—Es un hombre malvado —explicó el hermano Gregorio inclinando la cabeza—. Ha aprovechado todas las ocasiones para menospreciar a la Iglesia, para ridiculizar a nuestra religión. —La indignación imprimía fuerza a la voz del fraile—. Quería que sufriéramos; se ha mofado de mí mientras mataba a mis hermanos; me ha humillado y, a través de mí, ha humillado a nuestro Señor y…
«Santurrón hasta la muerte», pensó Vance mientras el fraile terminaba su diatriba.
—¿De modo que va a valerse de los manuscritos para negociar su readmisión en la delegación? —preguntó.
—¡No! En absoluto —contestó Gregorio con voz entrecortada—. Después de haber matado a mis hermanos, después de haberme humillado, todavía se ha jactado ante mí de que iba a entregar los documentos a los rusos. Mientras se paseaba por delante de mí, ha estado explicando cómo iba a dar al traste con todos mis planes.
Inconscientemente, Vance se encontró mirando las sangrientas pisadas de Kimball en el suelo. Ni siquiera había reparado en las manchas rojas de sus propias deportivas blancas.
—Me ha dicho que los rusos tienen el valor de enfrentarse a tipos como yo —continuó el fraile—. Es un hombre orgulloso y necio y cree que entre los rusos encontrará el aprecio que se merece, que lo tratarán mejor que en la Delegación de Bremen. El sabía… sabía perfectamente… cuánto deseaba yo devolver la santidad al trono de san Pedro. Lo sabía, y se ha asegurado bien de que, en mis últimos momentos, sea consciente de que mi vida no ha servido para nada.
Las palabras del hermano Gregorio se entrecortaban por los sollozos y los espasmos de dolor. Vance le desató las manos, que cayeron inertes sobre su regazo.
—Cuando estaba alardeando de lo que haría, ¿ha mencionado en algún momento el lugar y el momento en que entregaría los manuscritos a los rusos?
El hermano Gregorio alzó la vista. Su rostro estaba vacío de expresión.
—¿Adonde iba ahora? —insistió Vance alzando la voz.
—A Pisa —respondió el otro con sumisión—. Tiene allí un apartamento. Yo he ido alguna vez. Se supone que se va a reunir allí con los rusos mañana: dos turistas en la torre, un intercambio de sobres. ¡Ahora máteme, por favor, máteme ya! ¡Se lo ruego!
—Una pregunta más —lo interrumpió Vance.
—Por favor…
—¿Qué clase de arma se puede fabricar con los manuscritos de Da Vinci?
Gregorio pareció vencer sus reservas, en un último intento de coherencia.
—Con los documentos no se puede construir una arma precisamente —empezó—. Lo que contienen los manuscritos es un concepto, un enfoque peculiar que permitirá a los científicos perfeccionar una arma con un haz de partículas cargadas.
¡Una arma con un haz de partículas cargadas! ¡El definitivo rayo de la muerte! Por los informes incompletos de las publicaciones científicas sobre ese tipo de arma ultrasecreta, Vance sabía que era una especie de destructor gigantesco que, mediante átomos, aceleraba haces de partículas cargadas hasta casi alcanzar la velocidad de la luz y que los enfocaba sobre un objetivo. Ese objetivo, atacado por una energía que convertía las explosiones nucleares en un juego de niños, se desintegraría, desaparecería en un cataclismo de energía pura. El arma no producía lluvia radiactiva. Era precisa y limpia, como una intervención quirúrgica, y actuaba a la velocidad de la luz. Era capaz de desintegrar un misil nuclear y sus cabezas antes de que pudieran explotar, o podía usarse para atacar ciudades y fuerzas enemigas. Era lo definitivo en cuanto a armas, lo que dejaría relegado todo el arsenal nuclear a un expositor de museo, junto a los arcos y las flechas.
Estados Unidos y Rusia llevaban años tratando de perfeccionar ese rayo mortífero, pero ambos se enfrentaban al mismo problema: la atmósfera. Si bien los prototipos conseguidos tenían un efecto asombroso en el espacio, resultaban inútiles en la atmósfera. Las partículas del arma chocaban con las moléculas del aire, que disipaban su energía en gigantescos rayos de un poder y un alcance limitado.
—Leonardo encontró la respuesta en sus estudios sobre el rayo —continuó Gregorio—. En una serie de dibujos, concibió la Tierra como un electrodo gigante cargado, capaz de empujar y al mismo tiempo tirar del haz de partículas. Dividió el haz en dos fases, la primera abría un túnel en el aire, y la segunda sobrevenía pocos segundos después, pero la auténtica genialidad de su idea consiste en haber visto el objetivo como un electrodo. Él…
El fraile dio un grito de dolor, profundo y gutural. Vance se dio cuenta de que ya no le sacaría más información, pero ¿qué más necesitaba saber?
