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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El lamento de la Garza (67 page)

BOOK: El lamento de la Garza
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—¿Qué debo hacer?

Mai se acuclilló junto a Hiroshi y le colocó una mano en la frente.

—¡Ay! Está helado. Mirad, así calentamos a los enfermos en la Tribu —Mai se tumbó a un lado del herido y apretó su cuerpo suavemente contra él—. Colocaos al otro lado.

Shigeko obedeció, y notó que el calor de su propio cuerpo se trasladaba al de Hiroshi. Ambas muchachas se mantuvieron pegadas a él, sin dirigirse la palabra, hasta que la temperatura del enfermo empezó a subir de nuevo.

—Y así curamos las heridas —añadió Mai en voz baja. Tras apartar a un lado los vendajes, lamió los cortes en carne viva y escupió saliva en las heridas. Shigeko la imitó, notando el sabor de la sangre de Hiroshi, ofreciéndole la humedad de su propia boca como si ambos se estuvieran besando.

Mai anunció:

—Va a morir.

—¡No! —respondió Shigeko—. ¿Cómo te atreves a decir una cosa así?

—Necesita que le cuiden adecuadamente. No podemos dedicarnos a él día y noche. Deberíais estar luchando, y yo tengo a otros hombres que atender que tienen más posibilidades de sobrevivir.

—¿Cómo podemos conseguir que la batalla termine?

—A los hombres les encanta luchar, pero hasta los más feroces llegan a cansarse, sobre todo si están maltrechos —miró a Shigeko, situada al otro lado de Hiroshi—. Si herís a Saga, perderá las ganas de luchar. Lastimadlo tan gravemente como al señor Hiroshi, y deseará salir corriendo a toda prisa de vuelta a la capital, en busca de los médicos de Miyako.

Shigeko preguntó:

—¿Cómo podría llegar hasta él? No aparece en el campo de batalla, sino que dirige a sus hombres desde la distancia.

—Yo le encontraré —aseveró Mai—. Poneos ropas corrientes y preparad vuestro arco y flechas más potentes. No hay mucho que podáis hacer por el señor Hiroshi —agregó, al ver que Shigeko vacilaba—. Ahora está en manos de los dioses.

Shigeko siguió las instrucciones de la muchacha. Se enroscó un paño en la cabeza y el cuello y se frotó barro por la frente y las mejillas, de manera que resultaba irreconocible. Agarró el arco con el que había estado luchando, colocó una cuerda nueva y encontró diez flechas sin estrenar (con puntas simples de hierro y rematadas con plumas de águila) que introdujo en su carcaj. Mientras esperaba a que Mai regresara, se sentó junto a Hiroshi. Al tiempo que le mojaba la cara y le daba de beber, pues de nuevo estaba ardiendo, intentó calmar sus pensamientos como en Terayama le habían enseñado el propio Hiroshi y los demás maestros.

"Mi querido maestro, mi querido amigo —le llamaba en silencio—. ¡No me abandones!".

La batalla se había reiniciado con mayor ferocidad, trayendo consigo el estruendo de los gritos enloquecidos de los combatientes, los lamentos de los heridos, el choque del acero y el golpeteo de los cascos de caballo. Pero una especie de silencio descendió entre ambos y Shigeko notó que sus almas se entrelazaban.

"No me abandonará", afirmó con certeza, y con un repentino impulso se dirigió a su tienda y desenvolvió el pequeño arco y las flechas rematadas con las plumas de
houou;
introdujo éstas en el interior de la casaca mientras se colgaba en el hombro izquierdo el arco de mayor tamaño y en el derecho, el carcaj.

Cuando regresó al refugio de los heridos, Mai estaba de vuelta.

—¿Dónde estabais? —espetó la muchacha—. Pensé que habíais vuelto a la lucha. Venga, debemos darnos prisa.

Shigeko se preguntó si debería informar a Gemba de sus intenciones, pero al llegar a lo alto de la ladera y contemplar la escena de la batalla se dio cuenta de que nunca le encontraría en medio de tanta confusión. Ahora, la estrategia de Saga parecía estar abrumando las posiciones de los Otori con un número aún mayor de hombres. Sus nuevas tropas estaban frescas y descansadas, y en cambio el ejército de los Otori llevaba dos días luchando.

"¿Cuánto más podrán resistir?", se dijo mientras rodeaba junto a Mai el extremo sur de la llanura, con los sentimientos entumecidos por la visión de la matanza. Los Otori habían colocado a sus muertos y a sus heridos detrás de las líneas de combate, pero los hombres de Saga yacían en el lugar mismo donde habían sucumbido y sus cadáveres suponían un elemento más en el horror y el caos. Los caballos heridos se esforzaban por levantarse; unos cuantos trotaban, derrengados y cojeando, en dirección al suroeste, arrastrando las riendas por el barro. Shigeko se quedó mirando a los animales y vio que se detenían justo delante del campamento Otori. Bajaron la cabeza y empezaron a pastar, como si se hallasen en un prado lejos del campo de batalla. Un poco más allá se encontraba la hembra de
kirin.
Shigeko apenas se había acordado de la pobre criatura en los últimos dos días. Nadie había tenido tiempo de construir para ella un recinto cerrado: estaba atada a las líneas de los caballos con correas sujetas al cuello. Parecía desamparada y abatida bajo la lluvia incesante. ¿Sería capaz de sobrevivir semejante tormento y realizar, a continuación, el largo viaje hasta el País Medio? Shigeko notó una intensa punzada de lástima por el animal, tan solitario y tan lejos de su hogar.

