El laberinto de las aceitunas (19 page)

BOOK: El laberinto de las aceitunas
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—A la fregona que nos sorprendió anteayer en casa de María Pandora.

Di un salto y al tomar tierra advertí, como cualquier varón que desee reproducir el experimento comprenderá fácilmente, que iba desnudo.

—¿Estás segura? —dije mientras me ponía la gabardina que en su momento había tomado a préstamo precisamente en casa de la periodista, porque no me parecía bien andar en cueros en presencia de la Emilia, ya que, después de lo acontecido entre nosotros un rato antes, mi descoco habría podido interpretarse como una manifestación de familiaridad a la que distaba yo mucho de considerarme autorizado.

—Nunca digo una cosa por otra —replicó ella— y soy muy buena fisonomista.

—¿Dónde te la has tropezado?

—Yo salía del supermercado y ella estaba plantada en la esquina, comiendo patatas fritas de una bolsa. De vez en cuando levantaba la cabeza y miraba calle arriba y calle abajo, como si estuviera esperando a alguien.

—¿Te ha visto?

—Me parece que no.

En ese punto intervino don Plutarquete para pedirnos que le aclarásemos de quién estábamos hablando. Le puse en antecedentes y dije al concluir:

—El que esa arpía estuviera anteayer en casa de María Pandora y hoy aquí no puede atribuirse a mera coincidencia. Estoy convencido de que si damos con la fregona, daremos con la chica. Emilia, ¿recuerdas el dato que te dio tu amigo sobre el coche en que se nos escapó esa farsante?

—Sí: una empresa de aceitunas rellenas.

—Busca en la guía de teléfonos el domicilio social de esa empresa. Rápido.

La dejé en ello, abrí el paquete que había traído del colmado y me puse a comer un bimbollo con ruidosa voracidad.

—¿No será —me interrumpió don Plutarquete para preguntar— demasiado tarde?

—Confío en que no —dije rociándole de migas—. Si hubieran querido liquidar a María Pandora, lo habrían hecho aquí mismo. Me huelo que sus intenciones no son buenas, pero que antes de ponerlas en práctica tratarán de recuperar el maletín. No me chocaría, incluso, que nos propusieran un canje. Pero —acabé de engullir el bimbollo y rebusqué en el paquete por si la Emilia había tenido el detallazo de comprar una Pepsi-Cola, comprobando que no— nos vamos a adelantar. El que pega primero pega dos veces. Tengo un plan. Y, por favor, denme un vaso de agua para que me pueda tragar este engrudo.

La Emilia vino muy ufana con la dirección de la empresa. La aprendí de memoria sin esfuerzo, me ceñí el cinturón de la gabardina e hice ademán de marcharme. Me preguntaron que a dónde iba y les dije que allí.

—Yo le acompaño —dijo el bravo historiador.

—Y yo también —dijo la Emilia.

Volvimos a pelearnos y acabamos yendo los tres, no sin antes haber convenido en que la Emilia esperaría fuera en el coche para facilitar la huida, si procedía, por más que alegase ella ser injusto que, como mujer, siempre le tocara quedarse en el coche, respirando hidratos de carbono y otra nociva emanación, mientras los hombres gozábamos del elemento épico, a lo que respondimos que sí, que tenía razón, pero que así era el mundo.

Capítulo 17:
Del dinero

Al hilo del mediodía llegamos a la puerta del edificio en el que la empresa olivera tenía su sede. Tratábase de un importante rascacielos de sólo cuatro pisos, toda proporción guardada, sito en la confluencia de la Vía Augusta con no recuerdo ya qué calleja del barrio de Tres Torres. La fachada, recubierta de vidrios reflectantes y ornamentada con protuberancias de acero inoxidable, semejaba, al chocar con ella los rayos del sol, lo que simbolizar quería: una antorcha del progreso. Siendo, como al parecer era, una fábrica de aceitunas rellenas, yo había esperado encontrarme con una suerte de bodega o chamizo en cuyos aledaños pacieran borreguillos, pero sé que mi concepto de la economía patria es algo bucólico y no me sorprendió demasiado el mentís que los hechos dieron, rotundos, a mis anacrónicas fantasías. Estos pensamientos y otros resumió acertadamente el cascado erudito en esta frase:

—¿Dónde coño nos estamos metiendo, amigo mío?

