de confianza, llaneza y accesibilidad. Y sin ánimo de vanagloria diré que el efecto perseguido conseguí, porque ella, Suzanna Trash, fue gradualmente relajando su tensa fisonomía, con lo que se puso más guapa, abandonando la forzada postura de karateka que para escucharme había adoptado y dejándome a mitad de relato plantado en el salón para irse a la cocina a preparar un café y unas tostadas. Al lector avisado no habrá pasado por alto que de mi crónica oral omití el hecho de que el dinero del maletín me había sido robado, porque todo me inducía a creer que en el robo del hotel ella no tenía nada que ver, pues, de haberlo tenido, no habría acudido a la cafetería; y cabía incluso la posibilidad, que su conducta y palabras ulteriores confirmaron, de que no hubiera abierto el maletín, en cuyo caso y a los fines que me había marcado, esto es, obtener su cooperación, prefería que siguiera creyendo que andaba en juego una pingüe suma y no un triste rollo de papel tan socorrido a veces cuanto prosaico siempre.
De vuelta ella de la cocina con una bandeja en la que había dos tazas de café con leche y un plato de tostadas, lo que indicaba que se proponía hacerme partícipe del desayuno y, por inferencia, de su confianza, encendió un cigarrillo y me dijo que empezara a comer mientras se vestía. Desapareció en el dormitorio y, mientras daba yo cuenta voraz de mi parte alícuota, se puso, como pude comprobar cuando emergió, un sencillo vestidito primaveral de azulados tonos y unas medias y zapatos de tacón que con aquél a las mil maravillas conjuntaban. Se sentó a la mesa y al tiempo que revolvía el azúcar y desparramaba el contenido de la taza en un radio de medio metro pasó a contarme que, como yo había ya supuesto, Toribio Pisuerga, más conocido de la afición como Muscle Power, sabedor de que una crecida cantidad iba a cambiar de manos, de dónde y de cómo, había planeado la sustracción con su complicidad, la de Suzanna Trash, a efectos de lo cual la había enviado a Madrid hacía dos días con instrucciones de personarse en la cafetería, pronunciar la contraseña, recibir el maletín y salir arreando.
—Aunque a la hora de la verdad —dijo— me asaltó el miedo y abandoné la empresa. De no haber sido por tu tozudez, no estaríamos metidos ahora en este lío.
—Eso —repliqué—, ahora voy a ser yo el responsable de lo que pasa por su mala cabeza. ¿No se da cuenta de que probablemente son los destinatarios del maletín los que, furibundos, trataron de asesinarme a mí y dieron el pasaporte al Power, que en paz descanse? ¿Y de que esos malvados no pararán hasta dar con nosotros y recuperar lo que a su juicio les pertenece por cualesquiera medio o medios?
Encendió otro cigarrillo, le dio dos rencorosas caladas, lo arrojó al café con leche, donde se extinguió, anegó, tiñó de sepia y quedó flotando, y me observó con una mirada rara.
—¿Quieres decir que Toribio ha muerto por culpa mía? —dijo.
—No, no, de ningún modo. Él aceptó un trabajo arriesgado al suplantar a todo un señor ministro y, no contento con eso, fraguó un plan temerario movido por la codicia. No digo, que no soy quién para emitir fallos morales, que se mereciera el fin que tuvo, pero sí digo que a sabiendas se lo buscó. Sea como fuere, la cosa ya no tiene remedio. Sí que la tiene, o así lo espero, nuestra resbaladiza situación. A la vista salta que tenemos que localizar bien a quienes por conducto del falso ministro me confiaron el dinero, bien a aquellos a los que éste iba destinado, y devolvérselo con nuestras excusas. Y ya que hablamos del tema, ¿dónde está ahora el maletín?
—En El Prat, en la consigna del aeropuerto. Lo deposité allí conforme a las instrucciones que me dio Toribio. Pensábamos ir a recogerlo dentro de unos días. Yo tengo el resguardo. Toribio quedó en pasar por él esta mañana, de ahí que te confundiera.
—¿Qué relación había entre don Toribio y usted, si no es indiscreción?
—Para ahorrarnos tiempo te diré que hubo hace años un tormentoso idilio y que subsistía ahora una buena y algo tediosa amistad. Nos buscábamos cuando estábamos en apuros o necesitados de compañía, es decir, con cierta frecuencia. ¿Algo más?
—Sí. ¿Qué es o quién es el Caballero Rosa?
