—¿Venís a salvarnos? —inquirió el tío Stake. —¿Vos? ¡Vamos: estáis de broma, señor mío! La chanza pudiera costaros cara. Os advierto que lo digo a título de advertencia.
El polaco se encogió de hombros y, dirigiéndose al teniente, dijo:
—Ordenad a uno de vuestros hombres que vigile junto a la entrada. Lo que voy a deciros deben desconocerlo los turcos. Con ello me juego la piel.
—¡Estupenda para un tambor! —masculló el tío Stake. —¡Sería más resistente que la de burro!
El teniente hizo una indicación a El-Kadur para que se apostase en la escotilla, diciéndole:
—Si se aproxima alguien, avisa al instante.
El árabe desapareció sigilosamente.
—Decid lo que sea, capitán —instó Perpignano.
—Hace un momento tramabais un complot, ¿verdad?
—¿Nosotros? —inquirió el tío Stake, empezando a subirse las mangas.
—Os he oído conversar.
—Es verdad. Disputábamos respecto a la luna o, para ser más exactos, nos preguntábamos si será cierto que posee ojos, nariz y boca.
—No te guasees, marinero —respondió el polaco. —No es ésta la ocasión apropiada. Vuestra idea era prender fuego a la galera.
—¿Sois adivino? —inquirió Perpignano.
—No. Os he oído hablar por el tabique. Pero no debéis tener miedo: vuestro proyecto concuerda precisamente con el mío.
—¡Qué! ¿Vos…?
—Yo tenía pensado incendiar la nave, y ya estaba en combinación con la duquesa para ello.
—¡Eh! —exclamó el tío Stake. —¡Este hecho parece increíble y extraordinario! ¿Cómo pueden estar de acuerdo el cerebro de un renegado y el de un griego cristiano?
El polaco simuló no haber escuchado aquellas palabras y prosiguió:
—Estoy enterado de que disponéis de yesca y eslabón, ¿no es así?
—Sí —contestó Nikola.
—Intentabais ir al almacén de velas y cables.
—Es verdad —convino Perpignano.
—Estoy de acuerdo con vuestro plan. Esta noche bajaré a fin de levantar la barra de hierro de la puerta…
—¡Poco a poco, señor! —interrumpió el contramaestre, que aún sentía desconfianza. —¿Quién nos asegura que sois realmente leal? ¿No se tratará todo esto de una argucia para que los turcos nos fusilen?
—No habría venido —repuso el polaco, —y, por otra parte, hubiera sido para mí muy sencillo envenenar la comida que os sirven y enviaros en derechura al otro mundo. ¡Tenéis mi palabra de honor!
—¡Hum! —masculló el anciano, arrugando la nariz. —¡Ese honor me huele mal!
Por segunda vez el polaco simuló no haber oído la terrible ofensa.
—De manera que… —dijo, mirando a Perpignano.
—Puesto que dais vuestra palabra de honor de no traicionarnos, estamos resueltos, con el fin de salvar a la duquesa y al señor Le Hussière.
—Entonces, ¿conformes?
—Sí.
—¡Un instante, señor! —exclamó Nikola Stradiato, interviniendo. —¿La brisa que sopla es fuerte?
—No. Sigue la calma y avanzamos con gran lentitud.
—De forma que llegaremos a Hussif…
—Mañana por la mañana, en el supuesto de que el viento no aumente.
—¿A qué distancia nos encontramos?
—A cuarenta millas, aproximadamente —respondió el polaco.
—Me sobra con esos datos.
—A ti, sí. No a mí —intervino el viejo Stake. —Deseo saber si hay vigilantes en el sobrepuente.
—No hay ni uno —dijo Laczinski.
—¿Y dónde se encuentra el depósito de velas y objetos de repuesto?
—Debajo de las cámaras.
—¿No abrasaremos a la duquesa, que está en una de ellas? —preguntó, sobresaltado, el contramaestre.
—Sobre esa hora el capitán Tormenta estará al lado del señor Le Hussière. Todo lo he previsto y calculado. Podéis prender fuego con entera libertad. Procurad pasar el tiempo lo mejor posible y tened la certeza de que en el instante oportuno la puerta se hallará abierta. ¡Hasta luego, en las chalupas de la nave!
El renegado volvió la espalda al grupo y ascendió con lentitud la escalerilla, corriendo luego por la puerta el asta de hierro.
—Señor teniente —preguntó Stake, —¿confiáis en ese hombre?
—Creo que en esta ocasión es leal —repuso Perpignano. —¡Cualquiera sabe si el arrepentimiento no habrá hecho mella en su corazón!
—¡Negro, muy negro! —dijo el marinero, haciende un gesto con la cabeza. —¡Ya se verá! Al fin y al cabo, morir a causa de las cimitarras turcas o en el vientre de los tiburones, me da lo mismo. ¡Crac!, y todo se acabó, y buenas noches a la compañía, como solemos decir nosotros.
