Read El laberinto de las aceitunas Online
Authors: Eduardo Mendoza
—Doblan las campanas —dijo la voz—, retumban las cajas, un cometa surca el cielo, los ciegos oyen, los mudos ven, el Duero fluye contracorriente, en Granada hablan por la noche los reyes moros, parió una mula en carnestolendas: hay presagios. Grandes sucesos se avecinan. Pebrotines, prepare el vídeo.
Volvió a zumbar el motorcillo y del suelo emergió una consola cuyas puertas, al abrirse propulsadas por un muelle, pusieron de manifiesto lo que parecía ser un televisor.
—Japonés —informó la voz.
Si bien, claro, no estaba yo interesado en semejantes precisiones y sí mucho en cavilar de qué modo salir de allí si, como profetizaba la voz, iba a producirse un acontecimiento de cierta trascendencia. No hará falta que diga que durante el rollo que nos estaban clavando había estado yo explorando el terreno por si de algún adminículo podía servirme a guisa de arma, llegado el caso, ni hará falta que diga que mi escrutinio había resultado estéril, toda vez que no había en el gabinete, por no haber, ni siquiera una mala lámpara de bronce, una escribanía de mármol, un cuadro de repujado marco u otro objeto arrojadizo con el que fracturar, con suerte y tino, un cráneo. Ni tenía, como en otras ocasiones apuradas he tenido, bolsillos en los que uno, si busca bien, siempre acaba encontrando basurillas que en momentos de necesidad pueden hacer un buen papel. Y puesto que no hay como las emergencias para aguzar el ingenio, di en rebuscar en las faltriqueras del único indumento que llevaba, esto es, la gabardina, aun cuando tenía por cierto no haber en ellas nada. Mas cuál no sería mi sorpresa al tropezar mis dedos con un objeto cuadrado de mínimo tamaño y casi nulo espesor que no recordaba yo haber puesto allí ni que estuviera cuando tomé de la prenda posesión. Ponderé, pues, cómo podía haber ido a parar aquella cosa a tal lugar y llegué a la conclusión de que dos días antes, o quizá más, había dejado la gabardina en el guardarropa del restaurante chino y que sin duda quien lo atendía debió de deslizar en el bolsillo de aquélla una caja de cerillas de recuerdo o propaganda, donde de fijo constaría el nombre del establecimiento, su dirección, y algún loor con que tentar al cliente. De forma que, a modo de experimento, abrí el maletín, saqué un billete de cinco mil, encendí una cerilla y lo prendí. Como no pasara nada, repetí la operación. Al tercer billete se cortó el programa de televisión y la voz dijo:
—¿Qué está usted haciendo?
—Estoy quemando los billetes de uno en uno —respondí— y lo seguiré haciendo hasta que se avenga usted a parlamentar.
Para demostrar que hablaba en serio, encendí otro billete.
—¡Deje usted ahora mismo el dinero en paz! —bramó la voz.
—Si no hay trato, no hay dinero.
—¡Están ustedes en mi poder!
—Sí, pero el maletín lo tengo yo —repliqué— y aún me queda un montón de cerillas.
Hubo un silencio que aproveché para encender otro billete.
—¡Espere! —dijo la voz—. Parlamentemos.
—Parlamentemos.
—¿Qué quieren?
—Salir de aquí con bien, que nos entregue a María Pandora sana y salva y una paga extra para todos los empleados de la empresa.
Esto último, como se puede suponer, me traía sin cuidado, pero en el mundo de los negocios siempre hay que pedir un poco más de lo que se quiere para la cosa del regateo.
—Deme cinco minutos para pensarlo.
—Le doy dos.
Pasó un tiempo que nadie se tomó la molestia de cronometrar y dijo la voz:
—Está bien. Acepto sus condiciones. Deje el maletín sobre la mesa y caminen hacia la puerta con las manos en alto.
—Y un jamón. Hasta que María Pandora, don Plutarquete y un servidor de usted no estemos a salvo, yo no suelto el maletín.
—Puedo hacer que mis hombres lo reduzcan por la fuerza.
—Y yo puedo empezar a encender los billetes de cinco en cinco.
—Este tío está loco —masculló la voz en un aparte.
—Libertad o cenizas —dije yo.
—No se precipite —instó la voz—. Voy a impartir las órdenes oportunas. Pebrotines, que traigan a la chica. No, a ésa no, a la que tenemos metida en la caja fuerte. Y ustedes tengan un poco de paciencia, que la caja es de efecto retardado y el personal, para mi desgracia, también. ¿Quieren que mientras tanto les pase
Emmanuelle contra los tontos de Almendralejo?
—Bueno.
Mientras en la pantalla del televisor una chica se ganaba arduamente su jornal, don Plutarquete se deslizó hasta mi lado y me cuchicheó al oído:
—No me fío ni un pelo de esta gente.
—Yo tampoco, don Plutarquete, pero no pierda la calma y haga lo que yo le diga. Tengo un plan.
—Cielos —exclamó el escaldado profesor.
