Takeo cabalgó con Hiroshi hasta el centro de la llanura, donde los jinetes ya se estaban congregando, y siguió a Gemba hasta el flanco norte. Allí los soldados de a pie, los arqueros y los hombres armados con garrochas y alabardas estaban tomando posiciones.
Había varios millares de hombres. Los arqueros estaban dispuestos en dos filas, pues Kahei les había entrenado a conciencia en el procedimiento de alternar los tiros, de manera que el torrente de flechas fuera continuo. De no haber llovido, el mismo método se habría seguido con las armas de fuego.
—Saga cuenta con que nos centremos únicamente en el uso de las armas de fuego —comentó Gemba—. No espera que seamos también expertos en el uso del arco. Se quedó muy sorprendido en el torneo de la caza de perros, pero no llegó a enterarse de nuestra técnica. Ahora quedará igual de asombrado. No nos moveremos de aquí aunque las tropas se desplacen de un lado a otro o avancen de frente. Tu padre quiere que apuntemos con precisión y liquidemos a los capitanes y a otros mandos importantes. Toda flecha que lancemos tiene que acertar en el blanco.
Shigeko notaba la boca seca.
—Señor Gemba, ¿por qué hemos llegado a esta situación? ¿Cómo es que no hemos conseguido resolver los problemas por la vía de la paz? —preguntó.
—Cuando el equilibrio se pierde y las fuerzas masculinas se imponen, la guerra resulta inevitable —contestó Gemba—. El elemento femenino ha sufrido alguna clase de herida, pero ignoro de qué se trata. Nuestro destino consiste en estar aquí en este momento, para dar muerte o recibirla. Debemos abrazar lo que nos toque con toda nuestra determinación, con entusiasmo, incluso si no es lo que deseábamos o perseguíamos.
Shigeko escuchó estas palabras, si bien apenas pudo reflexionar sobre ellas porque su atención estaba centrada en la escena que aparecía ante sus ojos a medida que la luz se iba intensificando: las armaduras y arneses color escarlata y oro; los caballos, que sacudían la cabeza, impacientes; los estandartes de los Otori, los Maruyama, los Miyoshi y del resto de los clanes de los Tres Países; la lluvia torrencial; los árboles del bosque, oscurecidos por el agua y, por último, el blanco chapoteo de las cascadas al desplomarse sobre las rocas de la montaña.
Y entonces, increíblemente grande, como hormigas soliviantadas escapando de su escondrijo, la primera oleada del ejército de Saga atravesó como un torrente el puerto de montaña.
La batalla de Takahara se libró durante tres días bajo intensas tormentas. El combate se prolongaba desde el amanecer al ocaso; por la noche, los soldados atendían a sus heridos y registraban el campo de batalla en busca de flechas ya utilizadas. Las fuerzas de Saga Hideki triplicaban al ejército de Takeo, pero el general del Emperador se veía limitado por la estrechez del puerto de montaña y por la ocupación por parte de los Otori de los lugares más ventajosos. Cada vez que un nuevo contingente de hombres de Saga aparecía en la llanura, le asaltaba una cortina de flechas a su derecha; los que sobrevivían a los arqueros eran atacados por el grueso del ejército Otori, cuya primera línea ocupaban los jinetes armados con sables. En la retaguardia iban los soldados de a pie.
Se trataba, sin lugar a dudas, de la batalla más cruenta que Takeo había librado jamás, y también de una de las que más había intentado evitar. Las tropas de Saga mostraban una estricta disciplina y su preparación era excelente. Tiempo atrás habían conquistado amplios territorios en el norte y ahora albergaban la esperanza de ser recompensadas con el botín de los Tres Países, y luchaban con la bendición del Emperador. Por otra parte, los hombres de Takeo no sólo combatían para defender sus vidas; peleaban por su país, sus hogares, sus esposas e hijos, su tierra.
