El laberinto de las aceitunas (11 page)

BOOK: El laberinto de las aceitunas
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Mi excusi
—dijo a la Emilia señalándose la entrepierna—:
le gambe tumefacte. Ah, vedo que la signorina vieni colla sua tieta, mi piace, mi piace.

Pasé por alto el sarcasmo y me presenté.

—Soy el agente de la señorita Trash. ¿Habla usted nuestro idioma?

—A fe que lo hablo, y con notable fluidez —dijo el italiano—. Me llaman
il poliglota di Cinecittá.
¿Qué les parece si pedimos? Tengo el estómago en los pies. ¡Eh, tú, Fumanchú, ven acá!

El chino, que se había quedado junto a la puerta, asomó la cabeza, más siniestro que nunca.

—Mira —le dijo el productor—, nos traes un poco de esto y un poco de aquello, que así probaremos de todo. Para beber yo quiero una botella de tinto de la casa; a la señorita me le traes un agua mineral sin gas, y a la carabina, una Pepsi-Cola.

Se retiró sigiloso el chino deslizando una puerta corredera y dejándonos a los tres encerrados en el reservado y sin saber qué decir. Fue la Emilia la que rompió el silencio y lo hizo de un modo harto sorprendente.

—Mire usted, señor —le dijo al productor—, yo no sé quién es usted ni qué quiere de mí, pero puedo asegurarle que esta farsa es innecesaria, porque yo soy ajena a todo este maremágnum. Me he visto involucrada en él a mi pesar y por mi mala cabeza. Lo único que deseo es vivir en paz y no pasar más sobresaltos. Lo que usted busca, según creo, es un maletín que yo robé en Madrid. El maletín está en la consigna del aeropuerto. Puede usted pasar a retirarlo cuando guste y que buen provecho le haga. En cuanto a mi discreción, puede contar con ella: ni sé nada ni aunque lo supiera iría con el soplo a la policía. Lo único que le pido a cambio es que no se vuelva a interponer en mi vida y, de paso, que tampoco le haga nada a este camarada a quien no voy a dejar en la estacada. No creo que después de esto tengamos nada más que hablar. Aquí tiene usted, señor, el resguardo de la consigna.

Rebuscó en su bolso, sacó un ticket arrugado y se lo dio al productor, que se lo guardó en el bolsillo superior de la americana. Yo no sabía qué cara poner.


Carissima signorina
—dijo el productor en tono paternal—, no sé a qué se refiere usted, pero sus palabras me han llegado al corazón. Estoy seguro de que voy a hacer de usted una estrella. Pero antes de hablar de negocios, si ustedes me lo permiten, me voy a lavar las manos. De seguida vuelvo.

Con grandes aspavientos y chascar de articulaciones se levantó el productor y salió del reservado cerrando la puertecilla. Cuando nos quedamos solos di salida a mi justificada indignación con estas duras palabras:

—¿Qué has hecho, bruta?

—Lo que me ha dictado el sentido común. Mi vida es mi vida y hago con ella lo que me da la gana. ¿No quieren el maletín? Pues que se queden con él, caramba.

—Mira tú qué espabilada. ¿Y quién te dice que ahora que han recuperado el maletín no tratarán de eliminarnos para borrar toda huella de sus maldades? ¿No te das cuenta de que mientras teníamos el maletín estábamos a salvo, porque matarnos les representaba darlo por perdido? ¿O te crees que si te hubieran querido apiolar no lo habrían hecho ya sin más trámite? El maletín era nuestra única salvaguardia, pedazo de animal.

Se quedó anonadada ante la contundencia de mis argumentos.

—Tengo la impresión de haber metido la pata —admitió.

—Por supuesto que la has metido. Y ahora salgamos de aquí antes de que los chinos, que deben de ser unos malandrines de mucho cuidado, nos echen el guante.

Enredándome con la falda, a cuyo uso no lograba habituarme, me levanté y la Emilia me imitó. Si en la mesa hubiera habido tenedores y cuchillos me habría armado con ellos, pero sólo había unos palitroques que no servían ni para hurgarse la nariz. Con grandes precauciones descorrí la mampara de papel y me tropecé con el chino de siempre, al que esta vez acompañaban dos de sus congéneres. Pensé que iban a practicar conmigo las vistosas artes marciales que tanto realce han dado a su cinematografía y me cubrí la cabeza y otras partes sensibles como buenamente pude al tiempo que gritaba pidiendo socorro. Habló el chino.

—Perdone que les interrumpa, ¿eh? —advertí que había depuesto su meliflua cadencia y que empleaba un prosaico acento de Sants—, pero el señor aquel que estaba con ustedes, ya saben el que digo, pues que lo hemos encontrado en los servicios, indispuesto.

—¿Indispuesto? —dije yo.

—Todo despatarrado por tierra —aclaró el chino—. Si tendrían la bondad de venir. Yo, es que no quiero líos.

Corrimos en pos del chino y llegamos ante una puerta que decía: CABALLEROS. El chino entró y le seguimos. En el suelo estaba tendido el productor. Me abalancé sobre él y comprobé que respiraba normalmente.