Media hora más tarde un par de criados acompañados de cuatro marineros armados con cimitarras y arcabuces llevaron a los cautivos dos cestos con aceitunas, pan moreno y carne salada.
Ni los griegos ni los compañeros de la duquesa conversaron con aquellos hombres, que los contemplaban con hostilidad.
Cuando, acabada la comida, se hubieron marchado, el teniente propuso a sus amigos dormir un poco, ya que aquella noche no tendrían oportunidad de dormir ni un instante, a causa del plan que meditaban.
Asi lo hicieron.
El tío Stake fue quien primero despertó. Una intensa oscuridad imperaba en la cala.
—¡Diablos! —exclamó. —¡Hemos dormido igual que marmotas! ¡Claro que es cierto que hemos pasado una noche sin pegar un ojo a raíz de nuestra huida! ¡Eh! ¡Venga, dormilones!
Perpignano, El-Kadur y el griego se incorporaron, dando bostezos.
—¿Ya es de noche? —inquirió el teniente.
—El sol ha debido de ponerse hace un par de horas —respondió el tío Stake. —Así que no perdamos tiempo e intentemos asar tres o cuatro docenas de turcos.
—¿Estáis preparados? —preguntó Perpignano.
—¡Sí! —contestaron todos a la vez.
—¡En marcha!
A tientas y cogidos unos a otros pudieron dar con la escalerilla y subieron por ella. El tío Stake iba en primer lugar, ya que había afirmado que veía «divinamente», a pesar de no tener linterna.
Cuando alcanzaron la puerta, la empujaron y cedió sin necesidad de hacer la menor violencia.
—¡Eh! —murmuró el viejo. —¿Verdaderamente estará arrepentido el polaco? ¡El diablo se ha quedado sin un alma!
Penetró el primero y se puso a escuchar atentamente en la profunda oscuridad. En el entrepuente parecía no haber nadie.
—¿No hay nadie? —inquirió Perpignano a media voz.
—¡Permitidme escuchar, señor!
Sobre la toldilla se percibían los pesados pasos de los centinelas, en los entrepuentes; los puntales crujían y por las bandas oíase cómo resbalaba el agua.
—Creo que nadie se preocupa de nosotros —opinó. —¡Silencio y misterio, tal como dicen en las tragedias! Agarraos de la mano y preparaos a estrangular al primer turco que intente cerrarnos el paso. ¡Pero de un fuerte apretón, para que no pueda gritar!
—¡En marcha! —dijo Perpignano. —¡Tal vez no se encuentre muy distante la ensenada de Hussif!
—¡No hagáis que se nos ponga la carne de gallina, señor! —contestó el viejo. —No creo que sea el momento oportuno para recordar eso.
Avanzó en dirección a babor y todos caminaron con extrema precaución. Perpignano iba detrás del contramaestre, cogido a su casaca, y tras él marchaban Nikola y los otros, agarrados de la mano.
El tío Stake parecía tener la vista como los gatos, a juzgar por la manera que eludía el chocar contra las culebrinas ni desgarrarse nada.
Junto al extremo de popa del entrepuente siguió el pasillo que se hallaba bajo las cámaras, intentando encontrar la puerta del depósito de cordajes y de velas de recambio.
Encontró una falleba de hierro y la hizo girar. Una puerta se abrió fácilmente.
—¡El renegado ha cumplido lo prometido! —anunció, respirando satisfecho.
Y, dirigiéndose a sus amigos, añadió:
—¡Quedaos aquí vosotros y entregadme la yesca y el eslabón!
—¡Aquí están! —repuso Nikola.
—¿Está completamente seca la yesca?
—Arderá al instante.
—¡Magnífico! En medio minuto se llevará a cabo todo. ¡Qué no se mueva ninguno y, en especial, que a ninguno se le ocurra hablar!
Cogió ambos objetos y penetró en el depósito, que se hallaba abarrotado de velas, cables, cajas y cadenas. Una vez en el interior, encendió la yesca.
—¡Se encuentra todo lleno de alquitrán! ¡De qué forma va a quemarse! ¡Incluso se abrasará la Media Luna! —exclamó el tío Stake.
Se hallaban junto a una barrica llena de pez. Cogió un montón de esparto, le prendió fuego y lo diseminó por en medio de las velas y la pez.
Al ver alzarse primero una columna de humo y después brillar las llamas, se precipitó fuera del depósito, chocando contra Nikola y los otros, que le aguardaban fuera.
—¡Rápido! —dijo. —¡Vamos a la cala! ¡De aquí a media hora toda la galera estará incendiada!