Miyoshi Kahei había formado parte del ejército de los Otori en la batalla de Yaegahara casi treinta años atrás, cuando él tenía catorce. Los Otori habían sufrido entonces una derrota aplastante, en parte debido a la traición de sus propios vasallos. Kahei nunca olvidaría los años posteriores: la humillación de los guerreros y el sufrimiento de la población bajo el mando de Iida Sadamu. Estaba decidido a no volver a vivir una derrota semejante. Su convicción de que Saga no se alzaría por fin con la victoria fortalecía la voluntad de sus hombres.
Igualmente importante era el hecho de que sus preparativos para la batalla habían sido tan meticulosos como imaginativos. Llevaba desde la primavera anterior planeando la campaña y organizando el transporte de armas y provisiones desde Inuyama. Durante meses, la impaciencia le había consumido, al ser su mayor deseo acabar de una vez por todas con las amenazas que ponían en peligro el gobierno de Takeo. Las interminables negociaciones y los retrasos le habían exasperado. Ahora que por fin la batalla había dado comienzo, se sentía eufórico. La lluvia era un inconveniente, pues le habría gustado ver a sus tropas en acción empleando las armas de fuego; pero sin duda, las tradicionales resultaban magníficas de por sí: el arco y el sable, la garrocha y la alabarda, las lanzas.
Los estandartes del clan estaban empapados y, bajo los pies, el suelo se convertía en barro a toda velocidad. Kahei observaba desde la ladera junto a su caballo castaño, dispuesto para el combate. Minoru, el escriba, se sentaba a poca distancia bajo un paraguas, tratando en vano de mantener seco el papel y tomar nota de los acontecimientos. Cuando el primer ataque por parte de los hombres de Saga fue rechazado y éstos se vieron obligados a retroceder hacia el puerto de montaña, Kahei se montó de un salto a lomos de su caballo y se unió a la persecución, blandiendo el sable y agitándolo en dirección a los soldados que huían.
* * *
La mañana del segundo día, antes del amanecer, los jinetes de Saga regresaron a través del puerto, desplegándose en forma de abanico con la intención de rebasar el flanco de los arqueros situados al norte y rodear por el sur al grueso del ejército de Kahei. Takeo no había dormido; había pasado en vela toda la noche, aguzando el oído en busca de la primera señal de actividad por parte del enemigo. Escuchó el sonido amortiguado de cascos de caballo, aunque se hallaban envueltos en paja, así como el crujido y el tintineo de los arneses y las armas. Los arqueros instalados al norte disparaban a ciegas, y la cortina de flechas resultaba menos efectiva que el día anterior. La lluvia lo empapaba todo: la comida, las armas, las ropas.
Cuando por fin se hizo de día se había luchado ya por espacio de una hora, y la luz de la mañana iluminó el espectáculo lamentable. Las divisiones de arqueros situados más hacia el este se encontraban enganchadas en combate cuerpo a cuerpo contra los hombres de Saga. Takeo no podía distinguir en el fragor de la lucha a los individuos en particular, aunque los blasones de los soldados de a pie de ambos bandos podían verse levemente a través del aguacero. Se dio cuenta de inmediato de que su flanco derecho se encontraba igualmente amenazado e incapaz de prestar asistencia. Él mismo cabalgó sin dudarlo en su ayuda, blandiendo a
Jato
y a lomos de
Tenba,
que se estremecía por la emoción pero se mantenía estable bajo su jinete. Takeo recapacitó que había dejado de sentir cualquier atisbo de compasión, que se había instalado en la despiadada locura de la batalla a medida que sus antiguas dotes regresaban a él. Percibió casi inconscientemente el blasón de los Okuda a corta distancia de su costado derecho y se acordó del lacayo de Saga que había acudido a recibirle a Sanda. Acto seguido, llevó a
Tenba
hacia un lado para evadir el golpe de un sable que se dirigía a su pierna, giró al caballo para enfrentarse al atacante y, al mirar hacia abajo, se encontró con la mirada de Tadayoshi, el hijo de Okuda.