La mano le temblaba cuando levantó el arma. Ahora lo que estaba en juego era algo más que la vida de Harrison Kingsbury. Era increíble, pensaba Vance mientras se colocaba detrás del hermano Gregorio y le apoyaba el cañón del arma en la base del cráneo. Lo que Leonardo había hecho por Krupp hacía más de cien años estaba a punto de volver a hacerlo en el siglo xxi. Y todo obra de un hombre que consideraba la guerra como una locura propia de bestias.
«¿Qué pensaría Leonardo si entrara ahora en esta habitación? —se planteaba Vance—. ¿Vería lo que había temido ver de los hombres? ¿Unos seres cubiertos de la sangre de los de su especie, reducidos a sus funciones más primarias, presas de sus instintos animales? ¿O acaso descubriría algo que trascendiese esa realidad? ¿Era un artista porque era capaz de encontrar la belleza en medio de la sangre y la inmundicia?».
Suzanne se había apartado y se tapaba los oídos con las manos. «¿Qué pensarías, Leonardo?», preguntó mentalmente Vance mientras apretaba el gatillo.
El Lamborghini rojo estaba aparcado con dos ruedas encima de la acera en una estrecha calle cercana a la piazza Garibaldi, cerca del ponte di Mezzo, el puente central de la parte antigua de Pisa. No había resultado difícil encontrar la casa. La habrían encontrado incluso sin las detalladas indicaciones del hermano Gregorio.
En el asiento trasero del estrecho taxi, Suzanne y Vance, muertos de cansancio, miraban con los ojos enrojecidos, a la primera luz de la mañana, el Lamborghini y la puerta del edificio de Elliott Kimball. El taxi estaba parado junto a un grupo de coches aparcados sin orden ni concierto frente a una cafetería. Desde donde se encontraban, tenían una visión clara del coche y de la puerta de entrada del edificio, situada a veinte metros de ellos. Vance miró su reloj: las 6.11. Pensó con tristeza en todo lo que él y Suzanne estaban haciendo veinticuatro horas antes, pero antes de que pudiera regodearse en la evocación, el torrente de acontecimientos del día afluyó a su mente.
Los asesinatos, las persecuciones, la brutal masacre del santuario de San Lucas…, repasó todo eso mentalmente. Después de haber arrancado las luces de la moto de la policía y tapado con barro sus distintivos, se habían dirigido hacia el sur, alejándose del hermano Gregorio y evitando todas las carreteras principales. Habían viajado por las colinas hacia Florencia manteniéndose al oeste de esa ciudad y pasando en cambio por los pueblos de Rioveggio, Vernio y una docena más de grupos de edificaciones antiguas, de piedra, que se levantaban a un lado del camino y cuyos nombres no aparecían en ningún mapa.
Poco antes de las once de la noche habían escondido la moto entre espesos matorrales a las afueras de Pistoia y habían entrado a pie en la ciudad, desde donde, en autobús, se habían dirigido a Empoli y de allí en tren hasta Pisa. Llegaron a la Estación Central a las 4.39 de la mañana, despertaron a un taxista adormilado en su coche junto a la estación y negociaron con él una tarifa para todo el día. A las 5.30 localizaron el apartamento de Kimball, y se dispusieron a aguardar su siguiente movimiento.
Al salir el sol, la
piazza
y las calles que desembocaban en ella empezaron a cobrar vida. Los comerciantes comenzaron a baldear sus aceras y a recibir a los proveedores. Los trabajadores que acababan sus turnos de noche en las fábricas textiles y del vidrio se dirigían a sus casas con paso cansino. Con la llegada del día, aumentó el trasiego de gente con la que mezclarse y ocultarse de la penetrante mirada de Elliott Kimball.
Vance se frotó la cara con las dos manos, sacudió la cabeza y parpadeó. Suzanne se había sumido en un sueño ligero, apoyada en su hombro, y decidió dejarla dormir un rato. No era necesario que los dos estuvieran alerta. Contempló la cascada de pelo cobrizo de la mujer y respiró con fruición el olor de su cuerpo. Jamás había amado así a nadie en este mundo… y no tenía la menor idea de si alguno de ellos viviría lo suficiente para disfrutarlo.
Elliott Kimball había dormido de un tirón toda la noche.
Al amanecer se despertó y saltó de la cama impulsado por el hormigueo de la expectación.
¿Cómo no había pensado antes en aquella alternativa? Se preguntaba mientras se estiraba metódicamente y luego repetía su rutina de todas las mañanas, que consistía en cincuenta flexiones, otros tantos abdominales y un número parecido de otros ejercicios varios. El dolor de la ingle ya le resultaba soportable a esas alturas.
El viejo suelo de madera crujía con la vigorosa actividad.
Con el cuerpo desnudo y sudoroso, Kimball se dirigió a las ventanas de la habitación y las abrió de golpe, aspirando la frescura de la primera hora de la mañana.
—¿Por qué no habré hecho esto antes? —se preguntó en voz alta.
Era evidente que la Delegación de Bremen no lo tenía en la estima que se merecía. Había pasado revista a los acontecimientos del último año, a un incidente tras otro, y se había dado cuenta de que después de cada uno su prestigio había ido decayendo.
—¡Jodidos paletos! —maldijo.
