El legado Da Vinci (40 page)

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Authors: Lewis Perdue

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: El legado Da Vinci
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Pero no lo bastante rápido. Un dolor ardiente le atravesó el muslo derecho, y la pierna se le dobló bajo el peso del cuerpo. Ciego de dolor, se apretó la herida con la mano derecha mientras apoyaba el peso en la pierna izquierda. La maniobra sólo contribuyó a desequilibrarlo. El sonido estridente de otro disparo llegó a sus oídos y una segunda bala atravesó su cuerpo pulverizando las terminaciones nerviosas de su zona lumbar. Los músculos de su pierna izquierda, ligeramente doblada, se flexionaron involuntariamente y se estiraron por última vez respondiendo a la descarga de órdenes emitida por los nervios dañados. La fuerte sacudida hizo que Kimball perdiera por completo el equilibrio y saliera despedido describiendo un arco que lo proyectó por encima de la cabeza de Vance.

Suzanne dio gracias por haber sacado tan buenas notas en las prácticas de tiro. Cuando la primera bala alcanzó a Kimball en la parte interna del muslo derecho, por el chorro de sangre que surgió de inmediato, vio que le había seccionado la arteria femoral. Y Suzanne observó cómo el segundo disparo lo alcanzaba en la región lumbar al volverse e intentar ponerse fuera de su alcance. Sus dos disparos siguientes fallaron, pero los dos primeros habían sido suficientes. Suzanne se quedó allí, mirando cómo aquel hombre caía de cabeza, desde la parte superior de la torre.

—¡No-o-o-o-o! —gritó Kimball.

«¡Esto no puede pasar! ¡Debo vivir!», se repetía mientras el cielo y la tierra giraban locamente en torno a su cabeza como un desquiciado tiovivo. La arteria seccionada de su pierna lanzaba sangre al aire y contra el mármol de la torre mientras él se precipitaba al vacío. Lo último que sintió antes de que su cabeza se aplastara contra el pretil de mármol del tercer nivel fue la humillante certeza de que había sido derrotado por un aficionado y una mujer.

Suzanne corrió a la torre; tenía que llegar hasta Vance. A su alrededor oía gritos de ansiedad y, por el rabillo del ojo, vio gente que corría hacia la torre.

Dentro, lo primero que encontró fueron las cuerdas que se usaban en los días de gran afluencia de turistas para formar las colas. Desenganchó las sujeciones de metal que tenían en cada extremo, las enrolló y corrió escaleras arriba.

A Vance empezaban a agarrotársele los músculos de las pantorrillas de estar allí apoyado, sobre los dedos de los pies y los talones en el aire, sobre el capitel de la columna. Miró hacia arriba y vio otras columnas a medio metro de sus manos. Si pudiera alcanzarlas e impulsarse hacia arriba. Sentía que la fuerza volvía a sus brazos y al resto de su cuerpo, y sólo los calambres de las pantorrillas le recordaban lo maltrecho que estaba después de la paliza que le había propinado Kimball.

—¡Vance!

Alzó la vista y vio a Suzanne por encima de él. Le pareció un ángel.

—Aguanta unos segundos más —dijo mirando preocupada su rostro ensangrentado sin saber si la sangre era suya o de Kimball.

Rápidamente enrolló la cuerda alrededor de un pilar de la escalera dándole media docena de vueltas y le pasó a Vance el extremo libre. Sostuvo con firmeza el otro extremo. La columna sostendría a Vance hasta que éste pudiera llegar al nivel siguiente.

El se pasó la cuerda alrededor de la cintura y se la aseguró. Sintió un alivio inmenso. Jamás en su vida había experimentado un bienestar semejante.

Se impulsó un poco hacia arriba para que Suzanne pudiera probar si su invento resistiría y a continuación abandonó el apoyo bajo sus pies.

Cuando Vance pudo asentarse firmemente en la plataforma, Suzanne soltó el extremo de la cuerda y corrió a su encuentro. A medio camino, tropezó con un maletín negro, el de Kimball. Con él en la mano corrió hacia Vance.

