Read El laberinto de las aceitunas Online
Authors: Eduardo Mendoza
—¿No sería un sueño?
—También los sueños son vehículo de la tentación. De muchacho soñé una vez que iba en un tranvía lleno de gente. A mi lado había una moza. Desperté hecho un pantano.
—Nos ocurre a todos.
—Puede ser. Pero esta vez no era pesadilla. Me levanté, me eché el agua de la bolsa en la cabeza, hice flexiones. Ni por ésas. La voz seguía perforándome los tímpanos, lasciva. Desde entonces la he estado oyendo, casi a diario.
Volvió a flagelarse y hube de retirarme para que no me alcanzase un latigazo.
—Y esa voz, ¿qué decía? —le pregunté.
—Algo horrible —dijo el monje interrumpiendo la azotaina—. No lo puedo repetir.
—En tal caso, no insisto.
—Insista —me rogó el monje.
Insistí y volvió a pegar los labios a mi oreja.
—Échale guindas al pavo —cuchicheó.
—¡Qué notable! —dije.
—Si quiere, le presto el cinturón.
—¿Era una voz de mujer? —pregunté.
—¡Y de tronío!
—¿Me permite que me acueste en su catre? Es sólo para hacer una prueba.
—Sírvase usted mismo —dijo el monje—. A mí, pecado más, pecado menos…
Me tendí en el catre, formado por tablas de madera de pino cubiertas por un jergón, y recosté la cabeza en una almohada de arpillera rellena de garbanzos crudos.
—No oigo nada —dije.
—Espere un poco —dijo el endemoniado.
Esperé unos minutos hasta que, de pronto, percibí claramente la voz inconfundible de Lola Flores. Me levanté como impulsado por un resorte.
—¿Lo ve usted? —dijo el monje en tono triunfal.
Enarbolaba ya el cinturón para descargarlo sobre mis costillas, pero lo detuve con un gesto imperioso y me puse a examinar atentamente la pared contra la que se adosaba el catre. No tardé en encontrar un boquete de un centímetro de anchura entre dos piedras. Apliqué la oreja al boquete y oí la coplilla con patente claridad.
—¿Adónde da esta pared? —pregunté.
—A la ladera del monte —dijo el endemoniado—. El monasterio está edificado en una cornisa natural. La fachada norte linda con la pendiente.
—No se vaya. Vuelvo en un periquete.
Salí al pasillo y al tercer intento encontré la capilla. La Emilia estaba sentada en un banco, mirando embobada la llama del cirio. Levantó la cabeza cuando me oyó llegar. Había estado llorando.
—¿Tú crees —dijo— que se puede cambiar la manera de ser de las personas?
—No tengo la menor idea —respondí—, pero a guisa de consuelo te puedo informar de que he encontrado la catacumba.
De regreso hacia la celda del monje endiablado pregunté a la Emilia si ella, a su vez, había encontrado algo que a su entender resultase interesante o divertido.
—Sólo una cosa —dijo— me ha chocado: la despensa está por completo desprovista de comestibles, pero, en cambio, he encontrado hasta doce cajas de tónica Schweppes.
—Ya es mala suerte —exclamé, pensando en la bacanal a que habría podido entregarme si en vez de la bebida citada a los monjes les hubiera dado por acaparar Pepsi-Cola—. ¿Y de dónde crees que habrán sacado estos santos varones un producto tan incompatible con sus morigeradas costumbres?
—No tengo la menor idea. Por eso precisamente te lo cuento —dijo la Emilia.
Habíamos llegado ya a la celda del endemoniado y entramos sin llamar. Al ver a la Emilia, el monje se deshizo en protestas; pero acabó por aceptar de buen grado la intrusión de la chica e incluso se atrevió a pedirle, no sin cierta timidez, que tuviera la amabilidad de flagelarle, a lo que se negó ella en redondo, diciendo que por quién la había tomado. En este punto intervine yo rogando al monje que se dejara de niñerías y que, si quería sernos de alguna utilidad, fuera de celda en celda despertando a sus correligionarios y convocándolos a la mayor brevedad en el lugar en que nos hallábamos, primero porque no quería andarme metiendo en catacumbas que no eran mías sin que estuvieran presentes sus legítimos dueños y, segundo, porque no sabía lo que en aquéllas nos aguardaba y pensaba que no estaría de más contar con refuerzos, aun cuando no fuera precisamente una aguerrida banda de samuráis aquella pía congregación. Esto último, por supuesto, no se lo dije al voluntarioso endemoniado, que partió raudo a cumplir la orden, usando una de las páginas del kempis enrollada a modo de cornetín.
