El legado Da Vinci (34 page)

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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El legado Da Vinci
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—Y por sed de aventura. A eso quería llegar.

—Y por sed de aventura —concedió Vance—. ¿Me vas a decir que te metiste en la CIA por sed de aventura? —Su voz sonaba escéptica—. ¿Hágase de la CIA, viaje a tierras lejanas, conozca a gente interesante y mátela? No puedo creer que alguien tan decidida a hacer las cosas «correctamente» se sintiese motivada por eso.

—Te equivocas, porque sí hice lo «correcto» —lo corrigió Suzanne—. Recuerda que la CIA siempre ha tenido un aspecto muy Ivy League, al menos en los altos cargos. Mi padre sirvió en la Oficina de Servicios Estratégicos, el antecedente de la CIA, durante la segunda guerra mundial. Y si se lo hubiera contado, es posible que incluso lo hubiera aceptado, pero no lo hice; no sólo porque podría haber movido sus influencias para impedírmelo en caso de que lo desaprobara, sino también porque no quería ningún trato de favor en caso de que le pareciera bien.

Vance le sonrió, moviendo la cabeza lentamente.

—¡Qué mujer, señor! ¡Qué mujer!

—Gracias.

El camarero llegó con dos platos de ternera asada.

—¿Sabes? —dijo Vance entre bocado y bocado—. A veces creo que sabes tú más de mi forma de ser que yo de la tuya.

Suzanne se limitó a sonreír con aire conspiratorio.

Eran casi las ocho cuando finalmente salieron del restaurante y se adentraron en el azul intenso de la noche.

Suzanne se cogió del brazo de él mientras caminaban.

—¿De verdad crees que hoy hemos conseguido algo?

—Por supuesto —contestó Vance—. Incluso cuando se perfora en busca de petróleo, un pozo seco te indica dónde no hay que buscar.

—Ahora te veo muy optimista acerca de esto.

Abandonaron las sombras de la via Testoni y giraron a la derecha para incorporarse al torrente de viandantes que recorría las largas aceras porticadas de la via dell'Indipendenza camino del Duomo.

—Tengo que ser optimista —dijo mientras se fundían con el tumulto de los paseantes—. Empezamos con una apuesta fuerte y tenemos que seguir hasta ganar o perder.

—¿No eras tú el que no jugaba?

—Te mentí.

Caminaron en silencio durante un rato, disfrutando de poder hacerlo sin prisas. Por la mañana temprano habían empezado a recorrer una iglesia tras otra pidiendo información a los sacerdotes y al personal sobre los Hermanos Elegidos de San Pedro. Al terminar la tarde, habían pasado por todas las principales iglesias y oficinas administrativas de la Iglesia, incluido el departamento de religión de la Universidad de Bolonia. Por sugerencia de Suzanne, habían tomado otra habitación en un hotel en la parte sur de la ciudad, justo en el otro extremo de donde se encontraba la estación de tren. Los Hermanos Elegidos tenían gente en Bolonia y no podía pasarles desapercibido que alguien anduviera haciendo averiguaciones sobre ellos, y mucho menos si se trataba de dos personas a las que habían intentado matar apenas unas noches antes. Así, todos los mensajes que les dejaran en ese nuevo hotel ellos los recogerían por teléfono, y el pago de la habitación se haría por mensajero. Suzanne y Vance no volverían a aparecer por el hotel por temor a que los siguieran.

—¿Qué haremos si no nos dejan un mensaje? —preguntó Vance un momento después.

—Bueno —la voz de Suzanne tenía ahora un tono muy profesional—, eso significaría que han decidido vigilar el hotel y esperar a que nos presentemos. Si no recibimos un mensaje, entonces, o bien tenemos que identificar a la gente que tienen apostada o bien uno de nosotros tiene que presentarse en el hotel y hacer que se descubran.

—No es una perspectiva nada halagüeña —señaló Vance.

—No, nada halagüeña. Esperemos que no tengamos que ir por ese camino.

Todos sus instintos aconsejaban a Vance que escondiera a Suzanne en alguna parte para protegerla, y lo que no dejaba de sorprenderlo era la idea de que la profesional era ella, y de que tenía más probabilidades que él de sobrevivir a todo aquello. No sabía qué conclusión sacar de todo ese embrollo.

—¿Quieres que probemos ahora con nuestro plan B? —consultó Suzanne sacándolo de sus cavilaciones y haciéndolo volver a la misión que se traían entre manos.

—¿Ahora? —preguntó él confundido—. ¿Esta noche? No habíamos quedado en…

—Sí, así fue, pero he pensado que si movemos la cosa todo lo que podamos, tal vez los Hermanos tarden menos en reaccionar.

—No lo sé —vaciló Vance—, supongo que es posible. Yo pensaba en algo más…

—¿Más recreativo?

Ella lo miró fugazmente a la cara y vio la respuesta en sus ojos. Vance le sonrió. «Es como un niño», pensó Suzanne. ¿Cómo podría haber evitado que su mirada lo delatara cuando jugaba al blackjack? Negó con la cabeza y le devolvió la mirada.

—Más tarde —dijo haciendo una pausa para besarlo en la mejilla.

