—¿Tal vez la venganza me podría resultar fatal?
Movió la cabeza con un gesto brusco y agregó:
—¡No; el León de Damasco no podrá jamás derrotarte,
effendi
! ¡El brazo que yo vi en la demostración y que venció a la mejor espada de la escuadra vencerá igualmente a Muley-el-Kadel! Tú, que eres el más joven de todos, serás el más terrible espadachín del ejército mahometano. Yo me ocuparé de que el sultán se entere.
Y casi con un leve acento de tristeza preguntó, suspirando:
—No te olvidarás de mí, ¿no es cierto,
effendi
? ¿Regresarás pronto?
—Confío en que así sea —respondió Leonor.
—¡Me lo prometiste!
—Pero ya sabes, Haradja, que la vida de los humanos se encuentra en manos de Alá.
—¡Alá y Mahoma no serán tan crueles como para segar tan lozana vida! Las huríes del paraíso te esperarán un poco más. ¿Deseas que partamos? Observo que estás impaciente por abandonarme.
—No; por cumplir con mi obligación, Haradja. Soy un soldado de Mustafá, que es mi máximo jefe.
—Es verdad, Hamid. Antes que nada debes obedecer. Pongámonos en marcha. Los caballos y mi comitiva deben de estar ya preparados.
Se cubrió con un amplio manto de lana muy fina y descendió la escalinata seguida por la duquesa y precedida por los dos esclavos que habían permanecido hasta entonces de guardianes ante la puerta del salón.
En la plazoleta del castillo, pasado el puente levadizo, dos grupos de jinetes aguardaban la llegada de la sobrina del almirante y del hijo del bajá de Medina.
Uno de los grupos estaba formado por los renegados griegos, Perpignano, El-Kadur, el tío Stake y un marinero. El otro lo constituían veinticuatro jenízaros armados de una forma extraordinaria.
Entre ambos grupos, y encima de un caballo negro, se veía a un hombre de unos treinta años, de alta estatura, rostro delgado y pálido, largos bigotes negros y ojos muy grandes hundidos en las órbitas.
En lugar de los rutilantes uniformes que tenían por norma usar los turcos de aquel tiempo, lucía una raída casaca oscura y un pantalón de idéntico color, y sobre la cabeza un fez, sucio y de desvaído color.
Su mirada se había clavado en la duquesa, en tanto que un temblor convulsivo sacudía sus miembros. No obstante no lanzó una simple exclamación y se mordió los labios por miedo a dejar escapar alguna palabra inoportuna.
Leonor, que se había fijado en él al instante, al principio se tornó muy pálida y después la sangre acudió a su semblante.
—Éste es el cristiano —dijo Haradja, señalándole. —¿Le habías visto en alguna otra ocasión?
—No —repuso la duquesa, reprimiendo su emoción.
—Se halla algo excitado a causa de la fiebre, según me han notificado —agregó con aspecto de indiferencia Haradja. —Pero con el aire del mar se recuperará y llegará en buenas condiciones a Famagusta. Intenta,
effendi
, tratarle bien para que no digan que me comporto demasiado cruelmente con mis cautivos.
—Te aseguro que así será —contestó con voz sorda Leonor.
Dos caballos magníficamente enjaezados fueron llevados por los esclavos hasta el lugar donde se encontraban ambas mujeres, las cuales se prepararon a partir.
—¡Vigilad al cristiano! —exclamó Haradja a los jenízaros. —¡Responde vuestra cabeza de él!
Ocho turcos se situaron alrededor del vizconde y toda la expedición inició el galope en dirección a la ensenada.
La comitiva de la duquesa cerraba la marcha, dejando un espacio de una cincuentena de metros entre ella y la vanguardia jenízara.
Perpignano y Nikola marchaban a la cabeza del segundo grupo.
—¿Terminará todo bien? —dijo el veneciano, dirigiéndose al griego. —¡No me parece posible que vayamos a tener tanta suerte!
—Si Belcebú no introduce uno de sus cuernos, confío en que la jugada salga perfecta —repuso el griego. —La carabela ya se encuentra en las profundidades del mar.
—¿No suscitará sospechas en Haradja la desaparición de la nave?
—Pienso que no. Nosotros no tenemos nada que ver con lo que hagan los turcos. De aquí a un par de horas nos encontraremos en alta mar, y en tal caso ¡qué nos coja la sobrina del bajá! Por estos lugares no parece que haya veleros y la flota turca debe de estar en Nicosia. ¿Qué os parece el señor Le Hussière?
—Me ha maravillado su sangre fría. Temía que al contemplar a la duquesa no pudiese reprimir una exclamación de alegría, que, al fin y al cabo, hubiera sido muy natural.
—El-Kadur le había prevenido.
—¡Bien se ha aprovechado Haradja del vizconde! Le ha debido de hacer servir de cebo a las sanguijuelas, como a todos los otros.
—Haradja siempre fue implacable. Lo sé por propia experiencia —dijo Nikola. —Y de no haber venido en compañía de los jenízaros, os garantizo que no la hubiera dejado regresar al castillo sin una bala en el cuerpo, para vengar a esos desdichados cristianos, a los que trata con tanta crueldad.