Así librados de su presencia me puse manos a la obra. El camastro, como ya he dicho antes, era de madera, pero tenía unas barras de hierro que sujetaban las patas y que, una vez arrancadas, me sirvieron de palanca. Repiqueteando con ellas amplié las ranuras que había entre las piedras del muro hasta que quedó espacio suficiente para introducir las dos barras y ejercer presión con el cuerpo sobre ellas. Se tambaleó la piedra. Volví a la carga y al cabo de unos minutos de forcejeo y transpiración conseguí que se desprendiera el bloque y dejara una abertura por la que cabía mi cuerpo y aun el de alguien más rechoncho. Tuve que proteger con la mano el pábilo de la vela para que la corriente de aire no extinguiese la llama. Entregué la vela a la Emilia y metí la cabeza por el hueco: un vaho fétido me ofendió las narices y la voz de Lola Flores me acarició los oídos. El resto era niebla.
—Pásame la vela —le dije a la Emilia.
Haciendo pantalla con la mano introduje la vela que la Emilia me dio. A su palpitante claridad me fue dado ver un recinto ovalado del que arrancaba un túnel. La luz era incierta y hube de esperar a que mis ojos se habituaran a la penumbra para averiguar que lo que había tomado al principio por un perchero era en realidad un esqueleto pavoroso. Sin la menor prontitud de ánimo deslicé por el hueco hombros, tronco, caderas, glúteos y extremidades y me personé en el recinto que acabo de describir. Un examen más atento del esqueleto me reveló un cartelito que éste llevaba colgado del cuello y que rezaba: Fray José María, 1472–1541, y esta piadosa leyenda: que usted lo pase bien. A los pies del esqueleto aún se podían distinguir retales putrefactos de lo que en el siglo debió de ser su vestidura talar.
Casi se me cae la vela al suelo cuando sentí una mano posarse en mi antebrazo. Era, sin embargo, la Emilia, que se había reunido conmigo.
—Vuelve a la celda —le dije— y espera a que lleguen los monjes.
—¿Tú vas a entrar ahí? —preguntó señalando el túnel.
Le dije que sí.
—Pues voy contigo —afirmó.
—Seguro que hay ratas —le advertí.
—Se esconderán cuando te vean —fue su cariñosa respuesta.
Sin llevar el asunto más lejos nos adentramos en el túnel cogidos de la mano. A diestra y siniestra se abrían nichos en los que despojos humanos se entregaban al último descanso. No sólo ratas, sino ovillos de gusanos, enjambres de moscardones y miríadas de murciélagos animaban el local con su presencia. El aire era casi irrespirable. La voz de Lola Flores había dejado paso a la de Julio Iglesias que entonaba
De niña a mujer,
y otros indiscutibles
hits,
a cuyos acordes hasta los esqueletos parecían balancear alegremente sus cóncavas pelvis. El túnel se hacía a veces tan angosto que teníamos que avanzar de perfil o a cuatro patas. Luego se abría en un nuevo recinto en el que se arracimaba otra promoción de difuntos. En todo momento, empero, el túnel ascendía hacia lo que, según mis cálculos, debía de ser la cumbre de la montaña.
Llevábamos caminando un largo trecho cuando la Emilia me apretó la mano y susurró:
—¡Mira!
Miré hacia donde me indicaba y vi que uno de los esqueletos llevaba puesta una camiseta en la que figuraban estampados un escudo y estas letras: PRINCETON UNIVERSITY BASKETBALL TEAM. De la mano le colgaba un pompón hecho de serpentinas amarillas.