Al caerse de su montura, el muchacho había perdido el yelmo; rodeado como estaba, se defendía con valentía. Reconoció a Takeo y gritó su nombre. Takeo lo escuchó con claridad por encima del estruendo de la batalla.
—¡Señor Otori!
No supo a ciencia cierta si se trataba de un desafío o de una llamada de auxilio, y pensó que nunca lo averiguaría, pues Jato ya había descendido hasta el cráneo de Tadayoshi y lo había partido en dos. El joven murió al instante.
Entonces Takeo oyó un clamoroso grito de furia, de dolor, y vio que el padre de Tadayoshi cabalgaba hacia él, sujetando el sable con ambas manos. Takeo, perturbado por la muerte del joven, había bajado la guardia.
Tenba
dio un traspié en ese momento y Takeo se resbaló ligeramente de la silla de montar, precipitándose hacia adelante aunque tratando de agarrarse a las crines con su mano derecha lisiada. Gracias a ello, Takeo desvió en cierta medida el golpe de Okuda, pero notó el impacto cuando la punta del sable le acertó en la parte alta del brazo y le cruzó el hombro. El caballo de Okuda prosiguió su galope, dando así tiempo a que
Tenba
y Takeo se recuperasen; éste no sentía dolor alguno, y creyó que había conseguido salir ileso. Okuda hizo girar su caballo y trató de regresar en dirección a su enemigo, si bien el remolino de soldados le dificultaba el paso. Hizo caso omiso de todos ellos, concentrando su atención en un único objetivo. La cólera de Okuda despertó en Takeo un primitivo sentimiento de furia al que acabó por rendirse, pues anulaba todo arrepentimiento;
Jato
respondió, y encontró el espacio sin protección en el cuello de Okuda. El propio ímpetu del hombre hizo que la hoja se le clavara profundamente y le atravesara la carne y las venas.
Horas más tarde, en el segundo día, Hiroshi y sus hombres contraatacaban y empujaban a las tropas de Saga de regreso hacia el puerto de montaña. Kahei había iniciado un movimiento en pinza que atraparía a los hombres en retirada, ya exhaustos tras largas horas de combate cuerpo a cuerpo. Sakai Masaki, el primo de Hiroshi, se encontraba a corta distancia detrás de él, y en un repentino destello de memoria Hiroshi recordó un viaje demencial con Sakai, bajo una lluvia parecida, cuando él mismo contaba con diez años de edad. Siendo como era un niño, la batalla era entonces lo que más anhelaba y, sin embargo, más tarde había elegido el camino de la paz, la Senda del
houou.
Ahora notaba que la sangre de sus antepasados le bullía en las venas. Desechó cualquier otro pensamiento y se concentró en la lucha, pues su futuro dependía de la victoria. Si perdían la batalla, moriría o se quitaría la vida. Luchaba con un ímpetu que desconocía poseer, que motivaba a los hombres que le rodeaban mientras hacían retroceder en dirección al puerto de montaña a las fuerzas enemigas, las cuales quedaron atrapadas en el cuello de botella.
Sin lugar alguno al que poder dirigirse, los soldados de Saga se defendían con mayor desesperación. En una de las embestidas del enemigo
Keri
sucumbió; la sangre le brotaba del cuello y el hombro. Hiroshi se encontró de pronto luchando contra dos guerreros que también habían perdido sus monturas. Se resbaló por culpa del barro y cayó sobre una rodilla; acto seguido se dio la vuelta mientras un sable enemigo le atacaba y dio un golpe hacia arriba, esquivándolo. El segundo sable descendió sobre él e Hiroshi vio que Sakai se arrojaba para interceptarlo. La sangre, bien la suya propia o la de Sakai, le cegaba. El peso del cuerpo de su primo le mantenía sujeto al suelo embarrado mientras el fragor de la batalla proseguía alrededor de ambos. Durante unos momentos sólo pudo sentir incredulidad ante la posibilidad de que aquél fuera el fin, y a continuación el dolor le invadió como una oleada, ahogándole.
