El laberinto de las aceitunas (15 page)

BOOK: El laberinto de las aceitunas
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Habíamos dejado las calles populosas y enfilábamos la desierta cuesta que conducía a casa de la Emilia. No era allí donde quería yo ir, pero tampoco tenía pensado otro destino, por lo que no me esforcé en hacerle cambiar de ruta. Sí, en cambio, seguí diciendo:

—Para lo cual te sometió a una estrecha vigilancia, advirtió la prontitud y asiduidad con que yo te rondaba y se barruntó ser yo un agente del Caballero Rosa. Aprovechando nuestra ausencia hizo que sus secuaces, apodados Hans y Enrique, registraran tu piso en busca del maletín, atacaran al comisario Flores en el restaurante chino y pusieran sitio a tu casa. Todo ello, como ya sabemos, en vano. Hasta que, por fin, cuando debían de estar ya al borde de la desesperación, comparecí en la agencia con el tantas veces citado maletín. Ni cortos ni perezosos me echaron el guante, me inyectaron un somnífero para ganar tiempo, repusieron el dinero y abandonaron para siempre jamás, confío, la agencia teatral y sus locas fantasías de hacerse ricos con poco trabajo y riesgo nulo.

—Lo que no entiendo —dijo la Emilia— es por qué no devolvieron el dinero sin el maletín. ¿O pensaban que el Caballero Rosa no se iba a consolar de la pérdida de una Samsonite de imitación que podía comprar por cuatro duros en el Corte Inglés?

—Supongo que querían dejar bien claro que estaban devolviendo el dinero robado en Madrid. Ni sabían quién era el Caballero Rosa ni tenían la seguridad de que yo fuera su agente. El único medio de poner de manifiesto sus intenciones y su arrepentimiento era reintegrar el dinero a su lugar de procedencia, es decir, al maletín. O, al menos, así es como yo lo veo.

Habíamos coronado la calle Dama de Elche y la Emilia aparcó el coche frente a su casa. Más por hábito que por necesidad oteamos el horizonte por si algún coche sospechoso montaba guardia. Sólo el coro de los televisores alteraba la quietud del vecindario. La Emilia apagó el motor, aferró con ambas manos el volante atrancado y recorrió con la mirada la distancia que había entre mis ojos adormilados y el maletín que sostenía sobre las rodillas.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó.

—Ahora te quedas con el maletín y mañana sin falta llamas al comisario Flores, le repites lo que te acabo de referir y le haces entrega del maletín y del dinero. Con esto, si mis cálculos no fallan, habrás puesto punto final a este desafortunado incidente.

—¿Y el Caballero Rosa?

—El Caballero Rosa no sospecha de ti, así que no tienes nada que temer. Por lo demás, lo que a él le interesa es el dinero. En cuanto se lo entregues al comisario Flores quedarás completamente al margen del asunto.

—Y tú, ¿qué vas a hacer? —me preguntó.

Había sonado la hora de las despedidas. Me aclaré la garganta y dije:

—De momento, buscar un sitio donde dormir; y mañana, ya veremos.

—Te recuerdo —dijo la Emilia mirando hacia otro lado, como si hablara con un tercero— que en mi casa sigue habiendo un sofá.

—Y yo te agradezco tu hospitalidad, pero no puedo aceptarla. Durante todo este tiempo no sólo te oculté la verdad con respecto al dinero, sino también con respecto a mi persona y circunstancias particulares. Mi pasado remoto dista mucho de ser ejemplar y mi pasado reciente ha transcurrido entre los muros de un manicomio. No tengas miedo: ni estoy loco ni, aunque lo estuviera, te haría ningún mal. Llevo años tratando de demostrar a las autoridades competentes que me he rehabilitado, pero hasta el momento no he tenido suerte, pese al empeño que en ello llevo puesto. Esto, de todas formas, no viene al caso. Sí viene el hecho de que a estas horas el comisario Flores y un crecido porcentaje de las fuerzas del orden me deben de andar buscando para volverme a encerrar. Es muy posible que habiéndome visto contigo en el restaurante chino te vengan a hacer una visita antes de la madrugada. Esto, que sería ventajoso para ti, porque podrías entregar el maletín y te ahorrarías un desplazamiento engorroso, para mí sería fatal.