—No tengo la menor idea. ¿Por qué lo preguntas?
—Don Toribio mencionó ese nombre antes de morir. Y la Emilia, ¿quién es?
—Esto es más fácil de contestar. Yo soy la Emilia. Emilia Corrales. Lo de Suzanna Trash es un seudónimo que adopté por consejo de Toribio, para la cosa de las coproducciones. Y ahora, si no tienes ninguna pregunta más que hacerme y habiéndote terminado el desayuno, te ruego que te vayas, porque tengo mucho que hacer.
Me quedé perplejo, porque hasta ese momento yo había pensado que nuestra entente se afianzaba y que íbamos a entrar en un período de fructífera colaboración. Ella leyó en mi rostro la decepción y añadió refugiándose de nuevo en el tonillo de impaciencia que había presidido nuestros primeros escarceos:
—No quiero parecer descortés; te agradezco mucho el que hayas venido a informarme de cómo están las cosas y a prevenirme de los peligros que me acechan. Pero a partir de aquí, es mejor que cada cual siga su camino. No sé quién eres, ni de dónde sales, ni qué andas buscando. De lo que me has contado no he entendido casi nada, aunque no soy tan ingenua que no haya visto que te has guardado en la manga la mitad de lo que sabes. Es posible que estés en apuros, como dices, pero ni puedo ni tengo la menor intención de entramparme para ayudarte. Déjame seguir, que aún no he terminado. Considérame egoísta, si quieres. Soy una aspirante a actriz y no porque la suerte no haya venido a llamar a mi puerta hasta el día de hoy he perdido las esperanzas en el futuro: soy disciplinada y voluntariosa, no tengo un pelo de tonta y cuando me arreglo un poco no estoy de mal ver. Es cierto que cometí un error al aceptar la propuesta de Toribio y todo parece indicar que me he metido en un berenjenal a cambio de nada. Estoy necesitada de dinero y me dejé vencer por la promesa de un golpe fácil. Pero sea como sea, me niego a aceptar que la situación no tenga remedio. De modo que esto es lo que me propongo hacer: voy a recoger ahora mismo el maletín, voy a meterme en la primera comisaría que encuentre y voy a contarle a la policía todo lo que ha pasado. ¿Tienes algo que objetar?
—No, salvo que si vas a la policía con una historia de ministros inexistentes, actores fracasados y drogadictos manifiestos y, para postre, les entregas el maletín con lo que contiene, acabarás en el calabozo o, peor aún, en un centro siquiátrico que, de buena fuente me consta, no te va a gustar ni pizca.
—Te agradezco el consejo, pero mi decisión ya está tomada. Y ahora, si no te importa…
Se levantó de la mesa, derribando las dos tazas, e hizo ademán de acompañarme a la puerta. No tenía más argumentos que esgrimir, por lo que decidí acatar su voluntad y reanudar mis pesquisas por mi cuenta. Le di las gracias por el espléndido desayuno con que me había obsequiado y emprendí una discreta retirada. Ya había llegado al recibidor cuando sonó perentorio el teléfono. La Emilia dio un respingo y dirigió miradas amedrentadas y dubitativas ora al aparato ora a mi persona.
—¿Qué pasa? —pregunté.
—Nada. Que me han puesto el teléfono hace sólo un par de días y sólo le había dado mi número a Toribio —dijo la Emilia.
—Contesta —dije yo volviendo sobre mis pasos.
—¿Y si son ellos?
—Por teléfono no te harán nada. Actúa con naturalidad. Que no se den cuenta de que estoy aquí y de que estás sobre aviso.
Cruzó la Emilia el saloncito, llegó hasta el teléfono, que seguía sonando indiferente a nuestro precipitado diálogo, y descolgó.
—¿Diga?
Oh, oui, oui, sono io
—tapó la bocina con la palma de la mano y susurró para mi información—: Dice ser un productor italiano.
—Dale cuerda —aconsejé
sotto voce.
—
Come dice? Sí, sí, tutto bene. Attendez un minuti.
En un nuevo aparte:
—Dice que quiere verme en su hotel, que tiene una oferta interesante. Dice también que ha visto todas mis películas y que cree que tengo madera de gran actriz. La verdad es que todavía no he conseguido intervenir en ninguna película. ¿Qué le digo?
—Que no puedes ir, que venga él aquí. En cuanto entre le caigo encima, lo torturamos y le sacamos lo que sepa.
