El legado Da Vinci (32 page)

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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El legado Da Vinci
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Y evocando aquellas muertes, pensó en uno al que quería ver muerto con tal intensidad que casi le provocaba una erección: Vance Erikson. Su mera existencia era un insulto, e iba a pagar por ello.

Desde más allá de la entrada a la plaza de San Pedro, tal vez a una manzana de distancia, Kimball oía el rugido enardecido de la multitud, los gritos de loa y alabanza. El papa estaba cerca.

—Se supone que se detendrá en mitad de la plaza —dijo Vance jadeando mientras corrían desesperadamente por un retorcido callejón paralelo a la via Aurelia.

Habían abandonado el Fiat en un atasco, al otro lado del Tíber, y habían hecho a la carrera casi un kilómetro. Aunque Suzanne había conseguido seguir su ritmo, Tony se había quedado atrás y tuvieron que pararse para que pudiera alcanzarlos.

El sudor corría por la cara de Vance y se le metía en los ojos mientras trataba de llenar los pulmones con grandes bocanadas del contaminado aire romano.

Suzanne se dio unos toquecitos en la muñeca.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—Las 15.46 —respondió Vance con expresión sombría mientras se volvía hacia el inglés, que avanzaba dificultosamente por el callejón hacia ellos—. ¡Vamos, Tony!

La respiración del hombre era entrecortada y difícil. Dos veces había tropezado ya en la desigual superficie del callejón y se había caído. La suya era una vida entre ordenadores y trabajo administrativo; lo que estaba haciendo entonces generalmente lo hacían otros por él.

—Es… —dijo tratando de recobrar el aliento—. Es mejor que sigáis sin mí. —Tenía la cara roja y estaba empapado de sudor—. No… no creo que esté en condiciones de llegar a tiempo.

—Pero… —protestó Suzanne.

—¡Seguid! —insistió moviendo el brazo, y se sentó pesadamente en una piedra que había a la entrada de un portal oscuro y fresco; se oían las alegres voces de niños que jugaban dentro—. Estaré bien, de verdad. No tenéis tiempo para… —En su rostro apareció una mueca de dolor. Se llevó la mano derecha al hombro izquierdo y se agarró el pecho.—. ¡Seguid! —gritó con desesperación.

Suzanne miraba a Tony y luego a Vance, indecisa. En ese momento, el aire trajo el ruido de la multitud enardecida que se coló entre los edificios de piedra hasta el callejón donde se encontraban.

—Tiene razón, Suzanne —convino finalmente Vance—. Tenemos que seguir.

—Volveremos —prometió Suzanne acercándose a Tony y dándole un beso en la mejilla—. Volveremos.

—Toma —dijo Tony, sacando una arma del bolsillo de su chaqueta y entregándosela—. Tal vez necesitéis esto.

Con renovadas fuerzas tras el breve respiro, Vance y Suzanne corrieron entre la multitud, que se volvía cada vez más espesa, esquivando a la gente como jugadores en un partido de fútbol. Por fin consiguieron ver la curva formada por columnas de color pardo-grisáceo que rodeaban la plaza de San Pedro por dos de sus lados.

—Cerca del obelisco —le recordó Vance a Suzanne mientras corría—. Se supone que debe bajar del coche cerca del obelisco.

—¿Y qué vamos a hacer cuando lleguemos allí?

—Algo —respondió Vance luchando contra la muralla de apretada multitud que llenaba el espacio entre las columnas—. Tendremos que pensar en algo bueno.

Suzanne y Vance seguían abriéndose camino, pero la marcha resultaba cada vez más lenta. Vance era apenas un poco más alto que la mayoría de la gente y podía mirar fácilmente por encima del bosque de cabezas. A distancia vio destellar las luces de las motos que escoltaban al papa y que entraban ya en la via della Conciliazione. Les quedaban apenas tres minutos, pensó Vance. No, se corrigió con desaliento. Si no lo conseguían, era al papa al que le quedaban apenas tres minutos más de vida.