—¡Qué cosa más rara! —exclamé.
—¿Quién habrá cometido semejante profanación? —dijo la Emilia.
—Pronto lo vamos a averiguar —dije yo.
Proseguimos la marcha y acabamos tropezando con una pared de ladrillo que cegaba el túnel. Una simple ojeada me bastó para comprobar que los ladrillos eran de imitación y que en los vértices que la pared formaba con el túnel no había polvo ni telarañas.
—Es una puerta secreta —dije—. Lástima que no se me haya ocurrido traer el hierro.
—Yo lo he traído —dijo la Emilia mostrándome el útil.
—Vaya —mascullé al ver la expresión de suficiencia con que me lo ofrecía.
Nuevamente me entregué a la ingrata tarea de descerrajar lo que a todas luces había sido construido para frustrar a curiosos y amigos de lo ajeno. La falsa pared parecía ser de acero y no creo que hubiera logrado más que agotar mis ya exiguas fuerzas si por casualidad el hierro no hubiera tocado algún mecanismo que hizo que la pared se deslizara por unos rieles y desapareciera en el techo del túnel. El resplandor de varios tubos fluorescentes nos dejó momentáneamente deslumbrados.
—¿Dónde estamos? —me preguntó la Emilia, que había vuelto a agarrarme la mano.
—En un pasadizo que comunica la catacumba con algo —dije en cuanto recobré la visión.
Estábamos, efectivamente, en un corredor de construcción reciente, en cuyo suelo se amontonaban herramientas manuales, sopletes, martillos hidráulicos y baterías portátiles: restos del instrumental utilizado para horadar el pasadizo. En una revuelta se apilaban cajas de tónica Schweppes.
—Esto es lo que bebían los obreros que excavaron el corredor —deduje en voz alta—. Los monjes debieron de encontrar en algún lugar las cajas que tú viste en la despensa y las guardaron por no saber si el líquido sería potable o no. Y allí están los altavoces por donde mana el hilo musical. Un fenómeno acústico, que podría explicar quien de esto entendiera, hace que los cantantes suenen en la celda del monje. Pero estas aclaraciones, aunque certeras, no despejan la incógnita principal, salvo que aceptemos que alguien emprendió una obra de tal envergadura con el único fin de sembrar la confusión en el alma de un beato.
—Legal —dijo la Emilia.
—Pues sigamos —dije yo.
Seguimos por el nuevo corredor acompañados de un cortejo de murciélagos y ratas que aprovechando la salida por nosotros practicada habían decidido emigrar de su elemento natural. Caminando siempre hacia arriba desembocamos en lo que parecía un vestuario de gimnasio, a cuyos costados se alineaban armaritos metálicos cerrados por candados irrisorios. Forcé uno y abrí la puerta del armarito. En el dorso de aquélla había pegadas la foto en color de una rubia en cueros y varias postales. Dentro del armario una percha sustentaba una bata blanca. En el suelo había unas botas de goma y en una repisa unos guantes de un material rígido; no como se ponen las prendas de mala calidad después de dos o tres lavadas, sino rígido de origen. De un gancho colgaba una como escafandra de plástico transparente.
—Los fantasmas —dijo la Emilia—. Los fantasmas que vi en el monte.
Si esta explicación humana a lo que en su momento pudo parecerle una visión sobrenatural tranquilizó a la Emilia o no, no lo sé. Sí, en cambio, sé que a mí me produjo un considerable desasosiego. Lo ignoro casi todo, pero he visto el número suficiente de películas como para saber que la vestimenta que acabábamos de encontrar es la habitual en quienes operan con materiales radiactivos u otras cosas malas, y me pregunté si la gabardina, idónea para las aguas de abril, sería protección suficiente contra los rayos corrosivos a que quizá muy pronto habríamos de vernos expuestos.
—Emilia —le dije—, no sigas.
No sé cuál habría sido su respuesta, pues antes de que tuviera ocasión de formularla se abrió una puerta e irrumpieron en el vestuario cinco hombres en calzas y camiseta de punto, que, al vernos, exclamaron al unísono:
—
What the hell is this?
