El laberinto de las aceitunas (17 page)

BOOK: El laberinto de las aceitunas
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—A los nueve años de los hechos que acabo de referirle me llegó esta carta. Había sido escrita en Algeciras dos años antes y enviada al instituto donde otros siete atrás yo había ejercido la docencia. De allí la habían remitido al Ministerio donde quedó apresada en los sargazos de la negligencia burocrática hasta que un funcionario más diligente, más compasivo o más malicioso averiguó mis señas y me la hizo llegar a portes debidos.

Abrió el sobre que había estado acariciando con las yemas de los dedos y me tendió unos papeles manuscritos que empezaban a rasgarse por los dobleces. Los desplegué con cuidado, me acerqué al flexo que seguía encendido en el escritorio y cuyo haz de luz se iba encogiendo a medida que invadía la estancia la luz de la mañana, y leí esto:

Repugnante albóndiga:

Desde que me fui de tu lado las cosas me han ido de mal en peor, pero ni un solo día he dejado de bendecir la hora en que te dejé. Mamarracho. El actorzuelo en cuyos brazos me arrojé desesperada era un canalla que me zurraba sin tregua y que me abandonó en cuanto supo que me había quedado embarazada, a pesar de lo cual todavía venero su memoria, porque gracias a él te perdí de vista. Cucaracha. Deshonrada, preñada y sin un duro me dediqué a la prostitución en los retretes de un parador de camioneros hasta que nació mi hija, a la que abandoné en un canastillo a la puerta de una ermita. Me he quedado tuerta, se me han caído los dientes, soy alcohólica y morfinómana; he estado seis veces en la cárcel y cuatro en el hospital de infecciosos. Y todo por tu culpa. Escupidera, felpudo…

Seguían varias cuartillas del mismo tenor literal. Volví a doblar la carta y se la pasé al profesor, que la besó como si fuera una reliquia, la metió de nuevo en el sobre y dijo:

—Disculpe usted su deficiente sintaxis. Mientras duró nuestra unción, cada noche hacíamos una hora de dictado, pero no conseguí que dominara los entresijos de nuestro agilísimo idioma. Pero no es de eso, claro está, de lo que quería hablarle…

Cabeceó para disimular el rubor que hacía su rostro indistinguible de los arreboles del nuevo día y agregó en tono suplicante y quejumbroso:

—Desde que le vi por primera vez me di cuenta de que era usted un hombre de mundo. Usted, sin duda, conoce bien a las mujeres. Dígame una cosa con absoluta franqueza: después de leer la carta que acabo de mostrarle, ¿le parece que puedo seguir esperando que ella vuelva?

—Es imposible vaticinar tal cosa —repliqué diplomático—, pero, por si vuelve, yo de usted tendría preparada la penicilina. Y ya que hemos llegado al turno de ruegos y preguntas, acláreme un punto: ¿qué relación guarda esta emotiva historia con su ya pretérito desmayo?

Por toda respuesta abrió de nuevo el vejestorio el sobre, extrajo de él una fotografía añosa y me la tendió.

—Juzgue usted mismo —dijo.

Era una instantánea tomada probablemente por un anónimo fotógrafo callejero y en ella se veía a una pareja sorprendida en el acto de hacer un corte de mangas a la persona a quien fuera dirigido el memento. Una somera ojeada me bastó para comprender.

—Un prodigioso parecido —comenté.

—El vivo retrato de su madre —corroboró el profesor.

—¿Y el hombre que la acompaña?

—Ese actorzuelo… —masculló el viejales.

Comprobé que la Emilia seguía o aparentaba seguir dormida. Sin dar explicaciones me levanté, fui al cuarto de baño y rompí la foto en minúsculos fragmentos que arrojé al váter. Don Plutarquete me alcanzó cuando tiraba de la cadena y ambos contemplamos mudos cómo el torbellino se llevaba los vestigios del pasado camino del ancho mar.

—Hombre de Dios, ¿qué ha hecho usted? —dijo el anonadado profesor.

—Crea, si quiere, que estoy loco. Muy pocos diferirán de su dictamen. Pero si en algo aprecia a las dos señoritas que entre la paz de estos castos muros reposan, no le cuente a nadie lo que me ha visto hacer ni vuelva a relatar la pesadísima saga que acaba de endilgarme. Por ahora no puedo revelarle más. ¿Me ha entendido?

—No, señor. No he entendido nada y exijo de inmediato una cumplida y convincente explicación.

Miré sin responder el cavernoso desagüe del inodoro, recordé la foto dedicada de Muscle Power que María Pandora ocultaba en el cajón de su mesilla de noche, reviví en la memoria la trágica muerte del actor y no pude por menos de meditar en las coincidencias, laberintos y puzles con que el destino gusta de amenizar sus ocios y complicar los nuestros. Y no excluyo la posibilidad de que de esta reflexión hubiera salido una enseñanza provechosa para mí y de rebote para usted, solidario lector, de no haber interrumpido el curso de mis pensamientos un timbrazo que nos hizo respingar sobresaltados.