Un camarero que servía un café a un anciano en una mesa cercana los observó sonriendo. El anciano también sonrió. Nadie mira con más simpatía a los amantes que los italianos.

—Eso puede esperar —le susurró Suzanne cuando reanudaron el paseo.

«Si es que hay un después», pensó de repente. Bajándose de la acera, tiró de Vance hacia el otro lado de la via Ugo Bassi, hasta una fila de taxis que esperaban cerca de la estatua de Neptuno. El taxista abandonó su conversación con los otros colegas y se irguió cuanto le permitía su metro sesenta de estatura, radiante ante la visión de la hermosa mujer y de su acompañante. Diez minutos más tarde se bajaban del coche en una tranquila calle residencial de clase media cerca del Palacio de los Deportes.

—No se alojan aquí —anunció con amargura el hermano Gregorio a su asistente—. Esto no es más que una tapadera que tal vez usan para recibir mensajes.

«Tendría que haberlo sospechado», se dijo Gregorio. Erikson y la mujer se habían mostrado demasiado y habían puesto demasiado empeño en sus visitas a las organizaciones eclesiásticas. Era evidente que sus acciones eran una forma de dejar un mensaje a los Hermanos Elegidos de San Pedro, de desafiarlo a él, como prior de esa orden. A las seis de la tarde, Gregorio ya había recibido tres llamadas telefónicas de sacerdotes a los que se había alertado para que buscaran a Erikson. Todos ellos tenían el mismo número de teléfono del hotel.

Furioso, el hermano Gregorio se acercó a la ventana y abrió las cortinas para mirar a la calle, con gesto torvo. «¿Estás ahí abajo, Vance Erikson? ¿Cómo te las has arreglado para hacer todo lo que has hecho?». Gregorio trataba de combatir su admiración por aquel inteligente aficionado.

Debajo de su ventana, un Fiat desvencijado pasó dando tumbos por la calle, pero el hermano Gregorio casi no reparó en él. Vance Erikson había estado allí, en la plaza de San Pedro; una instantánea hecha por un turista y publicada después en los periódicos lo mostraba saltando sobre el iraní. ¿Cómo era posible que, entre las decenas de miles de personas que llenaban la plaza aquella tarde, Erikson se las hubiera ingeniado para encontrarlo? Era una pena, pensó Gregorio negando con la cabeza, que tuvieran que matar al americano. Pero aunque fuera a ser un desperdicio, no podían permitirse el lujo de dejarlo con vida. «Ya has tenido tu oportunidad, hijo mío», pensó mientras se volvía de espaldas a la ventana para mirar a los dos monjes altos, de constitución sólida, que permanecían de pie respetuosamente en medio de la habitación. Matar la mente ágil y lúcida de aquel americano era como destruir una obra de arte, pero Dios plantea retos a los que hay que responder.

—Está bien. —Los monjes atendieron de inmediato. Ambos rondaban los veinticinco años y tenían la constitución musculosa y enjuta que sólo se consigue con un entrenamiento físico disciplinado—. Quiero un hombre apostado aquí y los que haga falta para vigilar las entradas. No creo que sirva de mucho, pues dudo de que Vance Erikson vaya a volver.

»Vincent. —El hermano Gregorio se dirigió al más alto de los dos hombres. Superaba un poco el metro ochenta de estatura, iba vestido con ropa informal y la generosa musculatura del pecho y de los brazos ponía a prueba la elasticidad de su camisa.

—Sí, señor.

—Vincent, quiero que te pongas en contacto con este hombre. —Gregorio le entregó un trozo de papel donde había escrito apresuradamente un nombre—. Trabaja para el alcalde, y nos debe favores. Como el resto del gobierno de Bolonia, es miembro del partido comunista. Conviene a nuestros fines que le informes de que Vance Erikson es un agente de la CIA, un agente provocador que tienen aquí para conectar con los elementos fascistas de cara a desestabilizar el gobierno comunista de la ciudad. Pídele que haga circular su fotografía por todos los hoteles y pensiones de Bolonia, pero que sean discretos. Utiliza la fotografía de la portada de
Il Giorno
. Asegúrate de que este hombre entienda que no debe darse la alarma.

—Con todo respeto, padre Gregorio —dijo el monje llamado Vincent con tono vacilante—. ¿No podríamos pedir en todos los hoteles una lista de números de pasaporte y compararlos con el de este hombre?

—Buena idea, Vincent —respondió Gregorio con condescendencia. El monje se sintió visiblemente aliviado. El hermano Gregorio era impredecible, y cabía la posibilidad de que interpretara sus palabras como un intento de enmendarle la plana—. Siempre y cuando sea cierto que siempre se requiere un pasaporte para registrarse en un hotel. Por otra parte, de ser así, también corremos el riesgo de que nuestro hábil adversario haya conseguido un pasaporte falso.

—El Santo Padre es muy sabio —dijo Vincent con sinceridad—. Le ruego perdone mi presunción.

—Estás perdonado, hijo mío. Ahora ve.