—¿Y si es un productor de verdad?
—Pues ve a su hotel.
—¿Y si es un asesino?
—¿Tú qué quieres?, ¿que me coja el toro?
—Lo voy a citar en un sitio neutral y lo sondeamos, ¿vale?
—Sí, mujer, lo que tú digas —acepté por agotamiento.
—
Senti? Questa sera, oui. Dans un ristorante,
¿vale?
No, no, elija vocé. Oui, oui, lo conodgo bene.
¿A dos cuartos de
dieci? Va bene. Oui, arrivederci!
—Colgó, resopló y me dijo—: Y ahora,
qué cosa faciamo?
—Por de pronto, hablar como las personas. Luego, seguir perfeccionando mi plan. Lo del productor puede arrojarnos alguna luz, si efectivamente es un asesino; pero no podemos dejar que sean ellos quienes tomen todas las iniciativas. No hay que olvidar que el dinero que me dieron iba destinado a pagar el rescate de una personalidad. Me gustaría saber si verdaderamente ha habido algún secuestro últimamente o si también esto es una patraña. Tú tendrás algún amigo periodista.
—Varios.
—Pues escoge al que más te guste, llámale y dile que tienes que verle urgentemente. Queda con él en un lugar abierto y concurrido: un bar céntrico, por ejemplo.
El bar céntrico aludido al término del capítulo que acabamos de dejar atrás tenía por envidiable ubicación la rambla de Catalunya y, para contentamiento de su clientela y vía crucis de sus empleados, mesas repartidas por el bulevar. En una de las cuales nos aposentamos la Emilia y yo tras haber depositado el coche que aquélla resultó poseer en un parking. Por entre las mesas pululaban mendigos de muy variada laya. Apenas nos hubimos sentado nos abordó uno vestido de dril.
—Si quieren les echo la buenaventura —dijo con cierto desenfado—. No me tomen por un camándulas: hasta ayer, como quien dice, era yo consejero del Banco Industrial del Ebro, BIDESA. Tengo a mi mujer en cama y dos hijos en edad universitaria.
Le dimos un duro y nos dijo que nuestra piedra era el topacio, nuestro día afortunado el jueves y que no compráramos telefónicas por nada del mundo.
—No sabía que la coyuntura fuera tan sombría —comenté cuando se hubo ido.
—¿Dónde has estado metido últimamente? —preguntó la Emilia.
Estimé que no reforzaría nuestra embrionaria alianza si le decía que acababa de salir del manicomio, de modo que mascullé algo y miré hacia otro lado. Al hacerlo advertí que se nos aproximaba una especie de legionario de sexo femenino, cuyo rostro no me permitieron apreciar unas greñas oleaginosas que a la frente y pómulos llevaba adheridas. Sorteaba las mesas con más decisión que puntería y con el hatillo que le colgaba del hombro izquierdo, y que por su forma y volumen bien podía haber contenido un churumbel, iba repartiendo coscorrones entre los desprevenidos parroquianos y derribando botellas y vasos. Al llegar ante nuestra mesa se detuvo en seco, en lugar de venirse de bruces sobre ella, como temí que hiciera, abrazó, besó y zarandeó a la Emilia con más vehemencia de lo que las normas de urbanidad prescriben.
—Hostia, coño —exclamó despatarrándose en una silla y colgando al churumbel del respaldo—, perdonad el retraso. Vengo de entrevistar al director de la Filarmónica de Dresde. ¡Menudo muermo! ¿Sabíais que a Rubinstein no le dejaron tocar en Estados Unidos hasta hace poco porque es mulato? ¡Puta madre, el
establishment
no perdona! ¿Para qué me queríais ver, hostia?
Sin dejarse apabullar, la Emilia me presentó al energúmeno que resultó responder al dulce nombre de María Pandora y que me dio un apretón de manos al que estuve tentado de responder con un rodillazo en el hígado. Cumplido este violento trámite, dijo la Emilia:
—Estamos en un apuro y necesitamos cierta información que tú nos puedes dar, María.
—Por ti hago lo que sea, cariño —respondió la pazpuerca—. Ya me he enterado de que la espichó el Toribio de una sobredosis. Lo siento, de veras. Era un gilipollas. ¿Te ha dejado algún pufo?
—No se trata de eso, al menos directamente. Por ahora no te puedo contar más. Dinos sólo si han secuestrado a alguien importante en los últimos días.