Llegaron a la fuente del lado sur de la plaza, abriéndose camino a codazos entre un gentío de ruidosos adolescentes.

Desde un punto inestable, sobre el pretil de piedra de la fuente, Vance paseó la mirada por la multitud. Se le cayó el alma a los pies: jamás lograrían encontrar allí a una persona. Una persona entre decenas de mil…

De repente, frente a él, a unos cuarenta metros, divisó una cabeza rubia perfectamente peinada que sobresalía de entre la muchedumbre.

—¡Kimball! —le gritó a Suzanne presa de gran excitación—. He visto a Elliott Kimball… tiene que ser él.

—¿Dónde? —preguntó Suzanne.

—Allí —señaló Vance—, más allá del obelisco.

Suzanne miró hacia donde él había señalado y un momento después lo vio.

—Vamos. —Vance saltó desde el borde de la fuente y él y Suzanne siguieron avanzando a empellones, seguidos por los insultos que la gente les dedicaba—. Creo que si encontramos a nuestro amigo, encontraremos a Hashemi —dijo Vance rápidamente, sin detenerse. A continuación, en voz más alta añadió—: Policía, abran paso, por favor, policía, es una emergencia.

Advirtiendo el tono de urgencia de su voz, la gente empezó a abrirles paso.

Un grito ensordecedor" y enardecido recorrió la plaza, reverberó entre las columnatas circulares y se elevó hacia el cielo. Por un momento, arrebatado por el torbellino emocional, Vance se quedó paralizado. Allí, deslizándose beatíficamente, vestido de blanco y tocado con solideo también blanco, con las manos y los brazos extendidos hacia la multitud estaba el papa. Incluso a cien metros de distancia, Vance pudo percibir la fuerza y la vitalidad de aquel hombre, y sintió su mirada cautivadora.

Dos minutos.

La luz de la tarde pareció volverse más brillante y los colores más intensos. Hashemi sintió que su corazón se aceleraba al ver acercarse aquella figura vestida de blanco. La policía despejó un espacio de unos tres metros a su izquierda, en el lugar donde debía parar el vehículo del papa, donde éste bajaría y se confundiría con la multitud. Ahora estaba a apenas cincuenta metros. Los ojos penetrantes de Hashemi estudiaron las caras de los policías de paisano que caminaban junto al vehículo blanco, y observó las motos de la izquierda en formación de cuña que precedían al coche del pontífice. Sonrió y musitó una plegaria.

Un minuto.

«Maldito grandote americano», pensaba Anna María Di-Salvo mientras intentaba ver al papa. Llevaba esperando allí, con su escaso metro y medio de estatura, desde hacía dos horas, con la esperanza de tener un atisbo del Santo Padre, y todo para que en el ultimo momento aquel grosero rubio bien vestido la apartase de un empujón y se le plantara delante. Y ahí estaba ahora, tapándole la vista. Volvió a armarse de coraje para pedirle de nuevo que, por favor, se apartara. Minutos antes se lo había pedido educadamente, en su mejor inglés, el que había aprendido de los americanos que habían pasado por su pueblo, cerca de Nápoles, durante la segunda guerra mundial. Él había hecho caso omiso de su petición y se había limitado a mirarla con unos espantosos ojos de hielo.

Volvió a abrir la boca para hablar, pero le faltó valor. Avergonzada, jugueteó con el mango del paraguas que siempre llevaba para protegerse la cabeza del sol. En realidad, la protegía de la cabeza a los pies. El paraguas era bueno, pensaba mientras pasaba las manos nerviosamente por el curvado mango. Lo había comprado hacía apenas una semana para reemplazar a otro que se le había roto.

Ella no era una mujer rica, nadie acumula riqueza tejiendo jerséis para ganarse la vida, y había perdido medio día de trabajo para ir allí. La tienda exclusiva de Milán que vendía las prendas que ella tejía pasaría al día siguiente a recoger los jerséis y no les haría mucha gracia tener que llevarse uno menos de los acordados. ¿Y todo para qué?, se preguntó. Para pasarse el rato mirando la espalda del traje caro de aquel extranjero. Su enfado subió de tono. Iba a tener que hacer algo al respecto, decidió. Haciendo acopio de valor, se estiró todo lo que le permitía su escasa estatura.