La asiduidad con que en mis épocas de libertad he frecuentado las Ramblas y sus arterias aledañas me permitió comprender que aquellos hombres hablaban en inglés, de modo que traté de recordar aprisa y corriendo lo que de este idioma, siempre ansioso por ensanchar mi horizonte cultural, había conseguido aprender años atrás y a las mientes me vinieron unas pocas palabras cuyo significado, si alguna vez lo supe, había olvidado y de cuya secuencia sintáctica, para mayor desgracia, no estaba muy seguro, pese a lo cual las dije tratando de imprimir a mi voz el tono más cordial.
—
Fuck, shit, ass, spot, and milk twice.
Hecho lo cual, y por si aquel intento de aproximación no bastaba para disipar las reservas que los recién llegados pudieran abrigar acerca de lo recto de mis intenciones, arrojé la barra de hierro a la cabeza del más corpulento, giré sobre mis talones y arrastrando a la Emilia me di a la fuga en dirección a la catacumba.
Poco duró, sin embargo, la ventaja que el factor sorpresa nos proporcionaba, ya que, apenas los cinco individuos se hubieron repuesto de su estupor, cambiaron entre sí truncas frases guturales, salieron pitando detrás de nosotros y nos dieron alcance en el cuarto de las herramientas, donde me había detenido a buscar frenéticamente la vela que confianzudo había tirado por no estimarla ya necesaria y sin la que no me veía con ánimos de adentrarme de nuevo en el truculento túnel. Y de fijo nos habrían apresado y quién sabe si arrojado a las fauces flamígeras de una caldera o turbina para que nos calcináramos entre horrorosas convulsiones si en aquel preciso instante no hubiera surgido del prolongado sepulcro la comunidad religiosa en pleno con el padre prior a la cabeza, el cual, viéndonos objeto de agresión, no dudando de qué lado estaba la virtud y de qué lado el vicio y poseído de la temeridad que la inocencia confiere a quien la practica con ganas, se abalanzó sobre nuestros perseguidores, quienes, paralizados por la perplejidad que lógicamente les producía aquella carga de monjes bravíos, no atinaron a reaccionar hasta que ya los santos varones les hubieron caído encima con revolotear de sayas, ondear de barbas y crujir de huesos. Dando gracias al cielo por aquella providencial ayuda con la que, a fuer de sincero, no había contado y siempre acompañado de la Emilia, que, pese a su manifiesto resentimiento para conmigo, o quizás espoleada por él, se había propuesto seguirme hasta el fin del mundo, eludí la zarabanda y volví sobre mis pasos, dejando que los religiosos se las entendieran con los protestantes.
Del vestuario que en forma tan precipitada habíamos tenido que abandonar y a donde regresamos sin ser molestados, arrancaba una escalera de caracol por la que subimos hasta llegar a un descansillo espacioso, en una de cuyas paredes había un ventanal al que con prudencia nos asomamos y a través del cual vimos lo siguiente: una sala circular casi tan grande como una plaza de toros de pueblo, que tenía por techo una cúpula de metal tachonado de unas tuercas tan voluminosas como mi cabeza, que lo es mucho, de cuyo centro al borde se abría como un gajo de mandarina por el que apuntaba al firmamento un telescopio monumental, de cuya boca por un momento pensé que iba a salir disparada aquella célebre mujer-cañón con la que en mis tiempos de calavera salí un par de veces y a la que hube de dejar por razones de salud y prestigio. Y no se piense que era el telescopio la única maravilla que el recinto contenía, pues había en él un despliegue de aparatos electrónicos de cuya adquisición jamás habría creído yo capaz a un país aporreado, como bien sabemos, por la inflación, el desempleo, la anemia pecuniaria y otros males aún peores, así como tableros de control, contadores no ya de la luz y el gas sino de más importantes fenómenos, aparatos de muy variada laya para los que mi precario léxico no tiene locución y numerosas pantallas de televisión, menor la mínima que la palma de mi mano y mayor la máxima que una sábana matrimonial. Creo que con esto el inventario está completo.