Las dos jóvenes se abrieron camino por detrás de las rocas y los riscos que rodeaban la llanura; allí, el rugido de la batalla disminuía ligeramente. Alrededor de ambas se elevaban los picos de la cordillera de la Nube Alta. Las cumbres desaparecían entre la bruma que colgaba en jirones, como largas madejas de seda aún por hilar. El terreno era pedregoso y resbaladizo; a menudo se veían obligadas a avanzar a gatas por encima de los peñascos. A veces Mai iba por delante y hacía señas a Shigeko para que se detuviera y la esperase. Entonces, Shigeko se agazapaba bajo alguna roca para protegerse de la lluvia durante lo que le parecía una eternidad, preguntándose si no habría muerto ella en la batalla y no sería ahora un fantasma que revoloteara entre dos mundos.

Mai regresó a través de la niebla como si ella misma fuera un espectro, en absoluto silencio, y continuó guiando el camino hacia adelante. Por fin llegaron a un enorme risco que escalaron por su cara sur con la agilidad propia de los monos. De lo alto del risco colgaban dos pinos cuyas raíces arqueadas y deformes ofrecían una especie de asidero natural.

—Agáchate —susurró Mai.

Shigeko adaptó su cuerpo hasta conseguir una posición que le permitía ver a través de las raíces en dirección al este, así como la entrada al puerto de montaña. De pronto ahogó un grito y se aplastó contra la roca: Saga se encontraba justo enfrente de ellas, encaramado a un risco similar desde donde obtenía una vista de pájaro del campo de batalla, situado a sus pies. Estaba sentado bajo un amplio paraguas en una silla de tijera elegantemente lacada; iba ataviado con una armadura en tonos negros y dorados, cuyo yelmo lucía una montaña de dos picos color oro, en referencia a su blasón también representado en los estandartes blancos y negros que aleteaban a sus espaldas. Varios de los oficiales del general, todos igualmente resplandecientes y limpios a pesar de la lluvia, se hallaban de pie a su alrededor, junto al soldado encargado de hacer sonar la caracola y un grupo de corredores preparados para transportar mensajes. A poca distancia de Saga, varias rocas caídas formaban una escalinata natural que descendía hasta el puerto de montaña. Shigeko veía cómo diversos hombres de sorprendente agilidad subían y bajaban los escalones para informar del progreso de la batalla. Escuchó incluso la voz del propio general y se percató de su tono furioso; volvió a asomarse de nuevo y vio que Saga se levantaba, gritando y gesticulando, con el abanico de hierro en la mano. Sus oficiales dieron un paso atrás, alarmados por su cólera, y varios de ellos inmediatamente se apresuraron a bajar por la escalera de piedra para lanzarse a la batalla.

Mai le susurró al oído:

—Ahora, mientras está de pie; sólo tendrás una oportunidad.

Shigeko respiró hondo y reflexionó sobre cada uno de sus movimientos. Utilizaría el pino más cercano para darse impulso y ponerse en pie. Se colocaría debajo de los troncos; la superficie de la roca estaría resbaladiza, de modo que Shigeko tendría que mantener el equilibrio mientras se descolgaba el arco del hombro y sacaba la flecha del carcaj. Se trataba de un movimiento que había practicado un millar de veces en los últimos dos días, y hasta el momento no había fallado su objetivo.

Volvió a mirar en dirección a Saga y se fijó en sus puntos vulnerables. Su rostro estaba al descubierto; sus ojos se veían fieros y brillantes y Shigeko distinguía claramente la piel de su cuello, más pálida.

Se puso de pie. El arco se combó; la flecha rasgó el aire. La lluvia salpicaba alrededor de Shigeko. Saga se quedó mirándola y cayó pesadamente sobre la silla. El hombre situado a espaldas del general se llevó las manos al pecho a medida que la flecha le atravesaba la armadura. Estallaron gritos de conmoción y sorpresa, y luego los alaridos se dirigieron contra la propia Shigeko. Una flecha le pasó rozando, se clavó en el tronco del pino e hizo saltar la corteza, que le golpeó en la cara; otra flecha dio contra la roca, justo delante de sus pies. Notó un agudo pinchazo, como si se hubiera tropezado con un palo; pero no sintió dolor.

—¡Agáchate! —gritó Mai.

Pero Shigeko no se movió, ni Saga dejó de clavarle la mirada. Ella sacó del interior de su casaca el arco pequeño y colocó en la cuerda una de las flechas diminutas. Las plumas del
houou
emitían un apagado resplandor dorado. "Estoy a punto de morir", pensó, y dejó que el arma volara como un dardo en dirección a la mirada del general.