Treinta segundos.

Se acercaron a Kimball directamente desde atrás. Vance avanzaba ahora en silencio entre la multitud. Suzanne lo seguía de cerca. A lo lejos, desde la via Aurelia, llegaba el sonido de una ambulancia. Ninguno de los dos lo advirtió.

¿A quién observaba Kimball tan insistentemente? Rodeado de una humanidad compacta, Vance se detuvo a un metro y medio de Kimball y se puso de puntillas intentando atisbar a la presa del americano rubio. Mientras todos los demás se esforzaban por ver al papa, Kimball miraba hacia la izquierda, hacia… Los ojos de Vance tropezaron con un hombre quieto, tranquilo, que había entre la gente, un hombre moreno, de pelo negro. Toda la gente se removía y gritaba, histérica por la proximidad del papa, pero aquel hombre esperaba pacientemente, demasiado pacientemente…

—Creo que lo he visto —le susurró Vance a Suzanne—. ¿Qué hacemos?

—Bueno, todo lo que tenemos que hacer es conseguir que no acierte el tiro —dijo Vance devanándose los sesos en busca de un plan—. Pero el hecho de que Kimball también esté aquí quizá quiera decir que va a actuar como asesino de reserva, por si el otro falla.

—Yo me ocupo de Kimball —dijo Suzanne—. Tú arréglatelas con el otro.

Suzanne se notaba la garganta completamente seca. Vance la miró sin saber qué hacer. Pero ella tenía razón.

—De acuerdo, pero grita «asesino» si intenta hacerte daño.

Le dio un beso fugaz y se sumergió en la multitud tratando de llegar a Hashemi.

Quince segundos.

—Perdóneme, joven —dijo Anna María DiSalvo lo más alto que pudo. El hombre rubio ni le contestó—. ¡Eh, joven! —le gritó de nuevo al tiempo que le tiraba de la chaqueta.

El vehículo del papa estaba a punto de detenerse.

Diez segundos.

Hashemi se quitó las gafas de sol y miró al papa a los ojos. Quería que aquel infiel viera los ojos de Alá al morir. Hashemi deslizó la mano en el bolsillo y asió la culata de la Browning.

Cinco segundos.

—¿Qué diablos quiere, vieja bruja?

Kimball se volvió y la miró con furia. Anna Maria DiSalvo también lo miró furiosa. No estaba dispuesta a dejar que aquel mequetrefe mal educado se saliera con la suya. Pero oh, Virgen María, aquel odio que vio en sus ojos. Eran los ojos de una serpiente… No, algo más peligroso. Abrió la boca para decir algo, pero de repente el otro desvió la mirada y se centró en un punto detrás de ella.

—¡Erikson! —dijo entre dientes. Su mano buscó ávida el cuchillo.

—¡Joven! —Anna Maria DiSalvo tiraba insistentemente de la manga de Kimball, quien se volvió de repente y la golpeó en la mejilla con el revés de la mano. La mujer trastabilló y de la multitud surgieron exclamaciones indignadas.

—¡Que te jodan, vieja!

Kimball se movió hacia Vance, que todavía no había alcanzado a Hashemi.

—¡Elliott! —La voz de Suzanne voló por encima de la multitud—. ¡Elliott, querido!

Kimball volvió la cabeza hacia ella.

Vance miró rápidamente primero a Hashemi, luego a Kimball, después a Suzanne y nuevamente a Hashemi.

Ajeno al drama que se desarrollaba a sus espaldas, el iraní sacó la pistola del bolsillo de su chaqueta. Para Vance, la realidad se transformó en una especie de película pasada a cámara lenta, y se lanzó hacia Hashemi, que en ese momento estaba a poco más de la distancia que abarcaba su brazo.