—¿Y dónde te vas a esconder?

—Aún no tengo muy perfilados los planes, pero es probable que me enrole en un barco y me marche a América. Allí puedo emprender una nueva vida e incluso adquirir, si los hados me son propicios, un cierto barniz de respetabilidad.

Quiero dejar aquí bien sentado que la indiscreta garrulería a que me estaba entregando no era en modo alguno fruto de la imprevisión; antes al contrario, pues, o no conocía yo al comisario Flores o éste había de sonsacar a la Emilia, con subterfugios de eficacia probada en pieles harto más duras, lo que yo en la intimidad le hubiera confiado acerca de mis proyectos, y pensé que más valdría que la pobre tuviera algo que confesar. Por lo demás, no me importaba demasiado que el comisario Flores supiera de mi derrota, porque no creía que le faltara tanto para la jubilación como para ponerse a seguir mi rastro a todo lo largo y ancho de un continente que tengo por vasto y remoto. Tras lo cual no restaba sino dar las buenas noches y emprender la Emilia y yo nuestros respectivos y divergentes rumbos. Y como siempre he sido de natural sensible y con el decurso de los años este rasgo de mi carácter está adquiriendo ya ribetes de gazmoñería, opté por un adiós perfunctorio, esbocé un gesto escueto y una media sonrisa jacarandosa, abrí la portezuela, salí del coche y sin volver la vista atrás emprendí el descenso por la empinada calle. A mis espaldas oí cómo la Emilia cerraba el coche con innecesaria violencia y cómo sus pasos decididos se perdían calle arriba, en dirección a su hogar.

Capítulo 12:
De la veleidad, o el destino

Caminaba yo muy concentrado en lo que hacía, en parte para alejar de mi mente la tristeza de que la separación la iba impregnando y en parte para no tropezar con los cubos de basura que salpimentaban la acera, cuando recordé que todavía llevaba puesto el traje que don Plutarquete Pajarell me había prestado. Me detuve en seco y me senté en el repecho de una ventana a debatirme en la duda. Por un lado me urgía llegar pronto a un lugar donde pudiera descabezar un sueño, porque la fatiga me vencía y las secuelas de la droga que me habían administrado apenas si me permitían mantener la verticalidad. Por otro, ni siquiera el alma de canalla con que el azar me ha agraciado podía soportar la idea de privar de su única prenda de vestir a un anciano que me había tratado con tanto desprendimiento. Y como sea que al fin entre la llamada del deber y las instigaciones de la conveniencia hiciera mi conciencia que el fiel de la balanza se inclinase a favor de la primera, aspiré a fondo para insuflarme en los pulmones la brisa oxigenada de la noche, me levanté y deshice lo andado hasta coronar la cuesta. No siendo cosa, por lo avanzado de la hora, de despertar al decrépito erudito ni deseando yo tener que repetir unas explicaciones que en nada realzaban mi ya de por sí penosa imagen, forcé la cerradura, me introduje en el portal y a la débil luz que de la calle entraba localicé el buzón de don Plutarquete, lo abrí, me quedé en calzoncillos y no sin trabajos conseguí embutir el elegante terno en tan reducido espacio. Me habría gustado adjuntar una nota de agradecimiento, pero no tenía conmigo recado de escribir ni quería correr el albur de que un vecino trasnochador me sorprendiera garrapateando un billete en paños menores, de modo que cerré el buzón y abandoné el inmueble sintiendo en mis maceradas carnes el relente. Por suerte, el paraje no estaba concurrido y no era probable que se produjera un embarazoso encuentro hasta que, llegado a una calle más céntrica, diera con una boutique mal protegida en cuyo escaparate pudiera pertrecharme. Así que una vez más me disponía a iniciar el descenso cuando advertí que se abría la puerta de la casa de la Emilia y de aquélla salía ésta a la carrera con muestras de gran espanto pintadas en el semblante.