Tras ocultarse el sol en el horizonte, Metiub, haciendo honor a lo que prometió, bajó al camarote de la duquesa con el objeto de llevarla hasta la enfermería, donde el vizconde gemía como consecuencia de las dolorosas curas del médico, que procuraba sacarle la bala.
Dominada por una intensa congoja, ya que en todo el día nadie la había informado sobre el herido, la joven esperaba a Metiub. Parecía que, finalmente, su indomable energía se había quebrantado con tantas emociones.
Al ver entrar al turco, se puso en pie y le preguntó con anheloso acento:
—¿Qué ocurre?
—Todavía no estamos a la vista de Hussif —repuso Metiub, que parecía hallarse de pésimo humor. —Sigue la misma calma, y no alcanzaremos la ensenada hasta mañana por la mañana o tal vez más tarde.
—¡No me refiero a Hussif! —contestó la duquesa. —¡La salud del vizconde es lo único que me inquieta!
—El médico no puede aún asegurar nada, señora. La bala continúa incrustada en la carne y no es posible extraerla.
—¡En tal caso, morirá! —exclamó la duquesa, en tono de espanto.
—¿Qué dices, señora? Yo también en Nicosia fui alcanzado por una bala, que se me incrustó en el costado derecho. Nadie me la ha sacado y estoy todavía con vida. Cuando se canse de recorrer mi cuerpo, aparecerá a flor de piel y le daré paso al exterior con un sencillo corte.
—¡Me reconfortáis con estas palabras!
—No afirmo, de todas formas, que el estado del vizconde sea bueno. La herida es grave, señora, y no cicatrizará con facilidad.
—¿Le puedo ver?
—Te lo prometí. Sin embargo, antes que lleguemos a Hussif me tienes que enseñar esa famosa estocada. Estoy interesado en saber pararla.
—Sí; pero en este momento, no. Mañana, antes que lleguemos a Hussif, o bien en presencia de Haradja.
—¡Ah, no! ¡Delante de la sobrina del bajá, no! —respondió con viveza el mahometano. —¡Podría no haber ocasión!
—¿Eso significa que Haradja acaso me matará antes que te pueda enseñar la estocada? —inquirió la duquesa, con amarga ironía.
—Yo no soy capaz de adivinar las ideas de esa extraña mujer —repuso Metiub. —¡Acompáñame, señora! ¡Ya es de noche!
Abandonaron el camarote y llegaron a cubierta. Había muy pocos hombres de guardia, esparcidos por babor y estribor. Imperaba en aquel instante en el Mediterráneo una calma semejante a las que inmovilizan durante varias semanas a los navíos que recorren las zonas intertropicales.
A pesar de la oscuridad que remaba, la duquesa pudo ver a un hombre cubierto por una capa de lana oscura, apoyado en la borda de popa, que le hizo con la mano un ademán de adiós. Se trataba del polaco.
Conducida por Metiub, cruzó toda la toldilla de la galera, bajo la batería, alumbrada por un par de linternas y pasó a la cámara destinada a los heridos.
En ella se encontraban dos docenas de hamacas sujetas a las paredes, con el objeto de que los heridos no notaran demasiado las sacudidas de la galera en el transcurso de las tempestades.
Sobre una de ellas se encontraba inclinado un anciano turco de larga barba y arrugado semblante, de color parecido al de los árabes.
—Aquí es —indicó Metiub, volviéndose hacia la duquesa. —Te aguardo en cubierta, señora.
La duquesa se dirigió hacia la hamaca, encima de la cual ardía un farol suspendido del techo.
El vizconde semejaba estar aletargado y estaba muy pálido. Un viscoso sudor surcaba su frente y dos semicírculos morados se veían bajo sus ojos.
Su respiración era jadeante y de su pecho surgía un sordo rumor.
—¿Está muriéndose? —inquirió la duquesa, contemplando al médico, que la examinaba con gran interés.
La pregunta, que había sido hecha en árabe, fue entendida por el hombre, que replicó:
—No, señora. Estad tranquila; de momento no hay que temer nada.
—¿Se curará?
—Se encuentra en las manos de Alá.
—Si en realidad eres un
tobib
, debes saberlo.
—¡Mahoma es grande! —repuso escuetamente el árabe.
—¡Gastón! —murmuró la duquesa, con dulce voz. —¡Querido Gastón!
El herido abrió los ojos y un destello de alegría iluminó sus pupilas.
—¡Sois vos, Leonor! —murmuró con débil voz. —¡Esta… bala…, esta… bala!
—¡No habléis! —ordenó el médico en tono enérgico. —¡La herida es de gravedad!
—Le salvarás, ¿no es cierto? —preguntó la duquesa. —Seguramente eres un buen
tobib
.
—¡Oh, sí! —contestó el turco, atusándose nerviosamente la blanca barba. —¡Este señor no morirá!
Una débil sonrisa asomó a los labios del vizconde, que se mordió los labios para reprimir un gemido.