Merriam Larsen no había adquirido fortuna y poder por derecho propio ni por nacimiento, sino porque era un hábil manipulador, un Maquiavelo de nuestros días, es decir, un buen servidor para un príncipe, pero no alguien que mereciera gobernar.
En la cara del americano alto y rubio se veía una expresión reconcentrada mientras contemplaba la lánguida corriente del Arno; se avergonzaba de haber permitido que Larsen lo manipulara haciéndolo jugar a su juego. Su estúpida aceptación de sus maquinaciones de bajo vuelo lo habían hecho descender a su nivel.
—¡Cerdos! —dijo casi gritando.
Pero después pensó que les había ganado por la mano a todos, y eso lo hizo sonreír. El y sólo él tenía los documentos de Da Vinci: las cartas ganadoras. Y todos tendrían que tratar con él, tendrían que bailar al son que él tocara.
En las horas transcurridas desde que había eliminado a ese gusano santurrón de Gregorio, Kimball había pensado en una docena de formas posibles de sacar provecho a los manuscritos de Da Vinci y al dossier que había recopilado sobre las actividades de la delegación, para recuperar su lugar en ella y forzarlos a reconocer su superioridad.
No obstante, finalmente había llegado a la conclusión de que su dignidad no le permitía tratar con la delegación, otorgarles un reconocimiento que no merecían. No, los destruiría. Y el GRU lo ayudaría a hacerlo.
No sólo tenía en sus manos la clave de la tecnología militar más poderosa del planeta, sino que nadie conocía como él los tejemanejes de las mayores corporaciones multinacionales del mundo. Kimball estaba al tanto de las comprometedoras debilidades de la delegación, de sus insaciables ansias de corrupción. Y, por otra parte, no había nadie más en el mundo que tuviera los archivos y recopilaciones que él poseía, una información que no sólo reflejaba minuciosamente las iniquidades cometidas por la corporación, sino también la corrupción sistemática de jefes de gobierno de todo el planeta.
En las manos adecuadas, ese material podría sacudir los pilares de los principales gobiernos y empresas del mundo, o podría servir para chantajear y manipular las decisiones que gobernaban las vidas de miles de millones de personas. Los rusos podrían ayudarlo. ¡Oh, sí! Sonrió ampliamente. Ellos sí reconocerían su valía.
Elliott parecía transfigurado: era el destino, ahora lo sabía. Desde la primera persona a la que había matado, desde su primer acto de rebeldía contra la sociedad, todo había formado parte de su destino. Siempre había deseado liberarse de la sofocante manta de acaudalado anonimato con que lo tenía sometido un padre rico y conocido. Había apostado por su oportunidad, y lo había hecho bien. Ahora Elliott Kimball sería famoso por derecho propio, nadie podría negarlo.
Aquel apartamento había sido de su padre, un recuerdo de los días en que el viejo tenía un negocio textil en Pisa. La fábrica se había vendido hacía tiempo, pero conservaba el apartamento para sus vacaciones. De niño, Kimball había ido allí con su padre y le había tomado cariño a la ciudad de Pisa. De joven, solía pasarse horas imaginando cómo arrojar a alguien al vacío desde la torre inclinada sin que lo descubrieran.
Los viejos vínculos emocionales lo hacían volver a Pisa con frecuencia, en especial cuando necesitaba tener tiempo para descansar, para pensar, o un lugar donde esconderse.
Se apartó de la ventana y fue hasta el baño, pasando junto al fichero de cuatro cajones con aislamiento ignífugo y cerradura de seguridad con combinación. Había tardado años en recoger toda la información que contenía; miles de páginas de documentos ultraconfidenciales, memorandos, cintas, todo ello obtenido del lugar donde confluían los secretos de las mayores corporaciones del mundo: la Delegación de Bremen. Todo estaba allí, pensó con satisfacción: evasiones fiscales; confabulaciones contra todos los gobiernos del mundo, grandes y pequeños; la contaminación del medio ambiente sólo para obtener beneficios; incontables intentos de destruir la libre empresa y el capitalismo con sus prácticas oligárquicas. Abrió el grifo de la ducha y se metió debajo del agua. Elliott Kimball sería famoso hasta el fin de los tiempos.
Un rayo de sol se abrió camino perezosamente desde los tejados de los edificios color ocre e incidió sobre el taxi. Con el resplandor resultaba difícil ver el Lamborghini e imposible distinguir los detalles de lo que sucedía en las inmediaciones de la puerta del edificio de Kimball, que todavía permanecía sumido en las sombras de primera hora de la mañana.
Vance bajó la sucia ventanilla trasera del taxi y parpadeó al darle en la cara la luz brillante.
—¡Ahí está! —exclamó Suzanne poco después de las siete de la mañana.
Vance volvió la cabeza y miró por la ventanilla. La luz del sol había llegado al Lamborghini rojo, y Vance distinguió claramente a Kimball caminando desde las sombras de su puerta hacia el cono de luz. Llevaba un maletín negro. El bramido del motor del deportivo hizo eco en la estrecha calle y llenó la mañana.