Capítulo 14:
Todo mal, todo en orden

Como iba diciendo, un conminatorio timbrazo nos hizo restablecer contacto con el mundo exterior por harto brusco medio. ¿Quién podía ser, a semejantes horas?

—El médico —dijo don Plutarquete, como si hubiera estado leyendo mis pensamientos.

Reconfortados volvimos al saloncito donde la Emilia, arrancada violentamente de su sueño, miraba con desconcierto ora en dirección a la puerta ora a la pareja que de modo tan atropellado y sospechoso salía del cuarto de baño, y desde donde, tras cerciorarse el profesor por conductos electrónicos de que quien llamaba era en efecto el médico, le fue franqueado a éste el paso.

El que a la nobilísima tarea de llevar la salud a domicilio se entregaba resultó ser, en contra de lo que yo me había imaginado por tratarse de un amigo de la Emilia, un distinguido caballero de mediana edad, rubicundo y cachigordo, que desprendía un relajante olor a ajo y desinfectante y que se disculpó por la tardanza alegando que su coche había sido sepultado por un empleado desdeñoso de los privilegios de la profesión en la planta tres del parking donde lo dejaba a pupilaje, a lo que agregó de un tirón, viendo que el recuento de su agravio no despertaba nuestro interés, que dónde estaba el paciente. Aclarada la cuestión, pidió que lo dejáramos solo y se encerró en el dormitorio donde yacía María Pandora. Del que emergió a poco diciendo:

—Todo en orden.

—¿Vivirá, doctor? —preguntó don Plutarquete.

—Por supuesto, por supuesto, siempre que en el futuro se anden con más cuidado. ¿Quién es el padre de la criatura?

—Yo soy —exclamó el viejo historiador hincando una rodilla en tierra y golpeándose el pecho con la diestra— ante Dios y ante los hombres.

El médico lo miró con una mezcla de benignidad y extrañeza.

—Pues que sea enhorabuena —dijo—. El embarazo es perfectamente normal y no creo que se presenten problemas, a menos que su señora vuelva a ingerir cianuro. Por suerte, el vómito provocado seguramente por la propia condición de la paciente impidió que el veneno empezara a producir su efecto. De momento, le he dado un calmante para que repose. No creo que se despierte hasta dentro de veinticuatro horas. Que coma arroz blanco y pollo hervido. Y si surge algún contratiempo, la Emilia sabe dónde y cómo localizarme. ¿Son ustedes de alguna mutua?

Le dijimos que no y que en aquel instante no disponíamos de efectivo, pero que pasaríamos a pagar por su consulta a la mayor brevedad. Y con esta promesa se fue.

Excuso decir que el alivio que nos produjo el optimismo del diagnóstico en modo alguno disipó el anonadamiento en que nos había sumido la noticia de que María Pandora se hallaba en estado de buena esperanza. Y muy en especial a mí, que era el único de los presentes, incluida la propia enferma, que sabía la historia completa de sus orígenes más el enigmático y, a mi ver, polifacético papel que el difunto Muscle Power había desempeñado en la trama. Pese a todo lo cual, no era el momento apropiado para dejarme abrumar por las vueltas que da la vida, por lo que abandoné las cavilaciones y tomé en su lugar la palabra antes de que los pasos del médico hubieran cesado de resonar en la escalera.

—Estoy persuadido —dije— de que tanto ustedes como yo nos estamos haciendo un sinnúmero de preguntas. Por desgracia, a varias de ellas sólo María Pandora puede dar respuesta, así que habrá que esperar a que se le pasen los efectos del sedante. En cuanto a las otras, sólo el tiempo y el azar nos las pueden contestar, y en ambos factores no mandamos. Por todo ello, creo que debemos postergar por ahora nuestras conjeturas y centrarnos en el aspecto práctico de la cuestión.

Miré a mis oyentes y los vi atentos a mi argumentación, impresionados por mi lógica, bastante impactados por mi gallardía, lo que no dejaba de tener su mérito, yendo yo, como iba, en taparrabos.

—Que no ha cambiado —proseguí—, salvo para empeorar. Siempre he sido partidario, no sé si con error o acierto, de resolver por mí mismo los problemas que la suerte ha ido erigiendo a mi paso. Los resultados a la vista están. Esta vez, no obstante, ni soy yo el único implicado en este lío ni son mis fuerzas tales que aun delirante osara medirlas con las de un adversario que a todas luces nos sigue, nos espía y amenaza y lo seguirá haciendo hasta que logre llevar a término sus maléficos propósitos o sea vencido en su terreno.

Advertí que don Plutarquete se rascaba disimuladamente el trasero y opté por abreviar la arenga y pasar de la fase preambular a la dispositiva diciendo:

—De modo que vamos a hacer lo que a continuación expongo: primero, recobrar por enésima vez el maletín que anoche, en la confusión reinante, dejamos olvidado en el piso de la Emilia; segundo, y sin demora, llamar a la policía, y tercero, y esto sólo me afecta a mí, salir chutando antes de que esta última haga su aparición. ¿Alguna objeción o comentario?