—He creído que todo había terminado —gritó hundiendo la cara en el pecho de él.

—Y yo —respondió él disfrutando del momento—. También yo.

Ella alzó hacia él los ojos llenos de lágrimas de alegría.

—¡Oh! —dijo sorprendida—. Tu cara. Parece…

—Supongo que parece una hamburguesa —dijo Vance, tanteándosela con los dedos—. Pero estaré como nuevo dentro de un par de semanas.

Suzanne lo examinó atentamente y, a pesar de su aspecto ensangrentado y vapuleado, reconoció sus ojos azules como el mar Cáribe y su brillo familiar.

—¡Te quiero tanto!

—Yo también a ti —respondió él antes de romper el breve abrazo—, pero creo que será mejor que salgamos de aquí, ¿no te parece?

—Sí —dijo ella volviendo a la realidad.

Se dirigieron a la escalera. Suzanne se detuvo de pronto y echó mano del maletín que había quedado olvidado en la plataforma en el momento del gozoso reencuentro.

—Creo que aquí hay algo que tal vez te interese.

Vance cogió el maletín con dedos temblorosos y lo abrió. Examinó una tras otra las páginas. Evidentemente eran obra de Leonardo; los manuscritos que habían estado buscando.

—Está aquí —dijo con entusiasmo—. Está todo aquí.

—¿Lo tenemos?

—Lo tenemos. Y ahora —agregó cerrando de golpe el maletín y devolviéndoselo a ella—, tenemos que irnos.

A lo lejos se oía el sonido ululante de las sirenas de la policía.

Abajo, en la recepción, los dos hombres desnudos intentaban contener a una multitud de curiosos que trataban de entrar en la torre.

—Buen trabajo, caballeros —dijo Vance sonriendo.

Los dos hombres se volvieron de golpe con expresión ceñuda.

Vance abrió la puerta y avanzó entre un pequeño grupo de unas veinte personas, abriendo camino para Suzanne, que lo seguía llevando el maletín. A su derecha, un grupo más numeroso se había reunido en torno al cadáver de Elliott Kimball.

La cara ensangrentada de Vance era una máscara grotesca que hacía que la gente le abriera paso asustada mientras él y Suzanne abandonaban la torre. Superado el gentío, se detuvieron un momento para orientarse y entonces, ante ellos, aparecieron de repente dos hombres altos que les bloquearon el paso.

—Nosotros llevaremos ese maletín, señora Storm —dijo en inglés un hombre con el aspecto insulso de un contable.

Hubiera parecido inofensivo de no ser por el destello de sus ojos y por el arma que llevaba en la mano. Su compañero, un hombre fornido de mandíbula cuadrada con gafas de espejo, también llevaba una pistola.

Vance sintió sobre sus hombros el agobiante cansancio de la desesperación. Aquello ya era demasiado.

—El maletín, he dicho —exigió el contable.

Suzanne vaciló y el hombre amartilló su revólver.

—No quiero matarlos… al menos no aquí —sonrió el tipo—, pero lo haré si no me dan el maletín.

Suzanne sintió ganas de gritar. Miró a Vance y él asintió. Sin decir nada, dejó caer el maletín a los pies del hombre. El tipo fornido dio un paso atrás para cubrir a su compinche, que lo cogió rápidamente. La sirena de la policía sonaba cada vez más cercana.

—¡Vamos!

El contable apuntó con el cañón de su arma hacia la plaza. Vance se dio cuenta de que su taxi se había marchado; en su lugar había una limusina negra. Conscientes de que no les quedaba más posibilidad que seguirlos o morir, Suzanne y Vance se dirigieron hacia la limusina, seguidos por los dos guardias. Al ver que se acercaban, el conductor del coche se apresuró hacia las puertas del lado del acompañante y las abrió.