—Sólo está sin sentido. Vamos a echarle un poco de agua.

Lo arrastramos hasta el inodoro, le metimos la cabeza en la taza y tiramos de la cadena. El agua arrastró consigo el peluquín rubio dejando al descubierto una calva lironda.

—Ya reacciona —murmuró el chino—, gracias a Dios.

Entre toses, arcadas y palabrotas volvió en sí el sedicente productor.

—¡Cago en la puta! —fueron sus primeras palabras—. ¿Quién se ha atrevido a ponerme la mano encima?

Dio un bofetón al chino que tenía más cerca y lo envió rodando debajo de los lavabos. Con eso se aplacó un poco su ira y me atreví a acercármele.

—Lo tiene usted bien merecido —le reconvine amablemente mientras le ayudaba a quitarse la perilla postiza de las fosas nasales— por no confiar en mí y por permitirse estos trucos de baja estofa, señor comisario.

—¿Y tú qué coño pintas en todo esto? —bramó el comisario Flores—. ¿No te mandé de vuelta al manicomio?

—Creo que todos nos debemos largas explicaciones, señor comisario. Y ya que hemos encargado una suculenta cena, ¿qué le parece si departimos mientras llenamos la andorga?

En vez de escucharme y quizá para introducir una novedad en su vida, el comisario se registraba sus propios bolsillos.

—Me han robado el resguardo de la consigna —gruñó—. Supongo que por eso venían. ¿Dónde hay un teléfono?

—Aquí mismo, delante de los servicios —respondió el chino sacándose del bolsillo tres monedas para que el comisario no tuviera que efectuar gasto alguno.

El comisario se comunicó con la policía del aeropuerto y dispuso que se mantuviera la consigna bajo estrecha y constante vigilancia. Al que fuese a buscar el maletín, que lo detuvieran
in situ
. Cuando colgó parecía satisfecho de su eficacia.

—No tardarán en caer en el garlito —manifestó. Y dirigiéndose al chino que lo miraba embelesado—: Me han dado un trompazo de muerte; tráeme algo para el dolor de cabeza y di que nos vayan sirviendo la cena.

Regresamos al reservado el comisario, la Emilia y yo, y a los pocos instantes apareció el chino solícito con dos píldoras, un frasquito de linimento Sloan y un paño de cocina. Mientras el comisario se tragaba las píldoras, el chino, con proverbial exquisitez, le hizo unas friegas en la calva. Luego se sentó con nosotros y presionándose la nariz con el pulgar y el índice imitó a la perfección el sonido de un gong, a lo cual entraron en el reservado dos camareros y cubrieron la mesa de variados y exóticos manjares, sobre los que nos arrojamos el comisario, el chino y yo propinándonos capones y codazos para coger los trozos más grandes. Cuando las fuentes hubieron quedado relucientes, el comisario exhaló un hondo suspiro, sacó un puro del bolsillo interior de la americana, lo encendió con parsimonia, aspiró unas bocanadas y procedió a ilustrarnos en los siguientes términos:

—Después de la conversación telefónica que sostuve con aquí el travestí —empezó el comisario señalándome a mí y dirigiéndose a todos en general y a ninguno en particular, aunque no apartaba los ojos de los rotundos atributos de la Emilia—, me apresuré a verificar si el señor ministro con el que nos habíamos entrevistado era genuino, comprobando de inmediato que no y llegando por ende a la conclusión de que habíamos sido víctimas de una engañifa. Supe, no obstante, anteponer a mi lógica furia el frío cálculo que siempre me ha distinguido y empecé a preguntarme qué habría detrás de tan vil ardid. De inmediato acudió a mi mente la imagen del maletín lleno de dinero, imagen que, por lo demás, no me resultó difícil evocar, pues había estado deleitándome con ella en mis horas de insomnio, que con los años y los problemas van siendo cada vez más frecuentes y prolongadas. Ahora bien, y sin que esto deba interpretarse como una visión derrotista de nuestra economía, es mi opinión ponderada que hoy por hoy una cosa que se paga a tocateja y en efectivo tiene que ser por fuerza ilegal. Hirvió mi sangre de sabueso y dirigí sin mayor demora mis pesquisas hacia el cabrón que se había hecho pasar por ministro. Nuestros omnívoros archivos me revelaron que se trataba de un tal Toribio no sé qué, alias Muscle Power, fichado por drogadicto y por pederasta, cosa de la que informo a esta señorita tan guapa para ver si aprende a escoger mejor sus amistades.