—¡No cometáis errores, Nikola! —advirtió Perpignano. —Los jenízaros son más numerosos que nosotros y podríamos echarlo todo a perder.
—Ya lo sé, y por ello evito cualquier violencia, aunque siento unas ganas feroces de abalanzarme sobre esos perros y acuchillarlos con el yatagán.
—¡Se halla la duquesa de por medio!
—¡Una espada que es mejor que todas las nuestras reunidas! Me he enterado de que ha derrotado y desarmado a Metiub.
—Y al León de Damasco, Nikola. No obstante debemos permanecer tranquilos.
—Sí, por si acaso. No es aconsejable todavía darles a conocer quiénes somos.
Ambas escoltas seguían marchando al galope, no ya por el angosto sendero que bordeaba el mar, sino por un amplio camino practicado entre rocas y escolleras.
Tanto Haradja como Leonor permanecían silenciosas. Las dos parecían inquietas y pensativas. Únicamente la última, de vez en cuando, y cerciorada de no ser observada por los turcos, volvía hacia atrás la cabeza, para examinar con una rápida ojeada al vizconde, como para tranquilizarle y pedirle que fuera prudente.
El francés, que no dejaba de contemplarla, contestaba con una sonrisa.
Sobre las siete de la mañana ambas comitivas alcanzaron la playa.
—Ésa es mi nave —dijo la duquesa, indicando la galeota.
—¡Ah! —exclamó Haradja. —¿Cómo es que no distingo mi carabela?… Seguramente la viste al desembarcar.
—Sí, aquí se encontraba —repuso la duquesa. —¿No se trataba de un pequeño velero tripulado por una docena de turcos?
—Estaba anclado en la ensenada.
—Sí, y sus hombres pretendieron impedirme que desembarcara.
—¡Necios! ¡No son capaces de distinguir a los amigos de los enemigos!
—Es muy aconsejable en toda ocasión ser desconfiado, Haradja.
—¿Cuántos hombres dejaste cuidando tu nave?
—Tres.
—La ausencia de la carabela me preocupa —comentó Haradja. —¿Habrá sucedido algo grave?
—¿Qué temes, Haradja?
—Los venecianos poseen todavía galeras…
—¿Qué iban a intentar en este momento en que la bandera del Profeta domina en toda la costa?
—Tus hombres podrán informarme de algo.
—Confío que así sea, Haradja.
La turca desmontó y lo mismo hizo la duquesa.
Todos hicieron otro tanto, mientras que de la goleta partía una chalupa tripulada por Olao y el par de marineros que custodiaban la nave.
—En este lugar había una carabela —dijo Haradja cuando llegaron a tierra.
—Sí, señora —repuso Olao. —Desplegó velas esta mañana, alegando que iba a reconocer la costa.
—¿Habéis distinguido alguna galera enemiga en el horizonte?
—Ayer por la tarde, antes que anocheciera, una nave surgió en dirección sur con rumbo a la isla. Es posible que la carabela haya puesto proa hacia alta mar para comprobar si era turca o cristiana.
—En tal caso, regresará en seguida —dijo Haradja. —Embarcad en primer lugar al cristiano y atadle en el entrepuente o encerradle en uno de los camarotes con guardianes.
—Yo respondo de él, señora —contestó rápido Nikola.
El vizconde saltó a la chalupa acompañado del tío Stake, Simón y cuatro griegos.
—Hamid —comenzó la turca aproximándose a Leonor, que miraba en dirección a la chalupa, —ha llegado el instante de separarnos. Recuerda,
effendi
, que te aguardo con impaciencia y que cuento con tu brazo para matar al León de Damasco. Si lo deseas, te haré designar gobernador del castillo de Hussif, y con la ayuda de mi tío conseguiré para ti del sultán cuantos honores quieras. Algún día te convertirás en el bajá más poderoso del imperio otomano. ¿Me has entendido, gentil capitán? ¡Haradja aguarda tu regreso pensando siempre en ti!
—¡Eres muy generosa, señora! —respondió la duquesa.
—¡Nada de señora! ¡Haradja! —dijo la turca.
—Es verdad. Lo había olvidado.
—¡Adiós, Hamid! —continuó la turca, estrechándole la mano. —¡Mis ojos te acompañarán por el mar!
—¡Y mi corazón latirá por ti, Haradja! —contestó la duquesa, con ironía, —¡Una vez que haya matado al León de Damasco, regresaré!
La chalupa, que ya había trasladado al vizconde hasta la nave, volvió seguida de un bote.
La primera en saltar fue Leonor, con Perpignano, El-Kadur, Ben-Tael y unos cuantos griegos, y se adentró en el mar, en tanto que los restantes hombres ocupaban la segunda lancha.
Apoyada en su corcel, Haradja la seguía con la vista. Un velo de tristeza ensombrecía el semblante de aquella mujer despiadada.
Los renegados que había a bordo de la goleta desplegaban ya las velas y subían el ancla.