Nadie dio muestras de tener lo uno o desear hacer lo otro, por lo que, sin más, me dirigí a la puerta. La Emilia me retuvo asiéndome del brazo y preguntándome que a dónde iba. Le dije que a buscar el maletín y replicó:

—Eso es muy arriesgado. Es posible que la policía o el enemigo o ambos a una vigilen la casa.

—La señorita Trash —abundó el viejo historiador— está en lo cierto. Si le ven entrar a usted y salir con el maletín, su vida no valdrá un adarme. Yo, en cambio, conocido en el barrio y con esta pinta de baldufa, no despertaré sospechas. Déjeme ir y verá cómo no le defraudo.

Mucho me conmovió su ofrecimiento, pero hube de rechazarlo, porque no tenía demasiada confianza en su eficacia, aunque no fueron éstas las razones que le di, sino las siguientes:

—Su puesto está aquí, don Plutarquete: quédese cuidando a María Pandora. Yo tengo, por más que me avergüence confesarlo, una práctica en entrar y salir de las casas sin ser visto de la que usted carece.

—Pues si tú vas —terció la Emilia—, yo te acompaño.

Sea por el cansancio que me tenía muy debilitado, sea porque no sé decir que no a las mujeres guapas, acepté, tras breve debate, su compañía. Con las consecuencias que se verán.

Capítulo 15:
Del amor

Era temprano aún y la calle estaba desierta. La cruzamos en dos zancadas y ganamos el portal sin que nadie nos viera. Mientras subíamos en el ascensor pensé que tal vez debía haberme puesto de nuevo el traje de don Plutarquete, porque si una muerte cierta me aguardaba, no me parecía digno recibirla en tan sucinta indumentaria, pero ya era tarde para rectificar y no había sido mi vida tan honorable que fuera injusto culminarla de vergonzosas prendas ataviado. Ni el trayecto tan largo que pudiera llevar yo más allá mis reflexiones. Conque escrutamos el rellano, abrí una rendija la puerta, asomé cauteloso la cabeza, comprobé que estaban el recibidor y el saloncito deshabitados, acabé de franquear la entrada, hice señas a la Emilia para que me siguiera, penetramos ambos en el piso y cerré. Nada parecía estar fuera de lugar, si por tal cosa se entiende el absoluto desorden que desde hacía varios capítulos imperaba en el otrora modélico hogar. Y de que las apariencias no eran por una vez espejismo de la percepción daba fe el hecho de que allí donde la Emilia lo había dejado, esto es, conforme se entraba en el saloncito a mano derecha, estaba el maletín. Lo cogí del asa y mascullé entre dientes:

—Vámonos.

—No —dijo la Emilia—; ven conmigo.

Fui tras ella hasta el dormitorio, más pendiente de ahuecar el ala sin dilación que de lo que allí pudiera haber de pertinente al caso y, he aquí que, apenas hube traspuesto el umbral del íntimo aposento, la Emilia, con una rapidez y una coordinación de movimientos que ahora, al despiadado foco a que la memoria somete los más remotos, fugaces y, en su día, imperceptibles instantes del pasado, quiero atribuir a un talento natural y no a una larga práctica, cerró la puerta con el talón, me dio un empujón con la palma de la mano derecha que me hizo caer de bruces en la cama y tiró con la izquierda del elástico de los calzoncillos con tal fuerza que éstos, que ya distaban de ser flamantes el día que me fueron regalados por un paciente del sanatorio que, al serle dada el alta, tuvo el gesto magnánimo de obsequiar a quienes habíamos acudido a la reja a despedirle con sus escasas posesiones y salió desnudo a la calle, donde fue al punto detenido e internado nuevamente, perdiendo así, en virtud de un solo acto, la libertad, el ajuar y, de paso, la magnanimidad, se rasgaron como velamen que amarrado al mástil deshace la galerna, dejándome desnudo, que no desarbolado. Mas no terminó con eso el episodio, cosa que, por lo demás, lo habría hecho inexplicable, sino que, no bien me hube revuelto en el colchón tratando, si no de averiguar la causa o el propósito de la agresión, sí al menos de rechazarla, la Emilia, que se había desprendido de parte de sus ropas con una celeridad que sigo negándome a imputar a la costumbre, se me vino encima, me estrechó entre sus brazos, no sé si en un arranque de pasión o para impedir que le siguiera dando los puñetazos que yo le propinaba convencido, en mi desconfianza y bajeza, de que una mujer que se arroja sobre mí habiéndome visto el físico y conociendo la situación real de mis finanzas necesariamente ha de hacerlo con dañinas intenciones, y me convirtió en sujeto pasivo al principio, activo luego y ruidoso siempre de actos que no describiré, porque opino que los libros han de ser escuela de virtudes, porque no creo que el lector necesite más datos para hacerse cargo de lo que allí advino y porque, si a estas alturas todavía no se da por enterado, será mejor que cierre el libro y acuda a una casa, cuya dirección le puedo proporcionar, donde por una suma razonable le satisfarán su curiosidad y otras apetencias de mucha más baja índole. Tras lo cual, y habiendo encontrado la Emilia en el cajón de la mesilla de noche un paquete de cigarrillos, fumamos.

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