Hice como que no me daba por aludido. El comisario se pasó la mano por la cara como si le venciera el sueño, bostezó, dio dos chupadas al puro y prosiguió así:

—A media mañana la investigación estaba a punto de caramelo y este servidor de ustedes, desoyendo el llamado del bocata, el carajillo y la brisca, se personó en el domicilio del interfecto con ánimo de interrogarle. No me fue posible, empero, llevar a término mi propósito, porque el susodicho había estirado la pata unas horas antes. Con el producto de su fechoría se había procurado una ración doble de heroína y se la había atizado sin empacho. Carpetazo a Muscle Power y vuelta a los archivos. Y como no en vano dicen que cuando Dios cierra una puerta abre una ventana y que no hay mal que por bien no venga, di en mis prospecciones con la descripción detallada de esta sustanciosa señorita, cuyos datos figuraban de refilón en la biografía del difunto, junto con ciertas anotaciones subjetivas que había añadido para su solaz el guarro que la redactó. Fue entonces cuando concebí el plan magistral de hacerme pasar por productor cinematográfico, en parte para sonsacar lo que pudiera sin levantar la liebre, en parte porque siempre he tenido esta secreta fantasía y en parte también porque he oído muchas historias de productores y estarlets y no está ya uno para dejar escapar las ocasiones así como así. Cuál no sería mi deleite y, ¿por qué negarlo?, mi frustración, al ver que ella espontáneamente confesaba su delito y me entregaba la prueba palpable, con perdón, e incriminadora. Salí precipitadamente, como recordarán ustedes, a dar las órdenes del caso a los agentes que tengo apostados en la acera y al cruzar este pasillo deliberadamente oscuro y fantasmagórico, no sé si para dar ambiente al local o para ocultar las ratas y cucarachas que deben de pulular por este antro, fui asaltado y golpeado y el resto ya lo saben.

El comisario apagó la colilla del puro en la estera, el chino se deshizo en disculpas y yo me puse a meditar sobre lo que acababa de oír. Concluido este breve entreacto me atreví a preguntarle al comisario si por un casual había dispuesto él un registro en casa de la Emilia.

—¿Un registro? —dijo él aparentemente sorprendido—. No, ¿por qué? ¿Han registrado tu casita, bombón?

—No, no, señor comisario, nada de eso —me apresuré a decir—. Era sólo mi natural afición a las cuestiones procesales.

—Tu natural afición a estar donde nadie te llama es lo que me tiene a mí muy consumido —dijo el comisario mirándome con ojos no tanto iracundos como extraviados—. Ahora mismo te llevo al manicomio y te aseguro… y te aseguro… y te aseguro…

Dio un par de cabezadas y se cayó de bruces sobre la mesa. Me alarmé un poco hasta que comprobé que roncaba apaciblemente. El chino sonreía complacido.

—¿Qué le ha dado? —le pregunté.

—Un par de somníferos —dijo el chino—. En cuanto lo vi entrar me di cuenta de que era un hombre agobiado por las responsabilidades y el ritmo frenético de la vida moderna. Necesita descanso y paz espiritual. El jilguero prudente no hace su nido en el junco de la ribera. Cuando se despierte me lo agradecerá.

Me cuidé mucho de contradecirle, porque en su insensatez me había resuelto una buena papeleta. Le pregunté si no podría prestarme alguna ropa con que sustituir la bata de percal con la que no podía ir por el mundo sin exponerme a un contratiempo y el chino, tras una profunda meditación, me dijo que iba a ver qué encontraba. Cuando nos quedamos solos, dijo la Emilia:

—¿Tú crees que ya se ha terminado todo este follón?

—No —fue mi desalentadora respuesta—. La policía, como acabamos de averiguar, no sabe nada.

—Pero van a detener a los que pretendan recobrar el maletín, ¿no?

—No creo que se presente nadie a reclamar el maletín.

—¿Por qué no? Tienen el resguardo de la consigna.

—Sólo tienen el resguardo de mi gabardina. Cuando vi que te desfondabas te di el cambiazo. Comprende que es mejor…

Sin dejarme terminar me arrojó a la cabeza la tetera, que pude esquivar por un pelo y que fue a hacerse añicos contra la mampara.

—Cálmate, mujer. La policía no va a ayudarnos. Para empezar, el comisario Flores cree que Toribio murió de una sobredosis autoadministrada. Nosotros sabemos que fue asesinado, pero no es el comisario de los que se apean del burro con facilidad. En segundo lugar, está la desaparición de tu amiga María Pandora. ¿Cómo informarle de ella sin meternos y quizá meterle a ella en un buen lío? En tercer lugar… Ah, aquí está el chino.

En efecto, el así designado acababa de entrar y trituraba inadvertidamente los fragmentos de la tetera mientras me mostraba un extraño atavío.

—Es un quimono de mandarín que me pongo las noches de reveillón —nos explicó mientras yo me lo probaba—. El original es de seda carmesí, pero yo preferí un tergal azul marino más sufrido y más fácil de planchar. Fíjese usted, señorita, qué bordados más primorosos en la espalda y las mangas. Lástima que al caballero le quede un poco pequeño.

Insistió en que me pusiera una coleta rematada por un lacito y tuve que acceder para no ofenderle. Era un chino de lo más simpático. Nos contó que su padre era cantonés y su madre de La Bisbal. Se llamaba Aureli Ching Gratacós y era socio del Barça desde 1952. El restaurante le iba bastante bien, aunque notaba la crisis, como todo el mundo. No sabía adónde íbamos a parar, pero no se quejaba, porque los había que estaban peor.

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