En cuanto se encontró sobre cubierta, el tío Stake tomó el mando, gritando:
—¡Preparados, muchachos! ¡La brisa procede del noroeste y avanzaremos igual que peces! ¡Ya nos pueden seguir con sus pencos árabes, si así lo desean! ¡Soberbia chanza! ¡Durante toda mi vida me reiré cuando la recuerde!
La galeota, cuyas velas latinas se hinchaban merced al viento, empezó a girar con lentitud sobre sí misma y avanzó hacia la salida de la rada.
La duquesa hizo un último ademán de despedida, agitando el pañuelo, en tanto que la ronca voz del tío Stake exclamaba:
—¡Cerrad las escotas, muchachos! ¡Cómo se la hemos jugado al turco!
Haradja aguardó a que la galeota diera la vuelta al promontorio y, subiendo sobre su caballo, emprendió el regreso al castillo, acompañada de sus jenízaros.
De vez en cuando miraba hacia el mar, y cuando la nave desapareció ante su vista espoleó rabiosamente a su corcel, avanzando a todo galope.
Media hora más tarde alcanzaba la plataforma del castillo. Se disponía a cruzar el puente levadizo cuando, por el camino que llevaba hasta los estanques, apareció un capitán de jenízaros, de elevada estatura, corpulento, de grandes bigotes y que montaba un soberbio caballo tordo cubierto de espuma.
Haradja se había detenido, en tanto que los jenízaros, al escuchar el galope de aquel caballo, preparaban sus arcabuces.
—¡Alto, señora! —gritó el capitán, deteniendo de súbito su montura. —¿Sois la sobrina del gran almirante Alí-Bajá?
—¿Quién eres? —indagó Haradja, poco deseosa de trabar conversación con nadie.
—Como podéis ver, un capitán de jenízaros —replicó el hombre. —Y llego desde Famagusta. ¡Tras haber desembarcado en ésta, he hecho efectuar a mi bravo
Kaeser
tan furiosa carrera, que ha de estar agotado!
—Yo soy la sobrina de Alí-Bajá —contestó Haradja.
—Esto me complace. Tenía el temor de que no te hallaras en el castillo. ¿Se encuentran aquí todavía los cristianos?
—¡Eh, capitán, parece que me estás interrogando! —exclamó con cierto enojo Haradja, —¡Yo no soy ninguno de los oficiales de Mustafá!
—Disculpadme, señora, pero tengo prisa —repuso el jinete. —¡Nosotros somos de esta manera!
—¡Nosotros! ¿Quién eres tú?
—En otra época fui capitán cristiano; en este momento soy turco, seguidor del Profeta.
—¡Ah! ¿Un renegado? —exclamó Haradja en tono algo despectivo.
—Es posible ser renegado y hacer favores, señora. Vengo a haceros uno extraordinario —respondió el capitán, con rudo acento.
—¿De qué género?
—Os he preguntado si los cristianos se encontraban todavía aquí.
—¿Quiénes?
—Los que han venido para salvar al vizconde.
—¿Cristianos? —exclamó Haradja, palideciendo.
—¡Ya me imaginaba que se habrían hecho pasar por turcos!
—Pero ¿quién eres tú?
—Mientras fui cristiano me llamaba Laczinski. Ahora tengo un nombre turco, que os resultará desconocido entre los de todos los capitanes mahometanos. ¿Están todavía aquí? ¡Responded, señora!
—¿Se habrán reído de mí? —gritó Haradja, exaltada y furiosa. —Hamid…
—¡Ah, sí! ¡Hamid! ¿Éste es el nombre que os ha dado el capitán Tormenta?
—¿El capitán Tormenta?
—Señora —dijo el polaco indicando a los jenízaros de la escolta, —creo que este lugar no es adecuado para…
—¡Estás en lo cierto! —convino Haradja, que a cada instante que pasaba estaba más pálida. —Acompáñame.
Cruzaron el patio y penetraron en una estancia de la planta baja.
—¡Explícate! —dijo Haradja, muy nerviosa, mientras cerraba la puerta con brusquedad. —¿Decías que Hamid es un cristiano?
—Es el famoso capitán Tormenta, que frente a los muros de Famagusta sostuvo un extraordinario duelo con el León de Damasco y le venció.
—¡Hamid ha vencido al León de Damasco! —exclamó Haradja.
—Y le hirió, señora —contestó el polaco. —Le pudo haber matado, pero prefirió perdonarle la vida.
—¿De manera que no es verdad que ese joven es amigo de Muley? ¿Ha mentido?
—Por el contrario, señora. El turco y el cristiano ya no son enemigos. Muley salvó al cristiano al conquistar Mustafá Famagusta.
—¡Hamid es un cristiano! —murmuró la turca, con gesto pensativo.
Y encogiéndose de hombros, agregó:
—¡Es lo mismo! ¡Turco o sectario de la cruz, es bello, altivo y generoso, y el Profeta no debe penetrar en el corazón de los unos y de los otros!
El polaco esbozó una sonrisa sardónica.
—¿Bello o acaso bella, señora? —inquirió.
La sobrina del gran almirante contempló al polaco casi con espanto.
—¿Qué pretendes dar a entender, capitán? —le interrogó en tono encolerizado.