El laberinto de las aceitunas (22 page)

BOOK: El laberinto de las aceitunas
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—No será nada, mujer —le dije mientras tiraba de sus pelos quebradizos y apelmazados para ayudarla a levantarse—; unos moretones que aún realzarán más tus atractivos.

Se sacudió la falda apolillada para desprender las mondas de mandarina que se le habían adherido, resopló un rato y dijo luego con voz recriminatoria:

—Me dijiste que ibas a volver en un par de horas y han pasado varios días. ¿Qué te habría costado telefonear? ¿Qué has hecho con mis pestañas postizas? ¿Qué haces con la cara pintada de negro y la ropa hecha jirones?

—Cándida, me han pasado historias sin cuento —le dije—, que ahora no tengo tiempo de referirte. La verdad es que estoy en un apuro y necesito tu…

—Gud bai.

—…generosa y espontánea ayuda. Déjame que te explique: hay una chica…

—¿Todavía no te has ido?

—…que no se encuentra bien. Y no por mi culpa. Yo no tengo nada que ver con ella, aunque te confieso que no me importaría tenerlo e incluso, ¿quién sabe?, reformarme por su amor y crear un hogar y una familia.

Hice una pausa para que pudiera intercalar algún exabrupto, pero guardó silencio, de lo que deduje que ya había mordido el anzuelo. Y es que es mi hermana, pobre ángel, de una facilidad casi irritante.

—Si estás en un apuro —dijo al fin—, tengo una amiga que tiene muy buena mano y que te hará un precio especial si vas de mi parte.

—Me has entendido mal, Cándida. La chica está enferma en el buen sentido de la palabra. Mejor dicho, ha sufrido un accidente y no tiene adónde ir. Y me he dicho que quizás en tu casa, un par de días…

—¿No se me morirá en la cama?

—Es un roble.

—¿De veras vas en serio con esta chica?

—Cándida, ¿te he mentido alguna vez?

—¿Dónde la tienes? —balbuceó Cándida hecha mieles.

—En un coche, a dos pasos de aquí.

Apenas si cabíamos los cinco en el cubículo que a mi hermana servía de morada y la atmósfera, ya de por sí poco oxigenada, se iba cargando de un olor a humanidad que de fijo no había de hacerle ningún bien a María Pandora, a la que mi hermana, para colmo, hacía objeto de un amplio surtido de mamolas, caricias y besuqueos.

—Ay y ay y ay y ay —me iba diciendo—, pero qué remona te la has buscado.

El profesor y la Emilia me miraban con malos ojos. Les dirigí un guiño para darles a entender que había tenido que inventar una excusa, pero la cosa no parecía cuajar, por lo que dije:

—No perdamos más tiempo y tratemos de buscar una salida a este atolladero. Hemos asestado un duro golpe al enemigo, pero con eso, lejos de neutralizar su satánico potencial, no hemos hecho más que exacerbar su inquina. Es obvio que el dinero era parte de un plan. Nada nos dice, sin embargo, que la pérdida de aquél impida la consumación de éste. Todo me indica que estamos a un pelo de saber qué plan es ése y, por ende, de poderlo frustrar. Sólo así, les recuerdo, conseguiremos acabar con la amenaza que ahora más que nunca se cierne sobre nosotros.

—No digo que no lleves razón en lo último que has dicho —dijo la Emilia—, pero no veo que estemos tan cerca de saber cuál es el plan, cuándo se llevará a cabo ni en qué lugar.

—En la catacumba de los muertos sin nombre —dijo una voz a nuestras espaldas.

Dimos todos una vuelta tan brusca que en lo reducido del espacio culminó en traspiés y coscorrones. María Pandora se había incorporado y aunque fijaba en nosotros una mirada de alarma, que el cuadro que componíamos sin duda justificaba, era patente que no nos veía. Diría que corrimos a su lado si el aposento hubiera permitido tan atlética actividad. Zarandeé a don Plutarquete, que se aprestaba a improvisar alguna cursilería y dejé que la Emilia se encargara de la periodista, cosa que hizo en estos términos:

—María, ¿me reconoces? Soy yo: la Emilia.

Le atusó el pelo, le acarició las mejillas y se puso a darle unos besos que interrumpí con una tosecilla cuando dejaron de ser mera terapéutica para convertirse en filete sin paliativos. La Emilia recobró la compostura y prosiguió diciendo:

—No tienes nada que temer, María. Estás entre amigos, en sitio seguro. Y preñada, para más datos.

—Me cago en la leche, coño —dijo María Pandora—. Hostia.

—Ya vuelve en sí —anunció la Emilia.

—Pregúntele quién es el padre —dijo el viejo historiador.

—Pregúntale antes —dije yo— que a qué se refería con eso de la catacumba.

La Emilia repitió la pregunta que yo le había sugerido, pero la periodista se limitó a proferir nuevas e incisivas expresiones y cayó luego en un profundo sopor.

—Ya no vamos a sacarle nada más —dijo la Emilia.

—Fina, lo que se dice fina, no es —añadió mi hermana mirándome con cierto desaliento.