A Vance y a Suzanne los hicieron subir detrás. Dos coches patrulla de la policía y una ambulancia entraron en la
piazza
precedidos del sonido estridente de sus sirenas. El tipo más fornido les dio un empujón para darles prisa y se sentó con ellos. El contable cerró con un portazo y se instaló en el asiento delantero, junto al conductor, que aceleró dirigiéndose al oeste.

A Vance y Suzanne, el impulso del potente motor los pegó al respaldo.

De repente, Vance se quedó paralizado. Dentro del coche estaba también Harrison Kingsbury. Este estaba a punto de decir algo cuando la limusina tomó violentamente una curva y aceleró hacia el nordeste por la via Piestrasantina, hacia la autopista A12.

Los guardias intercambiaron órdenes a voz en cuello y después guardaron silencio sin perder de vista a sus prisioneros. El contable desde el asiento delantero apuntaba a Vance. Entre Vance y el contable, en el asiento supletorio, iba sentado un hombre distinguido, vestido con un traje de raya diplomática. A horcajadas en el otro asiento supletorio, junto al hombre de negocios y directamente detrás del conductor, el guardia sostenía su revólver con cuidado, recorriendo con los ojos los rostros de sus prisioneros. Harrison Kingsbury estaba en el lado izquierdo del asiento trasero, frente al susodicho guardia, y Suzanne ocupaba el lugar central, entre él y Vance.

Cuando sus ojos se acostumbraron a la luz, Vance reconoció al hombre del traje elegante: era Merriam Larsen, presidente de una empresa petrolera, miembro de la Delegación de Bremen y viejo enemigo de Harrison Kingsbury. Vance observó el trato deferente que tenían los guardias con él, y que lo habían colocado entre los dos para poder defenderlo.

—Buenos días. —Larsen rompió el silencio mientras la limusina se abría camino velozmente dejando atrás el tráfico más lento—. Han tenido ustedes una mañana de lo más interesante… Unos días, para ser más exactos Cogió el maletín de manos del contable y, apoyándolo en sus rodillas, lo abrió.

—Aunque debo admitir que han sido un persistente engorro para nosotros. —Larsen sacó una hoja de los manuscritos de Da Vinci del maletín, encendió una luz y los examinó brevemente—. Pero lo cierto es que esta mañana nos han hecho un gran favor. —Esbozó una sonrisa, volvió a mirar la hoja y la devolvió al maletín—. Le habíamos perdido la pista al señor Kimball, y ya empezábamos a pensar que no sólo había eludido la justicia que teníamos preparada para él, sino que tal vez fuera a hacer algo precipitado con estos manuscritos tan valiosos.

Vance se removió en su asiento; el contable levantó el arma al instante.

—Relájate, gatillo alegre —dijo Vance—. Sólo trato de ponerme cómodo, algo que tú y tu amigo no facilitáis mucho, por cierto.

—Vaya, qué carácter, señor Erikson —dijo Larsen con una mueca burlona.

Kingsbury se movió en su asiento también y Vance lo contempló alarmado al ver que el tipo fornido alzaba de nuevo su arma por reflejo.

—Calma, hijo, calma —le dijo Kingsbury al guardia con una voz de anciano que Vance no le conocía. Lo miró y lo interrogó con los ojos, pero cuando Kingsbury le devolvió la mirada, Vance vio que el fuego y la astucia seguían brillando en ellos como siempre—. No soy más que un viejo —Kingsbúry siguió dirigiéndose al matón— que trata de ponerse cómodo. Tanto tiempo aquí sentado y encogido no le hace ningún bien a mi artritis.

¿Artritis? Kingsbury jamás había sufrido de artritis. Tan asombrado estaba Vance que se perdió la última frase de Larsen.

—He dicho que estoy dispuesto a ofrecerles un puesto en la delegación, señor Erikson, a usted y a la señora Storm.

—¿Un trabajo? —repitió Vance con extrañeza—. ¿Por qué… para qué habría de querernos?