Se produjo un destello deslumbrante, como si hubiera caído un rayo, y el aire que les separaba pareció llenarse de pronto del batir de unas alas. Los hombres que rodeaban a Saga soltaron sus arcos y se cubrieron el rostro. Sólo el propio general mantuvo los ojos abiertos y se quedó mirando a la flecha hasta que le atravesó el ojo izquierdo. Su propia sangre le cegó.

* * *

Toda aquella mañana Kahei había estado luchando en el flanco este, donde previamente había aumentado el número de hombres temiendo que las fuerzas de Saga intentaran rodear el campamento por ese lado. A pesar de la confianza y seguridad con que había hablado a Takeo la noche anterior, ahora se encontraba preocupado y se preguntaba cuánto más tiempo podrían aguantar sus soldados aquella matanza aparentemente interminable, tan necesitados como estaban de sueño y descanso. Maldecía de la lluvia por impedirles el uso de sus armas de fuego, más potentes que las del enemigo, y recordaba las últimas horas en Yaegahara, cuando el ejército de los Otori, al darse cuenta de la traición y la inevitable derrota, había luchado con una fiereza demente y desesperada, hasta que apenas quedó un hombre en pie. El padre del propio Kahei había sido uno de los pocos supervivientes. ¿Acaso iba a repetirse la historia familiar? ¿Estaba él también destinado a regresar a Hagi con la noticia de la derrota absoluta?

Sus temores avivaron su determinación por alcanzar la victoria.

* * *

Takeo combatía en el centro del campo de batalla. Con objeto de dominar el dolor y la fatiga, se valía de todo cuanto había aprendido de la casta de los guerreros y también de la Tribu, al tiempo que se maravillaba de la determinación y disciplina de los hombres que le rodeaban. En un repentino momento de calma, cuando las tropas de Saga habían sido empujadas hacia atrás, bajó la vista hacia
Tenba
y se percató de que el caballo sangraba por un profundo corte sufrido en el pecho; la mancha roja se disolvía en el pelaje empapado por la lluvia. Ahora que el combate se había detenido por unos instantes el animal pareció darse cuenta de su dolor y empezó a estremecerse, asustado. Takeo desmontó y llamó a uno de los soldados para que se llevara el caballo al campamento, y se preparó para enfrentarse a pie al siguiente ataque.

Un grupo de jinetes llegó galopando desde el puerto de montaña; los caballos saltaban en el aire en su esfuerzo por no pisotear a los caídos. Las hojas de los sables centelleaban a medida que atacaban a los soldados de a pie, quienes se batían en retirada hacia las barreras que se habían erigido a tal efecto mientras los arqueros en el lado norte lanzaban una cortina de flechas. Muchas de ellas alcanzaron su objetivo, pero Takeo notó que eran muchas menos que el día anterior: el desgaste de la batalla estaba erosionando a sus tropas. Al igual que Kahei, empezó a dudar de las posibilidades de ganar. ¿De cuántos hombres más disponía Saga? Sus huestes parecían interminables, y todos sus soldados se mostraban frescos y descansados, al igual que los que ahora se acercaban a él.

Con no poca conmoción, se percató de que a la cabeza del grupo se encontraba Kono. Takeo se fijó en el caballo de Maruyama: su propio regalo se volvía ahora contra él. Notó que la cólera le cegaba. El padre de aquel hombre había estado a punto de destrozar su vida y el hijo había intrigado en contra de Takeo, le había mentido y había osado mostrar su admiración hacia el señor Otori mientras maquinaba su caída. Agarró a
Jato
con más firmeza, eludiendo el dolor que le subía desde el codo hasta la clavícula, y saltó con destreza hacia un lado de manera que el aristócrata le atacara por el costado izquierdo.

Su primer y rápido golpe hacia arriba atrapó el pie del noble y estuvo a punto de seccionarlo. Kono soltó un grito, giró su montura y regresó a la carga. Ahora Takeo se encontraba a la derecha. Se agachó rápidamente para esquivar el sable de su enemigo y habría atacado hacia arriba otra vez, en dirección a la muñeca de Kono, de no ser porque escuchó cómo el sable del siguiente jinete descendía hacia su espalda. Takeo se desdobló en dos cuerpos y salió rodando para alejarse, tratando de no herirse con su propia arma. Los cascos de los caballos golpeaban a su alrededor. Tumbado en el barro, se esforzó por levantarse. Sus propios soldados de a pie habían avanzado hacia adelante con lanzas y garrochas. Entonces vio cómo un caballo se desplomó pesadamente a su lado; su jinete, ya muerto, se cayó de cabeza en el fango.

Estalló un repentino relámpago y la lluvia arreció aún con más fuerza. A través del incesante tamborileo Takeo escuchó otro sonido: una música débil y espectral que hacía eco a través de la llanura. Durante unos segundos no pudo entender el significado. Luego el tumulto que le rodeaba empezó a disiparse. Se puso de pie y se apartó la lluvia y el barro de los ojos con la mano derecha.

El caballo de Maruyama pasó a su lado. Kono se agarraba a las crines con ambas manos; la pierna le seguía sangrando. No pareció fijarse en Takeo, pues sus ojos permanecían clavados en el puerto de montaña, que le pondría a salvo.

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