A lo que no supe qué responder, ni siquiera para mis adentros. Pero no era cosa de echarse atrás, por lo que hicimos ambos de tripas corazón y avanzamos hacia la palaciega entrada.

Antes de que las puertas del edificio se deslizaran sumisas ante nuestra presencia, accionadas por una célula fotoeléctrica que, avizora, nos vio llegar y, diligente, se puso en funcionamiento, tuve ocasión de ver reflejado en las pulidas lunas el triste espectáculo que ofrecíamos. Cuando nos disponíamos a salir de su casa, había decidido don Plutarquete que no podía comparecer ante el enemigo con el pijama hecho jirones sin grave merma de su dignidad, por lo que la Emilia le había dado unas puntadas con tan poca maña que ahora los pantalones apenas si le llegaban a media pantorrilla; por su parte, la chaqueta había quedado tan menguada que el pobre viejo tenía que andar todo el tiempo con los brazos en cruz, so pena de reventar sisa y hombreras. Yo, con la gabardina, estaba un poco más presentable, salvo que hasta el más obtuso observador podía percatarse de que nada cubría el piloso segmento que mediaba entre el borde del faldón y unos zapatos de charol que don Plutarquete había desenterrado de un armario y que, sobre estar cubiertos de moho y champiñones, me apretaban tanto que me veía forzado a moverme con profusión de remilgos y filigranas.

Esta impresión, si no otra peor, debimos de causarle a la recepcionista que, dotada de unas tetas ciclópeas, de las que de haber podido se habría desprendido, por no hacernos nuestro porte merecedores de tan halagüeña bienvenida, se nos aproximó con un contoneo no exento de firmeza y nos indicó con una mano la salida mientras con la otra hacía señas a un fornido conserje para que nos disuadiera, si nos mostrábamos obstinados, de incumplir su sugerencia. No me pasó desapercibido el pistolón que el conserje llevaba colgado al cinto y me puse a observar con redoblado empeño la apetitosa delantera de la recepcionista para aprovechar en algo grato los últimos instantes que tal vez de vida me restaban, diciendo a la par que lo hacía:

—Ave María purísima. Disculpe usted que lleguemos con retraso a la cita, pero el chófer es nuevo. Sírvase avisar al dueño de que ya estamos aquí.

Se detuvo perpleja ante esta perorata y se rascó la nuca, provocando con este gesto un desplazamiento de volúmenes que me obligó a mirar el pistolón del conserje para no dar al traste allí mismo con mi ingenioso plan, piedra angular del cual era fingir el displicente desdén por lo mundano que caracteriza al magnate ahíto de mimos y placeres.

—¿Con quién —preguntó al cabo— están ustedes citados?

—El Consejo de Administración, en sesión plenaria, aguarda nuestra visita —dije con falsa modestia—. Sírvase conducirnos a la sala de juntas, si la hay.

La recepcionista atajó con una mirada al conserje, que se había colocado a nuestra espalda y preguntaba:

—¿Les doy candela?

Y dijo:

—Si tienen la bondad de darme su tarjeta, se la haré llegar al señor secretario.

—Tal cosa —dije yo— no podrá ser, porque en el aeropuerto se han extraviado nuestras maletas. Me río yo, por supuesto, de la pérdida material. Máxime cuando lo principal sigue obrando, como puede usted ver, en nuestro poder.

Abrí como quien no quiere la cosa el maletín, dejé que sus ojos se empaparan de la visión del dinero que contenía y lo volví a cerrar. Cuando me miró a la cara no sólo había mudado de expresión, sino que le había aumentado visiblemente el perímetro torácico.

—Tengan la bondad de seguirme —balbuceó.