Gemba le encontró a la caída de la noche, moribundo por la pérdida de sangre debida a los numerosos cortes en la cabeza y las piernas; las heridas ya supuraban a causa del barro y la suciedad. Gemba frenó el flujo de la sangre y limpió las heridas lo mejor que pudo, y luego acarreó a Hiroshi hasta detrás de las líneas, donde se hallaban los heridos. Takeo se encontraba entre ellos; tenía un corte profundo —aunque no entrañaba peligro— que le atravesaba del brazo al hombro; ya le habían lavado y vendado la herida con tiras de papel.
Shigeko estaba ilesa, si bien pálida a causa del agotamiento.
Gemba anunció:
—Le he encontrado. Está vivo, pero corre peligro. Sakai estaba tumbado sobre él, muerto; debió de salvarle la vida.
Gemba tumbó al herido. Se habían encendido lámparas, pero a causa de la lluvia humeaban y tendían a apagarse. Takeo se arrodilló junto a Hiroshi, le cogió la mano y le llamó:
—¡Hiroshi! ¡Querido amigo! No nos abandones. ¡Lucha! ¡No dejes de luchar!
Los ojos de Hiroshi parpadearon. Respiraba con dificultad y su piel mostraba el húmedo brillo del sudor y de la lluvia.
Shigeko se hincó de rodillas junto a su padre.
—¡No puede estar muriéndose! ¡No debe morir!
—Ha sobrevivido hasta ahora —comentó Gemba—; eso demuestra lo fuerte que es.
—Si supera esta noche, aún habrá esperanza —convino Takeo—. No desesperes todavía.
—¡Qué terrible es todo esto! —exclamó Shigeko con un susurro—. ¡Qué difícil de olvidar resulta el hecho de matar a un hombre!
—Así es la vida del guerrero —observó Gemba—. El guerrero lucha y muere.
Shigeko no respondió. Un torrente de lágrimas brotaba por sus ojos.
—¿Hasta cuándo podrá seguir aguantando Saga? —preguntó Kahei a Takeo aquella noche, antes de que ambos se dispusieran a dormir unas horas—. Es una locura... Está sacrificando a sus soldados sin ningún propósito.
—Es un hombre muy orgulloso —afirmó Takeo—. Nunca ha sufrido una derrota. Rechaza la idea de no alzarse con la victoria.
—¿Cómo podríamos persuadirle? Somos capaces de resistir sus ataques indefinidamente (confío en que tus propios soldados te hayan impresionado; en mi opinión, es un ejército ejemplar); pero no podemos evitar una auténtica matanza. Cuanto antes pongamos fin a la lucha, más oportunidades tendremos de salvar a los heridos. Como al pobre Sugita —añadió—. Y a ti mismo, desde luego. En estas condiciones adversas, las fiebres infecciosas son inevitables, pues no hay sol que seque y cure las heridas. Deberías descansar mañana, mantenerte apartado del combate.
—El corte no es grave —respondió Takeo, aunque el dolor había ido en aumento a lo largo del día—. Por suerte, me he acostumbrado a utilizar la mano izquierda. No tengo intención alguna de apartarme de la lucha hasta que Saga haya muerto o haya huido de vuelta a la capital.
* * *
Shigeko permaneció con Hiroshi la noche entera, aplicándole baños de agua fría para tratar de reducir la fiebre. Por la mañana seguía vivo, si bien tiritaba violentamente y Shigeko no encontraba nada que estuviera seco para poder abrigarle. Preparó una infusión y le ayudó a bebería. Sus sentimientos se dividían entre el deseo de quedarse con Hiroshi y el deber de regresar a su posición de ataque, junto a Gemba, para contrarrestar la siguiente embestida de Saga. El refugio de cortezas de árbol que se había construido para los heridos tenía goteras por todas partes; el suelo ya se encontraba saturado de agua. Mai pasaba día y noche en aquel lugar. Shigeko se dirigió a ella.