El primer proyectil disparado por los turcos había provocado gran destrozo a bordo.
Apuntada hacia la arboladura, destrozó la entena del trinquete, la cual al desplomarse sobre cubierta estuvo a punto de aplastar a Nikola.
Tras aquella advertencia, la galera se había cruzado al viento, mostrando sus diez aspilleras de babor, en las que relucían las bocas de otras tantas culebrinas.
La galera era una nave de enorme tamaño, de tonelaje seis veces superior al de la galeota, y cuya mixta arboladura portaba velas latinas hasta las cofas y cuadradas a partir de éstas hasta las puntas. Numerosos guerreros magníficamente armados aguardaban el instante de precipitarse al abordaje.
—Contramaestre —preguntó el vizconde, acercándose al tío Stake, que gobernaba el timón, —¿nos será posible alcanzar la costa antes que la artillería turca nos hunda?
—Eso deberíamos preguntárselo a Mahoma, señor vizconde. Pero es posible que ese perro sarnoso se haya vuelto sordomudo en este instante. ¡El demonio le meta en un tonel lleno de pez hirviendo!
Otro cañonazo tronó en aquel momento y la parte de arriba del palo mayor, partida por una de las crucetas, se desplomó con gran fragor. En ese instante se oyó a Perpignano que exclamaba:
—¡Fuego!
Las cuatro culebrinas dispararon a la vez, perforando las velas de la galera, destruyendo parte de la borda e hiriendo a buen número de arcabuceros.
—¡Diablos! —exclamó el tío Stake. —¡Esa andanada vale no una botella de vino de Chipre, sino un tonel! ¡Bebed la sangre de vuestros compañeros, perros!
Los mahometanos respondieron con sus diez piezas de artillería. Los estragos causados en la galeota resultaron espantosos. La borda de estribor fue desgajada, destrozado el castillo de proa y algunos proyectiles traspasaron la estiba de la infortunada galeota, a merced de los disparos debido a la escasez de viento.
—¡Esto se llama una tormenta de fuego! —comentó el tío Stake, que había escapado por verdadero milagro de aquella bordada. —¡Otra como ésta y nos podemos despedir!
El vizconde se había dirigido a toda prisa hacia la batería preguntando:
—¿Algún herido?
—¡No! —contestó Perpignano. —¡Disparad, muchachos!
La galera, que se había aproximado, recibió los cuatro cañonazos y se ladeó hacia estribor, en tanto que uno de los cuatro proyectiles perforaba el casco, dejando tras de sí un reguero de sangre.
Un fiero clamor surgió de entre los mahometanos, acompañado de violentas descargas de arcabucería.
Le Hussière, El-Kadur y los griegos que se hallaban en la toldilla se habían armado de arcabuces, y luego de haberse protegido tras de un parapeto practicado apresuradamente con el árbol del trinquete y el mayor, cajas, barriles y cordajes, dispararon a su vez contra el castillo de proa y el casco de la galera.
Fue inútil que el tío Stake y Nikola pretendieran conducir la galeota hasta la costa, ya que el viento era a cada momento más flojo y la galera les cerraba el paso, intentando abordarlos.
Esta última nave, cuyos tripulantes eran siete u ocho veces más numerosos que los de la galeota, no habría de tardar en imponerse.
Mientras tanto, los cañonazos se sucedían sin cesar. Los artilleros de la galeota, bajo el mando de Perpignano, realizaban auténticos prodigios de puntería. Pero esto no bastaba contra las veinte piezas con que contaban los turcos.
Un cuarto de hora más tarde el árbol del trinquete de la galeota, segado por la cofa, se venía abajo con estrépito sobre cubierta, y obstaculizando el paso con las velas y cordajes, cubrió entre ellas el parapeto.
Casi no había conseguido el vizconde librarse del cordaje y las velas que le rodeaban, cuando un disparo de arcabuz le alcanzó en el pecho.
—¡Leonor! —exclamó, mientras se desplomaba.
El-Kadur y Nikola, que le vieron caer, acudieron al instante a socorrerle, en tanto que el tío Stake gritaba enfurecido:
—¡Han herido al vizconde!