Sin más, el hombre giró sobre sus talones y abandonó la habitación con la espalda bien recta y un andar decididamente militar. El monasterio lo había enviado a recibir formación militar en el ejército italiano y, al igual que su compañero, había llegado a formar parte de un comando de élite antes de ser licenciado y volver al monasterio.

—Tú, Pedro, te quedarás conmigo. Volveremos a nuestra sede y esperaremos hasta recibir noticias sobre el paradero de nuestra esquiva presa. Será entonces —el hermano Gregorio esbozó una beatífica sonrisa— cuando comience realmente nuestro trabajo.

Gregorio dedicó unos instantes a escribir una nota en el papel del hotel. Después lo dobló y lo metió en un sobre, en el que escribió el nombre de Vance Erikson. Al salir, lo dejaría en recepción. En un segundo sobre metió 250 euros y, después de cerrarlo, escribió en él el nombre del subgerente del hotel. La habitación le había salido cara, pero, pensó, más cara la pagaría aún Vance Erikson.

Ya era noche cerrada cuando Vance y Suzanne se bajaron del taxi, pero una escuetísima medialuna arrojaba luz suficiente como para alumbrar los largos espacios de sombra entre las farolas de la calle. La sinuosa acera de hormigón se abría camino colina arriba, siguiendo el trazado de la calle de asfalto. El sonido de niños jugando se mezclaba con las notas más contenidas, más amortiguadas de personas mayores, sobre todo hombres, que hablaban un italiano precipitado formando corros aquí y allá en las aceras y en la calzada por la que casi no circulaban coches. Suzanne y Vance saludaban a los vecinos en italiano al pasar. Vance siempre tomaba la iniciativa porque su italiano era mejor.

Mientras los hombres hablaban sin tregua en el exterior, se podía oír a las mujeres hablando y riendo en medio del entrechocar de cazuelas de las que salían efluvios que se vertían a la calle a través de las ventanas iluminadas.

Después de recorrer la mitad de la calle, llegaron a una modesta edificación de tres plantas situada en el lado izquierdo. Como la mayor parte de las demás construcciones de clase media que la rodeaban, tenía una reja de la altura de un hombre ante sus dos entradas, una para vehículos y otra para la gente, y un pequeño jardín con flores. Sin embargo, se diferenciaba del resto de las casas de la calle en que en sus ventanas no se veían luces, ni se oía algarabía ni se olían aromas que anunciasen la inminencia de la cena.

—Hace varios días que se marchó —dijo una voz amable detrás de ellos.

Vance y Suzanne se volvieron, sobresaltados y, a la escasa luz de una farola distante, vieron a un hombre bajito, de camisa blanca y pantalones oscuros sostenidos por tirantes. Tenía apenas una franja de pelo gris que coronaba una calva brillante en la oscuridad, y una sonrisa contagiosa que destacaba entre el vasto sistema fluvial de arrugas que decoraba su rostro.

—Lo siento —dijo el hombre—. No pretendía asustarlos.

—No pasa nada —lo tranquilizó Vance—. Somos dos de sus alumnos y queríamos hacerle una visita al profesor.

—Sí —respondió el anciano mientras miraba con insistencia la cara de Vance—. Su cara me resulta familiar, joven. ¿Vive usted por aquí? Creo recordarlo.

—No, yo…

—No importa, son las jugarretas de la mente de un viejo —concluyó el hombre—. El profesor Tosi se ausenta con frecuencia. Le da vacaciones a su ama de llaves y vuelve al cabo de unas cuantas semanas. Tosi es un hombre brillante —añadió con orgullo—. Era toda una figura en el barrio. Vamos a echarlo de menos.

—No entiendo —dijo Vance—, creí que había dicho que va y viene.

—Sí, eso he dicho, ¿no es cierto? Bueno, no tengo intención de confundirlos. Quiero decir que no pretendía confundirlos, porque lo cierto es que se marchó como de costumbre, pero —el hombre bajó la voz y se inclinó hacia Vance, con aire conspirador— su ama de llaves, Angela, suele hablar conmigo. Verá, desde que me jubilé paso mucho tiempo sentado ahí, en mi porche —señaló al otro lado de la calle—, o caminando. Y camino mucho para ver a Angela. Es todo un espectáculo. Está… —Echó una rápida mirada a Suzanne y después cogió a Vance por el brazo y se lo llevó aparte—. Está muy bien formada, joven, bonitas piernas y grandes… —Se puso las manos ante el pecho y sonrió como un hombre sonríe a otro hombre. Vance no pudo evitar reír con él.

»Pero hace unos días Angela me dijo que había recibido una carta del profesor con el salario de seis meses. ¡Seis meses! ¿Se imagina? En la carta le decía que ya no iba a necesitar sus servicios. Puedo imaginar a qué servicios se refería —el viejo sonrió, otra broma entre hombres.

—Ya veo, entonces…

—No, no, eso no es todo —continuó el anciano—. Todos los días, desde que el profesor se marchó, un sacerdote viene a la vivienda. Tiene llave de la verja y de la casa. Entra, recoge la correspondencia y se marcha. Ayer llegó un camión, uno con matrícula de algún lugar al norte de Milán, y se llevó cajas. Nada de muebles, sólo cajas.

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