Suzanne se echó encima de Kimball, pero éste la apartó de un manotazo. El le dio un golpe con la mano que la alcanzó en un lado de la cabeza. Unos brazos amables impidieron que cayera al suelo.

El vehículo del papa paró casi frente a Hashemi. Vance dio un salto hacia el iraní, pero mientras lo hacía, éste alzó la pistola y disparó produciendo una detonación como si se abrieran los cielos. El papa se llevó la mano al abdomen mientras se quedaba rígido, mirando a Hashemi.

Aliviado tras haber oído el disparo, Kimball sacó el cuchillo y se lanzó en pos de Vance. ¡La transacción tendría lugar! Hashemi era un buen tirador y nunca necesitaba más de un disparo.

Sin embargo, el ruido, la multitud y el exceso de hachís habían hecho su efecto. Hashemi había apuntado al corazón, pero había alcanzado al papa en el abdomen. Ahora se disponía a volver a apretar el gatillo tratando de corregir su error.

Mientras Kimball se lanzaba a por Vance Erikson, Hashemi disparó una y otra vez, pero, tras el primer disparo, Vance había empujado al iraní y los tiros le salieron desviados. Uno alcanzó de nuevo al papa, esta vez en la mano, y los demás dieron en la multitud. Vance oyó un grito de dolor, seguido de más gritos del personal de seguridad que se lanzaba sobre el asesino.

—¡Soy la Espada de Alá! —gritaba Hashemi—. ¡He matado al papa! ¡Alá Akbar!

En ese momento, la multitud, sorprendida, había reaccionado, y se lanzó hacia adelante, derribando al suelo al asesino.

Mientras Hashemi caía bajo la ira de la muchedumbre, Vance se volvió hacia Suzanne, pero sólo vio a Elliott Kimball con la cara enrojecida por la ira que corría hacia él sosteniendo algo metálico y brillante en la mano. Desarmado y prácticamente inmovilizado por el gentío, Vance miraba horrorizado mientras Kimball se abalanzaba sobre él con aquel temible cuchillo.

—¿Está usted bien? —le preguntaban a Anna María DiSalvo los que estaban a su alrededor y la habían ayudado.

—Sí, sí —respondió ella con voz ronca y furiosa mientras se debatía para soltarse.

La mujer cogió el paraguas del suelo y fue tras el americano.

—¡Eh, tú, bastardo! —gritó, y asió el paraguas por la punta, extendiéndolo por la parte del mango hacia aquel hombre. El mango de madera pasó por entre las piernas de Kimball, y desde atrás cogió al hombre impecablemente vestido por los mismísimos testículos. Kimball se paró en seco y dejó escapar un grito de furia, de dolor y de estupor. El cuchillo cayó al suelo con un ruido metálico.

Vance aprovechó el momento para escabullirse entre la multitud y dejar atrás la figura doblada de Kimball. Llegó hasta donde estaba Suzanne.

—¿Te ha hecho daño ese bastardo? —le preguntó.

Ella negó con la cabeza y esbozó una sonrisa.

—No. Sólo estoy un poco conmocionada. ¿Qué… qué ha sucedido?

—Hemos fallado. Hashemi le ha disparado al papa.

LIBRO SEGUNDO
Capítulo 19

El papa seguía vivo. Hashemi Rafiqdoost seguía vivo. Vance Erikson seguía vivo. Elliott Kimball tenía un testículo del tamaño de una pelota de golf y hubiera deseado estar muerto.

Con dificultad, Kimball se levantó del diván y se acercó renqueando al escritorio para coger otro rollo de cinta magnética. Haciendo una pausa para mirar por la ventana el río Arno a su paso por Pisa, llevó la cinta hasta el diván y se sentó con sumo cuidado. Colocó la grabación en el portátil que tenía sobre la mesilla baja. Un momento después, la voz de Merriam Larsen, cogida en mitad de una frase, llenó la habitación tenuemente iluminada.

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