Aproveché, como tenía por costumbre hacer en los últimos tiempos, el trayecto del ascensor, para rumiar cuán poderosa palanca es el dinero y cuántas puertas nos puede abrir, cuántas cadenas romper, cuántas percepciones nublar y cuánta malquerencia trocar en carantoñas. La verdad es que nunca, en todos los años que llevo zascandileando por este árido valle, me he visto en posesión de vil metal, como los que no lo quieren bien lo llaman, y no estoy, por lo tanto, autorizado para pontificar sobre los efectos deletéreos que quienes lo conocen le atribuyen. De la ambición y la avaricia puedo hablar, porque las he visto de cerca. Del dinero, no. Precisamente, como sé por experiencia, sirve para evitar a los que lo tienen el pringoso contacto con quienes no lo tenemos. Y con toda honradez confieso que no me parece mal: los pobres, salvo que las estadísticas me fallen, somos feos, malhablados, torpes de trato, desaliñados en el vestir y, cuando el calor aprieta, asaz pestilentes. También tenemos, dicen, una excusa que, a mi modo de ver, en nada altera la realidad. No es por ello menos cierto que somos, a falta de otra credencial, más dados a trabajar con ahínco y a ser dicharacheros, desprendidos, modestos, corteses y afectuosos y no desabridos, egoístas, petulantes, groseros y zafios, como sin duda seríamos si para sobrevivir no dependiéramos tanto de caer en gracia. Pienso, para concluir, que si todos fuéramos pudientes y no tuviésemos que currelar para ganarnos los garbanzos, no habría futbolistas ni toreros ni cupletistas ni putas ni chorizos y la vida sería muy gris y este planeta muy triste plaza.

Nuestro peregrinar por alfombrados pasillos, de cuyas revueltas, encrucijadas y entreveros procuré levantar croquis mental por si había que desandarlos sin guía y a la carrera, finalizó ante una puerta que, a diferencia de las de cristal esmerilado que flanqueaban los pasillos citados al inicio de este párrafo, parecía compuesta de caoba u otra lustrosa pasta y no conducía, como nos fue dado advertir al sernos aquélla abierta, al sanctasanctórum de la empresa, sino a lo que debía de ser una sala de espera para visitantes de linaje, a juzgar por su suntuosa decoración consistente en sofás de cuero, candelabros de bronce y una mesa de mármol en cuyo centro se alzaba, majestuosa, una aceituna de basalto como de metro y medio de altura, rematada por un engarce de pedrería que en manos del escultor se había convertido en perfecta imitación del pimentón y la anchoa.

Con un dedo acabado en una uña roja y puntiaguda que en el contexto se me antojó amenazadora, apuntó la recepcionista a uno de los sofás para que en él tomáramos asiento y nos preguntó, cuando lo hubimos hecho, que cuál era nuestra gracia, a lo que respondí:

—Dígale usted al señor consejero delegado que están aquí don Vellocino y don Becerro. Él sabrá.

Desapareció la real moza tras un cortinaje que debía ocultar otra puerta, pues de lo contrario habríamos oído el quebranto de sus huesos contra el muro, y nos quedamos solos don Plutarquete y yo, ocasión que aprovechó aquél para susurrar a mi oído:

—Esto es una ratonera, mi querido amigo.

Iba yo a decirle que concordaba en todo con su dictamen, pero que se abstuviera de hablar, no hubiera micrófonos ocultos, cuando se descorrió de nuevo el cortinón dejando paso a un señor que frisaría la cincuentena, vestido con un terno azul oscuro y de entre cuyas insípidas facciones sólo merecía la pena destacar la presencia de un bigote de trazo tan rectilíneo que al pronto me hizo pensar que se le había subido una oruga a la cara, noción que enseguida rechacé de plano por estimarla incompatible con la graveza de un financiero de pro. El señor, ajeno a todo ello, se había llegado hasta nosotros y nos tendía una mano, bien para que se la estrecháramos, bien para que admirásemos el anillo de oro que refulgía en el meñique. Don Plutarquete y yo hicimos ambas cosas y el señor dijo:

—El gusto es mío. Soy don Santiago Pebrotines, secretario del Consejo. Los señores consejeros les recibirán de inmediato.