—¡Emilia! —le grité desde la otra acera—. ¿Qué haces aquí?

Reparó en mi presencia, lanzó un grito de sorpresa, corrió hasta donde yo estaba y sin que mediara explicación se echó en mis brazos. A pesar del desconcierto que esta efusión me produjo, no dejé de notar que temblaba de los pies a la cabeza.

—Aún estás aquí —sollozó—. Gracias a Dios, gracias a Dios.

—He vuelto —aclaré— a hacer un recado. ¿Adónde ibas?

—A buscar ayuda. Ha pasado una cosa terrible. Ven.

Me cogió con fuerza de la mano y me arrastró hacia su casa. Quise decirle que no podía entretenerme más, que a buen seguro la policía estaba al caer y que me estaba jugando la libertad si no escurría el bulto sin tardanza, mas era tan patente su desesperación y de tal cuantía que no tuve valor para rehusarme a acompañarla. Y de esta guisa, ella presa de la zozobra y yo en braslip, entramos en el zaguán y subimos en el ascensor hasta el ático, aprovechando yo el trayecto para preguntarle que qué sucedía y tratar de infundirle ánimos con palmadas afectuosas, bien que por toda respuesta a mis palabras y gestos sólo recibí entrecortados plañidos. Me bastó, pese a todo, trasponer el umbral de la vivienda para hacerme cargo de cuál era el origen de su congoja, pues en el suelo del saloncito, que por cierto seguía tan patas arriba como la última vez que lo viera, estaba un cuerpo exánime que de inmediato reconocí pertenecer a María Pandora, la inmunda periodista. A través de las greñas sus ojos vacuos miraban fijamente el techo y de la comisura de sus labios resbalaba hasta el suelo un reguerillo de baba espumosa. Un tufillo de almendras amargas flotaba en el aire y como para acentuar el patetismo de la escena la Emilia lloraba con la cabeza reclinada contra la jamba de la puerta abierta. Le dije que la cerrara para no atraer la atención de los vecinos y le pregunté, de paso, si al llegar había encontrado la puerta abierta o cerrada, a lo que me respondió que entornada y quiso saber que qué diferencia había en ello.

—Ya te lo diré luego —dije—. De momento vamos a cerciorarnos del estado de salud de esta infeliz.

Busqué por entre la zahúrda de sus ropas alguna superficie anatómica que me permitiera auscultarla y habiendo dado con un pedazo de piel en extremo fría y pegajosa apliqué a él mi oreja y contuve el aliento en la esperanza de percibir un leve signo de vida. No viéndose mis esperanzas colmadas, le dije a la Emilia que trajera un espejito que, una vez en mi poder, apreté contra las fosas nasales de la pobre chica. Transcurridos unos segundos me pareció observar una media luna de vaho en la superficie del espejo. Lo limpié con la falda de la periodista y repetí la operación con idéntico resultado.

—No quisiera aventurar juicios —dije—, pero es posible que aún no esté muerta del todo. ¿Sabes practicar la respiración boca a boca?

—En el servicio social me lo enseñó una salmantina que, por cierto…

—Ya me contarás los detalles, que intuyo jugosos, en otra ocasión —le interrumpí—. Ahora ponte manos a la obra mientras llamo a los médicos de urgencia.

Dejé a la Emilia amorrada a su amiga, busqué en la guía el número de los médicos de urgencia y descolgué el teléfono. No había línea. Estiré del cordón del aparato y comprobé que alguien lo había cercenado limpiamente. Sin decir nada volví junto a la Emilia, que levantó la cabeza cuando mis esquemáticas pantorrillas entraron en su campo visual.

—¿Van a venir? —preguntó con ansiedad.

—No. Me han dicho que están en huelga —mentí para no aumentar su desazón—. Sigue con lo que estabas haciendo.