—Es la medicación —dije yo.

Y sentándome en el suelo con las piernas encogidas, que no daban las dimensiones de la pieza para otra pose, apoyé la frente en las rodillas y compuse una desolada estampa.

—¿Por qué se nos desinfla usted ahora, amigo mío? —me preguntó el anciano historiador agachándose a mi lado.

—Porque —respondí— estábamos a punto de obtener una información valiosísima y nos hemos quedado con las ganas.

—No dé tan pronto su brazo a torcer —replicó el profesor—. Es cierto que sabemos poco, pero no tan poco que con una bibliografía bien seleccionada no podamos ver la luz.

Se incorporó y le dijo a mi hermana con gran prosopopeya:

—Refinada señorita, ¿me permite echar un vistazo a su biblioteca?

Abrumada por el donaire, Cándida depuso su endémica tacañería y entregó a don Plutarquete una fotonovela intitulada
El mejillón voraz
y un folleto sobre las virtudes alimenticias de las féculas del doctor Flatulino Regoldoso.

—Quizá no sea suficiente —dijo el viejo historiador con exquisito tacto—. Amigo mío, ¿podría usted llegarse a una librería y adquirir un mapa y una guía turística?

Más predispuesto al desánimo que a la exaltación, me fui a las Ramblas y pispé de un quiosco un mapa de carreteras y una guía de museos y monumentos de Catalunya. Ya de regreso, el profesor nos rogó que guardásemos silencio y se enfrascó en la lectura de aquel material. A los pocos minutos gorjeó:

—Eureka.

Acudí a su vera y me mostró una página de la guía en la que aparecían reseñados un museo de alhajas falsas, una pinacoteca privada abierta al público los martes de 5 a 7, un monasterio románico y unas ruinas ibéricas abundosas de huesecillos y cascajos. Quienquiera que hubiera redactado el texto no dejaba traslucir un excesivo entusiasmo por ninguna de aquellas cuatro mecas culturales. Estaba por decirle al profesor que no captaba la pertinencia de la cosa, cuando mis ojos tropezaron con un párrafo referente al monasterio que rezaba así: «… las excavaciones iniciadas por la Generalitat allá por los años treinta, quién sabe si con fines de profanación, no permitieron encontrar la catacumba que la tradición asigna a este insulso monasterio. Ulteriores intentos de que la fundación Ford financiase las obras sólo han recibido sardónicas respuestas, por lo que dichas excavaciones no se han podido proseguir. Las arquivoltas del claustro carecen…».

—Maestro —exclamé—, ¿cree usted que estamos sobre la buena pista?

—En ciencia —pontificó don Plutarquete— nunca hay que echar las campanas al vuelo. Yo, con todo, osaría afirmar…

—¿Y dónde está situado —me apresuré a preguntar viendo que se avecinaba una perorata— este monasterio?

—Cabe el pueblo de Sant Pere de les Cireres, al que da nombre, que no lustre. Páseme el mapa de carreteras.

Localizamos el pueblo en el mapa y calculamos que nos llevaría tres horas plantarnos allá, si la autopista no estaba colapsada.

—Pues, ¡en marcha! —grité sintiéndome remozado.

Era de cajón que la Emilia tenía que acompañarnos, ya que el coche era suyo y sólo ella sabía conducir y estaba licenciada para hacerlo y que, por consiguiente, Cándida tenía que quedarse al cuidado de María Pandora. Temí que se negara a permanecer en casa con grave quebranto de su negocio, pero no fue así.

—Cuando hay fútbol en la tele —nos explicó—, la clientela se esfuma.

Recordé, no sin nostalgia, que aquella noche retransmitían el España-Argentina. Otra vez, pensé, será.

Capítulo 21:
Todo sube

Como la autopista estaba despejada, el coche tiraba que era maravilla y la Emilia se reveló como una avezada conductora, aunque agotada por las emociones del día, por una noche pasada casi en vela y, sin ánimo de fanfarronear, por el tute que nos habíamos pegado unas horas antes, dio algunas cabezadas que de poco ponen brusco fin al periplo, la primera parte del viaje se desarrolló en los más placenteros términos. Declinaba la tarde y los postreros rayos del sol acentuaban el fresco verdor de los campos rozagantes, la ajamonada rojez de la tierra y el ascético gris de los montes lejanos, cuyas cumbres la niebla cercenaba. Idílico telón que mucho nos serenó el ánimo a los tres, y muy en especial a don Plutarquete, que no había salido del asfalto en largo tiempo y no daba crédito a sus ojos.

—Hay que ver —iba diciendo cada dos por tres— lo que ha cambiado este paisaje. Hace treinta años, por ejemplo, aquella acacia no existía. Y qué carretera más suntuosa. No tenemos nada que envidiar a los gabachos.

Por fortuna, cayó víctima del mal que aqueja a muchos viajeros y se quedó dormido poco antes de llegar al primer peaje. La Emilia, aprovechando la ocasión, me pidió que le siguiera contando qué había sido de aquel primer amor que en el confesionario del colchón había empezado a relatarle esa misma mañana.