Tras lo cual giró sobre sus talones y se dirigió de nuevo a la cortina. Visto del revés parecía más viejo. Lo que no le impidió sostener con un brazo el cortinón para que pasáramos sin despeinarnos a la pieza contigua, que era una sala rectangular y de tamaño considerable. Cuando digo considerable quiero decir ciento veinte metros de largo por cuarenta de ancho y siete de alto. Las paredes, en las que no había ventana ni abertura alguna al exterior, salvo unos paneles enrejados por donde el aire acondicionado ronroneaba, estaban cubiertas de un material lustroso, de un dorado desvaído, como hojaldre bañado en melaza; el suelo lo estaba por una moqueta espesa, tornasolada, y el techo por una prieta formación de tubos fluorescentes que emitían un resplandor blanquecino y, en algunos casos, parpadeante. En un extremo de la sala brincaba un surtidor al que unos reflectores en perpetua rotación teñían de todos los colores del arco iris. Por último, en el centro geográfico de la sala había una mesa muy larga de formica o malaquita, yo no sé, a la que se sentaban no menos de doce prepotentes caballeros cuyas caras se me confunden en el recuerdo, probablemente porque estaba yo entonces muy nervioso. El caso es que, siempre precedidos por nuestro acompañante, recorrimos la distancia que nos separaba de la mesa de juntas, ante la cual nos detuvimos y doblegamos las cervices en prueba de sumisión y respeto.

A esta salutación respondió cada uno de los allí congregados conforme a su talante y su concepto de la etiqueta: quién con una ligera inclinación de cabeza, quién agitando jovial los cinco dedos de la mano, quién adoptando el adusto semblante de la desconfianza. Cumplido esto se instauró un gélido silencio apenas si aliviado por la rítmica tilde de una tosecilla o un disimulado gargajo, y en el curso del cual fuimos objeto de inspección, juicio y seguramente sentencia condenatoria por parte de todos los presentes, hasta que don Santiago Pebrotines, que no se había separado de nuestra vera, acertó a murmurar:

—Enséñeles el dinero y verá qué contentos se ponen.

Abrí el maletín y exhibí, con una mezcla de grandilocuencia y sorna con que el prestidigitador, tras haber mostrado al público una caja vacía introduce en ella el valiosísimo reloj de que un espectador, no sin reservas, le ha hecho entrega, añade dos huevos, un conejo y la cabeza seccionada de un asistente, vierte en ella sus propias micciones y tritura luego con un mazo el heterogéneo batiburrillo, abriendo luego la caja y dejando salir de ella, para desencanto de quienes esperaban ver gotear una amalgama putrefacta, una paloma blanca, los fajos de billetes. A la vista de los cuales y después de unos segundos de estupor, se pusieron a hablar todos al unísono, unos a gritos y otros en tono plañidero, dando manotazos en la mesa y levantando los brazos para recabar, cada uno, la atención de los restantes, confundiendo en la barahúnda la titularidad de los puros que humeaban en los ceniceros de cristal e introduciéndoselos por los más insospechados orificios, agitando papeles, fotocopias, escrituras, balances, memorias, cuentas de pérdidas y ganancias, estudios financieros, actas y minutas, haciendo trompetillas con los más solemnes documentos y soplando en ellas por las fosas nasales en un conmovedor intento de provocar nuestra hilaridad, esparciendo por la moqueta cacas de cartón, moscas de plástico, lagartijas de goma y otros artículos de broma de éxito social garantizado, atiborrándose de pastillas de diversos colores, tamaños y propiedades, sufriendo o simulando infartos, anginas de pecho, caquexias, trombosis y apoplejías, echando al aire ambas piernas a la vez para expeler ventosidades más exhaustivas y armando, en suma, tal bullanga que parecía que el techo se iba a venir abajo y el suelo a ceder bajo nuestros pies. Y no sé cuánto rato habría durado la algarabía ni cómo habría terminado si en un determinado momento no hubiera sonado un penetrante pito que restableció el orden como por ensalmo.

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