El grito fue oído en la batería. Perpignano y la duquesa se precipitaron angustiados por la escalerilla, en tanto que los renegados, advirtiendo que era inútil oponer resistencia, dejaban de disparar.
La duquesa se había inclinado sobre el vizconde.
—¡Gastón mío! —exclamó, mientras las lágrimas brotaban de sus ojos.
El señor Le Hussière, sostenido por El-Kadur y Nikola, dijo con una sonrisa:
—¡No es nada más que una simple herida! ¡No os inquietéis, Leonor! ¡Una bala… en el pecho!… ¡No será nada!
No le fue posible continuar. Un estremecimiento convulsivo agitó sus miembros. Palideció de una forma horrible y se desplomó en los brazos de los que le sujetaban.
Leonor lanzó un grito espantoso y, volviéndose hacia la galera con el puño extendido, exclamó:
—¡Canallas! ¡Le habéis matado!
Cogió del suelo la espada del vizconde y, precipitándose a cubierta, gritó:
—¡A mí, mis valientes! ¡Acabemos con esos miserables! ¡Sucumbamos todos!
El-Kadur, que confió a Nikola el cuidado del vizconde, se dirigió a ella.
—Señora —dijo, —¿qué haces? ¿A qué ir en busca de la muerte? Es posible que el señor vizconde se cure.
—¡Márchate y déjame morir!
—¡No, tengo la misión de cuidar de ti, señora! ¡Tu padre te confió a mí! ¡Ten cuidado! ¡Los turcos han dejado de disparar y Metiub nos conmina a la rendición!
—¡Metiub! —exclamó la duquesa, encolerizada. —¡Es el capitán de Haradja! ¡No tenemos salvación!
Dominada por un súbito decaimiento dejó caer la espada y, sentándose sobre un rollo de cuerdas, ocultó la cara entre las manos. Sordos sollozos surgían de su pecho.
Mientras tanto la galera abordó a la galeota por la parte de popa. Los marineros mahometanos lanzaron los rezones de abordaje, aferrándolos rápidamente al palo mayor.
Luciendo una reluciente armadura, Metiub fue el primero en presentarse de un salto sobre la cubierta de la galeota, seguido de una docena de turcos cubiertos totalmente de hierro y provistos de enormes pistolas y cimitarras.
—¡Me alegra verte de nuevo, señora! —manifestó con acento burlón el turco, avanzando hacia la duquesa. —¡Eres una mujer maravillosa y me agradas más de esta manera que como te presentaste en el castillo! Eres la hija del bajá de Medina, no el hijo. ¡Lo lamento por Haradja!
Al escuchar estas sarcásticas palabras, la duquesa se incorporó y cogió la espada que dejó caer.
—¡Calla! —gritó. —¡Te herí una vez ante la sobrina del bajá y ahora voy a matarte! ¡Enfréntate a esta mujer cristiana, tú que te jactas de ser el mejor espadachín del ejército mahometano! ¡Lucha conmigo si eres capaz!
El turco dio un paso atrás y cogió de las manos de uno de sus marineros una pistola.
—¿Tienes miedo y pretendes asesinarme a balazos? —gritó la duquesa, con extraordinaria vehemencia. —¡Yo me enfrento a ti con mi espada! ¡Da pruebas de tu caballerosidad, turco! ¡Yo soy una mujer y tú un hombre!
Un sordo cuchicheo surgió entre los marineros que se hallaban alrededor del capitán, y el murmullo no era, en verdad, aprobando el comportamiento del lugarteniente de Haradja.
La hermosura y el valor de la duquesa habían producido admiración entre los fieros seguidores del Profeta.
Un oficial asió por la muñeca a Metiub, impidiéndole disparar y dijo:
—¡Esta cristiana es de Haradja y no te está permitido matarla!
El capitán no ofreció resistencia y se dejó desarmar.
—¡En Hussif liquidaremos nuestras cuentas, señora! —exclamó. —¡Ésta no es ocasión propicia para iniciar un duelo de esgrima!
—Y, en especial, contra quien ha derrotado al León de Damasco y a ti —adujo la duquesa.
—¡Una mujer! —exclamaron sorprendidos algunos turcos.