Transcurrió un rato, al término del cual se abrió la compuerta de metal y alguien arrojó un fardo al suelo del gabinete. Antes de que pudiésemos reaccionar, la compuerta se cerró de nuevo. Corrimos hacia el fardo y vimos que se trataba de María Pandora, envuelta en el edredón de la Emilia que, a esas alturas, estaba ya que daba pena verlo.
—Hija mía, hija mía —se puso a sollozar don Plutarquete—, ¿qué te han hecho estos perillanes?
Todavía bajo los efectos del sedante, la periodista roncaba con envidiable placidez.
—¿Están satisfechos? —preguntó la voz.
—Mucho —dije yo—. Ahora a ver cómo arreglamos lo de la salida.
—Eso es bien sencillo: dos ordenanzas van a entrar en el gabinete. Les vendarán los ojos y los conducirán a ustedes a la salida. No opongan ninguna resistencia. Cuando estén en la calle, los ordenanzas les quitarán las vendas y ustedes les entregarán el maletín. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dije yo. Y a don Plutarquete, muy por lo bajo—: ¿Se ve usted con ánimos para cargar a María Pandora?
—Creo que sí.
—Pues cójala en brazos y prepárese para echar a correr.
—¿Y usted?
—Pierda cuidado.
La compuerta metálica se abrió una vez más y en el vano se recortaron las siluetas de dos matones de elevada estatura y anchos hombros, que llevaban las respectivas cabezas cubiertas por sendos capirotes. Me puse de espaldas a la puerta, abrí el maletín, encendí varias cerillas a la vez y apliqué la llama a los billetes, que se pusieron a arder como sólo el papel bien sobado sabe hacerlo. Al darse cuenta de lo que acababa de hacer, los dos esbirros se me vinieron encima. Cerré la tapa del maletín, lo mantuve cerrado una fracción de segundo y lo volví a abrir: una espesa nube de humo maloliente invadió el gabinete.
—¡Arree, don Plutarquete! —alcancé a gritar.
El viejo historiador se había echado al hombro el cuerpo exánime de María Pandora y salió zumbando mientras los matones tironeaban del maletín y trataban de arrearme un cate. Con una habilidad adquirida en mi más tierna infancia, perfeccionada en mi vida civil y refrescada ocasionalmente en el manicomio, donde la convivencia, ya se sabe, ocasiona roces y malentendidos, acerté a propinarle a un matón un puntapié en muy crítico vértice, de cuyo nombre, por deferencia, hago gracia al lector.
—¡Guay de mis cojones! —exclamó, menos recatado, el matón.
El otro ya me atenazaba la garganta y me alzaba en vilo. Esto y el humo me sofocaron. Y no sé en qué habría parado la trifulca si unas válvulas que asomaban del techo y en las que yo no había reparado con anterioridad no se hubieran convertido en otras tantas duchas frías, a todas luces accionadas por la presencia del humo, ni se hubieran puesto a desparramar agua en todas direcciones. Le largué un puñetazo al que me acogotaba. Como tenía éste las dos manos dedicadas a estrangularme y, para colmo, el capirote remojado le obstruía la visión, no pudo defenderse. El otro se abalanzó sobre nosotros, bien que hecho un cuatro y sin dar muestras de excesivo entusiasmo. Le di con el maletín en toda la cara y se retiró a un rincón. No sé si todo pasó más deprisa de lo que lo cuento o si lo cuento más deprisa de cómo pasó. Es igual. El caso es que sonaba una sirena y se oían voces que gritaban ¡fuego!, ¡fuego!, y se preguntaban mutuamente que cuál era el número de los bomberos; que el agua, al entrar en contacto con el tendido eléctrico, provocaba cortocircuitos que, a su vez, engendraban nuevos incendios; que los mensajes que el télex transcribía con pulcra letra en leguas de papel se habían transformado en una hoguera; que en el vaivén de la pelea acabamos por darle un trompazo al televisor, cuyo bulbo estalló abriendo un boquete en la pared, y que, sabe Dios cómo, logré zafarme de las zarpas del matón y atravesé en dos saltos la antecámara y el pasillo hasta llegar a la sala de juntas, que los consejeros habían evacuado con muy buen criterio, donde hallé a don Plutarquete despatarrado en una silla, jadeando y diciendo:
—Ya no tengo edad para estos trotes.
Aturdido por los golpes, asfixiado, empapado y con los pelos refritos, tuve aún la santa paciencia de cargar a María Pandora y de gritarle al vejete:
—¡Sígueme, so pelmazo, que nos va la vida en ello!
Todo el mundo, por fortuna, parecía haberse olvidado de nosotros. La alarma había cundido por el edificio entero y los bomberos habían hecho acto de presencia, inundando las dependencias a manguerazos y destrozando con sus hachas cuanto se les interponía. Sin ser molestados salimos al corredor, lo recorrimos y aguardamos a que llegara el ascensor. El ascensor, por supuesto, había dejado de funcionar y nuestra suerte habría sido incierta de no haber hecho en aquel instante su aparición la opulenta recepcionista, que, creyéndonos aún clientes distinguidos, arrostraba los mayores peligros para sacarnos incólumes de la vorágine. En pos de ella descendimos trastabillando por una escalera tenebrosa, en uno de cuyos recodos, dicho sea de paso, alcancé a pegarle un pellizco, y ganamos primero el vestíbulo y luego la calle, donde se apiñaba una muchedumbre formada a partes iguales por los empleados de la empresa y por morbosos transeúntes que esperaban con delectación ver aparecer cuerpos calcinados y otros espectáculos de mal gusto.