—Porque son ustedes buenos. Por eso —respondió Larsen sucintamente—. Han conseguido lo que la CIA y todos los recursos de la delegación no han sido capaces de conseguir.

—¿La CIA? —repitió Vance.

Suzanne sabía lo que vendría a continuación. Había sido una de las razones por las que había dejado la Agencia.

—Claro, señor Erikson, usted sabe que la CIA trabaja con frecuencia para nosotros —explicó Larsen—. Tenemos…, cómo lo diría…, muchos objetivos en común. Además, los caballeros de la CIA son lo bastante inteligentes como para reconocer que el futuro somos nosotros y no el gobierno de Estados Unidos. Los miembros más brillantes de la dirección y del personal de la CIA se han puesto de nuestro lado, pero debo admitir —continuaba Larsen— que a veces me decepcionan. Se encargaron de buscar a Elliott Kimball y fracasaron.

Vance miró a Kingsbury por el rabillo del ojo cuando éste volvió a cambiar de postura. Esta vez el grandote ni siquiera se movió.

—Ustedes encontraron a Kimball, encontraron su apartamento —Larsen hablaba como si le estuviera contando a un niño un cuento de hadas por primera vez—, y recuperaron los documentos.

—Pero usted nos encontró a nosotros —le recordó Vance.

—Sí —asintió Larsen—, por suerte. Sin embargo, tal vez se pregunte cómo lo hicimos. —Tan fascinado estaba Larsen con el sonido de su propia voz que no reparó en que Kingsbury se removía otra vez en su asiento. Tampoco se dio cuenta de que con cada movimiento se acercaba más al guardia corpulento—. Bueno, pues es muy sencillo —continuó—. Lo único que la CIA hizo bien fue mantener la vigilancia sobre algunos de los antiguos asociados de Kimball; algunos a los que era probable que se acercara después de apartarse de la delegación. Uno de éstos resultó ser un oscuro comandante del GRU destinado en Pisa…

—Mijaíl…

—Alejandrovich —Larsen completó el nombre—. Eso es. Alguna pesquisa más les hizo sospechar que podría reunirse con Kimball esta mañana. Lo seguimos. Claro que, cuando llegamos, usted estaba… colgando de la torre, y había hecho ya todo el trabajo por nosotros.

—¿Qué le hace pensar que Suzanne y yo trabajaríamos para la delegación? —le preguntó Vance desafiante.

—La vida. Las suyas y la del señor Kingsbury. En las últimas semanas han luchado tanto por conservarla. Han matado, han robado, han mentido y engañado para seguir vivos. Después de todo eso, no creo que les dé igual que Rudi —miró al tipo fornido— o Steven, que está detrás de mí, pongan fin a todo con una bala. ¿O sí?

—Me parece que usted no entiende mucho a la gente —dijo Vance indignado—. No creo que tenga la menor idea de lo que significan las palabras dignidad ni libertad. La gente muere por defender su dignidad. No estoy seguro de que valga la pena seguir vivo sin…

—Oh, vamos, señor Erikson.
¿Dignidad
? ¿Usted cree que yo soy un soldado, carne de cañón apta para ser convertida en alimento para perros? Ya nadie muere por defender su dignidad. Lo que la gente quiere es
vivir
, tener cosas. Si usted le da a la gente lo suficiente como para mantener el estómago lleno y un techo sobre sus cabezas, si les da un brillante coche nuevo y el pan y el circo de la televisión, les importará un bledo la dignidad.

—¿Es así como ve usted a la gente? —inquirió Vance.

—Por supuesto —respondió Larsen—. Mire los abusos que están dispuestos a cometer por las tajadas que les dan cuando trabajan para una corporación. Lo hacen porque les pagamos; pero saben que si no lo hacen serán despedidos. Una corporación no puede tolerar alteraciones, y ahí no cabe la dignidad. La gente tiene que perderla antes de trabajar para nosotros, y créame que la pierde. De modo que no me hable de dignidad. Usted y cualquiera que viva en este mundo hará cualquier cosa…

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