Fui hasta la ventana para ver si la policía o algún cuerpo especializado estaba poniendo cerco a la manzana, pero la calma seguía reinando en el exterior. Que no entre aquellas cuatro paredes, porque la Emilia me hacía frenéticas señas de que acudiera a su lado.

—Ya reacciona —dijo con un hilo de voz.

Efectivamente, María Pandora había entrecerrado los párpados y su garganta se esforzaba por emitir una tosecilla que apenas si merecía el calificativo de gorgoteo. La ausculté de nuevo y sentí un arcano fluir en donde debía de estar la tráquea.

—¿Vivirá? —dijo la Emilia.

—No lo sé —dije yo—. ¿Qué crees que le ha sucedido?

—Que ha ingerido un veneno.

El frenazo de un coche en la calle me hizo dar un respingo.

—Sigue con toda meticulosidad mis instrucciones —dije precipitadamente—: prepara un vomitivo y házselo tragar. Cuando haya vomitado, ve a casa de un vecino y dile que te deje llamar a la policía. Aunque esto último es posible que resulte innecesario, porque la policía, si no me equivoco, está a punto de llegar sin que nadie la llame. Para que luego digan.

Mientras le daba instrucciones me iba dirigiendo a la puerta y preguntándome si desde la azotea podría saltar a los edificios colindantes y burlar el asedio de mis perseguidores. La Emilia, dándose cuenta de la dirección que llevaban mis pasos, me dijo:

—Pero, cómo, ¿te vas?

—Sin perder un instante. Adiós otra vez y buena suerte.

—¡Espera! —imploró la Emilia—. No te puedes ir ahora, por lo que más quieras. No puedes abandonarme en esta situación. Además, yo creía que… ¡Bah, vete a la mierda y ojalá te trinquen!

Sus execraciones me llegaron cuando estaba en el rellano. Cerré sigilosamente la puerta a mis espaldas. Un tramo de escalera de hierro tachonado me condujo a otra puerta de madera hinchada y cuarteada por la humedad. Descorrí un robusto pasador y salí a la azotea. Finalizada sin contratiempos la programación de TVE, el silencio se había enseñoreado del barrio. El cielo estaba encapotado, pero ese resplandor cárdeno y probablemente mefítico que siempre flota sobre nuestra ciudad me permitía ver con bastante claridad. Por fortuna, casi todos los edificios de la manzana tenían una altura uniforme. Me senté a horcajadas en el murete de separación y exploré el terreno con la vista y el oído: nada turbaba la legendaria paz de las azoteas, salvo la brisa que silbaba entre las antenas y los borbotones que en los depósitos de agua producía el continuo tirar de la cadena que suele preceder al recogimiento familiar. A lo lejos parpadeaban seductoras las luces anaranjadas de la ciudad, por cuyas arterias discurría, manso y quedo en la distancia, el flujo incesante de los vehículos a motor. Por alguna razón inexplicable me detuve unos segundos a pensar que ya iba siendo hora de que tratara de sacar el carnet de conducir. Tengo ahora por cierto que de no haber sido por aquel extemporáneo cortocircuito habría proseguido sin parar mi huida, la habría coronado, quizá, con el éxito que a estas alturas creo haberme merecido ya y no estaría seguramente redactando con abuso del diccionario estas edificantes líneas; mas la vida me ha enseñado que tengo un mecanismo insertado en algún lugar impermeable a la experiencia que me impide hacer cuanto pudiera redundar en mi provecho y me fuerza a seguir los impulsos más insensatos y las más nocivas tendencias naturales… Maldije, pues, mi suerte con expletivos que no reproduciré, abandoné mi observatorio, deshice lo andado y, para no molestar, entré en el piso usando la ganzúa. María Pandora yacía en el sofá cubierta con el edredón. Ruido de cacharros me indicó que la Emilia estaba en la cocina. También ella debió de oírme, porque asomó la cabeza, vio que era yo y me dijo:

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