—La vida —dije— se encargó de separarnos.

—Eso —dijo la Emilia— es una trasnochada tergiversación.

Le señalé la conveniencia de reponer combustible.

—Ya veo —dijo— que no quieres hablar. No seré yo quien te acuse de cobardía. A todos nos cuesta reconocer que en un instante ya irrecuperable lo apostamos todo a una sola vuelta de la ruleta antes de aprender las reglas del juego. Yo también creí que la vida era otra cosa. Luego se sigue jugando, se gana y se pierde alternativamente, pero ya nada es igual: las cartas están marcadas, los dados están cargados y las fichas sólo cambian de bolsillo mientras dura la velada. La vida es así y es inútil calificarla de injusta a posteriori.

Le pregunté si se quería casar conmigo. Me dijo:

—Creo que tienes razón.

—¿En qué?

—En que hay que poner gasolina.

Dio un giro tan brusco que casi me dejo los dientes en el cambio de marchas y se metió en la veredita que llevaba a una estación de servicio, donde se enzarzó en una discusión técnica con el sujeto malencarado que nos atendió. Yo aproveché la tregua para hacer uso de los servicios y afanar de una máquina media docena de chicles que nos endulzaron el resto del viaje y nos mantuvieron ocupadas las mandíbulas.

Era noche cerrada cuando llegamos a Sant Pere de les Cireres. El último tramo del recorrido había consistido en un continuo subir, revirar y dar aullidos por una carretera pina, sinuosa y umbría que se adentraba en un macizo montañoso agreste, solitario y neblinoso. El pueblo consistía en una calle perpendicular a la ladera del monte y, por ende, peraltada en grado sumo. Las casas eran de piedra y no parecían habitadas. El viento traía de muy lejos olor a ganado y a leña quemada y el ladrido sincopado de algún perro. Unas bombillas sin pantalla que pendían de cables tendidos entre tejado y tejado y que el viento bamboleaba a su antojo proyectaban una luz cenicienta que hacía revolotear sombras fugaces en los jirones de niebla.

—Fíjense ustedes —comentó don Plutarquete— qué de rincones pintorescos encierra nuestra geografía.

Sin prestar la menor atención a sus simplezas, aparcamos el coche delante de la taberna y entramos a preguntar dónde estaba el monasterio. Tras el mostrador no había nadie y a nuestros gritos respondió una voz proveniente de la trastienda, que nos invitó a pasar. Franqueamos una cortina hecha de chapas de San Miguel y nos encontramos en un salón de regulares proporciones, que presidía un televisor desde un podio tapizado por la
senyera.
El tabernero colocaba sillas en semicírculo frente al televisor.

—Perdonen que no les atienda —dijo—, pero tengo que terminar de montar el proscenio antes de que empiecen a llegar.

—¿A llegar quién? —pregunté.


Collons,
la gente.

—¿Y cada día monta y desmonta usted el tenderete?

—Lo que me empreña de los turistas es que hay que explicárselo todo —hizo sociología el tabernero—. Me cago en el que inventó el turismo. ¿Ustedes de dónde vienen?

—De Barcelona.

—Ésos son los peores: los de Barcelona. Y los franceses. Los peores.

—Permítame que le ayudemos con las sillas —dije yo.

Acabamos de armar el anfiteatro entre los cuatro y el tabernero contempló el montaje con manifiesta satisfacción.

—Lo peor, además de los franceses y los de Barcelona, ha sido cargar con el televisor —nos contó—. Ustedes no saben lo que pesa. Antes tenía uno en blanco y negro que pesaba menos. Pero éste, como es en color, pesa el doble. Vengan, les convido a una cerveza por haberme ayudado.

Pasamos al mostrador, abrió un cerveza, rellenó tres copitas de jerez y se bebió el resto a morro.

—Salud, salud —dijimos nosotros.

—Los días normales —dijo el tabernero respondiendo a la pregunta que le habíamos hecho media hora antes— la televisión está allí, en aquella repisa. El que viene y toma algo la puede ver gratis. Cuando echan un programa especial, cobro un poco más la consumición. Me parece justo.

—Lo es —corroboré.

—Pero hoy, como el partido es a las dos de la mañana, pensé que aprovecharía para hacer cena con espectáculo. A mil pelas el cubierto y, aunque no se lo crean, ya están todas las mesas reservadas. A las diez y media empiezo a servir: sopa de letras, butifarra y mató. A las doce, copita de champán. Luego, discos solicitados. Y a las dos, a ver el partido. El que no pague el cubierto completo, no ve el partido. Yo había pensado encargar gorros y espantasuegras al recadero, pero mi señora me dijo: Miquel, no te compliques la vida. Así que nada de frivolidades.

—¿Por qué dan el partido a las dos de la mañana? —preguntó don Plutarquete.

—Porque lo retransmiten vía satélite desde no sé dónde. Desde Francia, supongo.

—¿Y quién juega? —volvió a preguntar don Plutarquete, que siempre estaba en Babia.

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