No me pasó desapercibida, con todo, la presencia conspicua de varios coches-patrulla y, no deseando un encuentro con la policía, por razones que no hace falta explicar, y teniendo otros asuntos más apremiantes que atender, me despedí de la recepcionista, me adentré en la masa de mirones, siempre con María Pandora en brazos y don Plutarquete pegado a los talones, y emergí por el otro lado sin llamar la atención.
No sé qué agudeza me hizo divisar en una esquina no demasiado distante el coche de la Emilia. Hacia él nos encaminamos y en él nos metimos, de cualquier modo hacinados. La Emilia, reparando en los andrajos en que se había convertido nuestra ropa y en los tiznones que nos desfiguraban el físico, prorrumpió en exclamaciones y preguntas, protestando a la par por nuestra tardanza y por la viva inquietud que le habíamos hecho padecer.
—En su tiempo y sazón —dije cortando el flujo de sus condolencias— te explicaremos lo que ha pasado. Ahora es imperioso que salgamos de aquí sin demora.
La Emilia puso en marcha el coche y, con ayuda del volante, le hizo seguir una caprichosa trayectoria hasta que nos hubimos cerciorado de que nadie nos seguía. Aprovechando el respiro que este paseo nos daba, pusimos a la Emilia al corriente de las vicisitudes por las que habíamos atravesado y dimos rienda suelta al alborozo que sentíamos por haber salido con bien de la aventura y por haber rescatado a María Pandora. Como fuese que, pese a la alegría imperante, una lágrima se desprendiera de mis pestañas, nunca aterciopeladas y ahora casi inexistentes por efectos del incendio, y cavara un surco en la máscara de hollín que me cubría, preguntó la Emilia que cuál era la causa de mi pena, a lo que respondí que era el recuerdo del maletín sacrificado lo que me hacía llorar.
—Vamos, vamos —dijo ella—, siempre supimos que ese dinero no nos pertenecía.
—Es verdad —hube de convenir—, pero es el caso que le había tomado cariño.
No añadí, por vergüenza, que en algunos momentos había caído en la debilidad de fantasear sobre el uso que, de ser otro mi sino, habría dado al capital que durante tanto tiempo había tenido entre las manos, o incluso a fracción del mismo, sobrante, según mis cálculos, para desenredar, merced a los servicios de un buen abogado, el embrollo judicial que condicionaba mi vida, adquirir un modesto habitáculo, comprar ropa y dar a mis pasos un nuevo derrotero. Pero la rueda de la fortuna, después de someterme a tanto afán y de haberme mostrado aquí y allá fogonazos de esperanza, me volvía a dejar proscrito, impecune y desnudo y, por si eso no bastara, aquejado de la más abyecta autocompasión. Pugné, pues, por alejar de mí tan lúgubres pensamientos, suspiré y le di un empellón a la cabezota de María Pandora que, apaisada sobre nuestras piernas, me estaba dejando entumidas las ingles. Tras lo cual recuperé mi talante habitual y pasamos a ponderar las contingencias a que aún nos hallábamos expuestos, conviniendo los tres en que lo primero que teníamos que hacer era llevar a María Pandora a puerto seguro, no sólo porque su estado precisaba de reposo y atenciones, sino también porque cargar con ella era una lata y un entorpecimiento.
—Pero ¿dónde la vamos a meter? —preguntaron al unísono el profesor y la Emilia.
—Eso —dije— ya lo tengo yo pensado.
Aunque el sol seguía estando alto y todos los relojes señalaban aproximadamente las tres y veinticinco, Cándida dormitaba ya contra su farola. Alguien le había dicho que a esa hora menudeaban las posibilidades de hacer unas pesetillas, porque los empleados de banca, al concluir su jornada, gustaban de resarcirse de los sinsabores del trabajo con los esparcimientos que mi hermana trataba de suministrar a módico precio. Pero no debía de ser así, porque el sórdido callejón estaba vacío cuando mi sombra se adentró en él. Cándida, a quien el paso de los años, la endeblez congénita y las variopintas enfermedades que sus escasos clientes le contagiaban habían vuelto algo miope, advirtió que alguien se aproximaba, pero ni mi borrosa forma ni el aire de familia que caracteriza mis andares le permitieron columbrar mi identidad. De modo que enderezó la figura y se esforzó tanto por dar a su corpachón un sinuoso contorno, que acabó por perder el equilibrio y pegarse una costalada contra el pavimento. Corrí en su socorro y le pregunté que si se había hecho daño.
—¡Puta leche! —respondió la ingrata—. De poco me mato y encima resulta que eres tú. ¿De dónde sales? No, no me lo cuentes. Prefiero no saberlo. Ay, Dios, que me parece que me he roto un hueso.