—¡Sí, yo, una mujer, he vencido a ambos! —dijo Leonor.
Y, arrojando la espada con gesto despectivo, agregó:
—¡Haced conmigo lo que os plazca!
El turco se quedó titubeando entre la admiración que le producía la mujer y el ridículo en que se hallaba ante sus hombres, hasta que, por último, anunció:
—Sois mi prisionera y mi obligación es llevaros al castillo de Hussif.
—¡Entonces átame! —contestó con acento irónico la duquesa.
—No se me ha dado tal orden. Mi galera dispone de camarotes.
—Con mis amigos ¿qué pensáis hacer?
—Haradja lo decidirá.
—¡Y yo! —exclamó en aquel instante un hombre que lucía las ropas de capitán de jenízaros, haciéndose paso por entre los marineros.
Al escuchar aquella voz, Perpignano, que luchaba contra siete u ocho turcos, enérgicamente vapuleados por el tío Stake, que suministraba puñetazos con sorprendente celeridad y abundancia, muy poco satisfactorias para los enemigos de la cruz, se abrió paso entre ellos, precipitándose contra el recién llegado.
—¡Renegado! —barbotó. —¡Toma esto!
Su mano abierta se abatió sobre el semblante del capitán, produciendo un chasquido semejante al de un latigazo.
Una especie de rugido surgió de los labios del polaco.
—¡Ah! ¿Me has reconocido? ¡Me alegro! ¡Pero esta bofetada la vas a pagar, amigo! ¡Y ahora no serán cequíes, al igual que en Famagusta, los que liquidarán la cuenta!
—¡Laczinski! —exclamó la duquesa, con un gesto de desprecio.
—Sí, el «Oso de los bosques polacos» —repuso el capitán. —¡El cristiano que se ha hecho ferviente musulmán!
—¡Despreciable renegado! —gritó Leonor. —¡Eres la deshonra de toda la cristiandad!
—Pero, en cambio, me he captado las simpatías de las hermosísimas huríes del paraíso de Mahoma —respondió en tono burlón el polaco.
—¡Acabemos! —intervino Metiub, que ya comenzaba a experimentar impaciencia. —¡Trasladad a esta mujer a un camarote, al herido a la enfermería y a los otros a la sentina! No es ésta la ocasión de perder el tiempo con palabras vanas. ¡Cumplidlas órdenes, marineros!
—¿Ésta es la forma de recompensar que los turcos tienen a quienes perdonan la vida de sus prisioneros de guerra? —inquirió el tío Stake, que al fin había podido ser dominado. —¡Bien decía yo que mejor hubiera sido obsequiar con ellos a los tiburones!
—¿Qué hablas, viejo? —preguntó Metiub. —¿A qué prisioneros te refieres?
—A los que se encuentran en la cala de la galeota y a los que hice mal en perdonar.
—¿Tal vez son los tripulantes de la carabela?
—Sí.
—En tal caso, para demostrarte que también sabemos ser generosos, no os meterán en los cepos —dijo el turco.
Y, dirigiéndose a sus hombres, añadió:
—¡Vamos, rápido: empieza a levantarse brisa favorable!
—¡Permitid que al herido lo trasladen mis hombres! —dijo con voz enérgica la duquesa.
—¡De acuerdo! —convino el turco. —¡Dejad paso vosotros!
Al señor Le Hussière se le había puesto sobre una tabla cubierta con una lona y cuatro griegos le levantaron una vez que Nikola hubo restañado lo mejor posible la sangre que brotaba de la herida.
El infortunado vizconde, ya casi desangrado a causa de las sanguijuelas de los estanques, y en extremo debilitado como consecuencia de los malos tratos recibidos de Haradja, no había recobrado aún el conocimiento.
Lívido igual que un cadáver y con los ojos cerrados, no daba el menor indicio de vida.
La duquesa se había aproximado. No se hallaba menos pálida que su prometido, aunque de sus ojos ya no brotaban, lágrimas.
Ante los mahometanos, que la contemplaban atentamente, quería ser digna del nombre que llevara en Famagusta pues el capitán Tormenta, hombre o mujer, no podía mostrar debilidad.
Cogió con las dos manos la frente del herido y, besándola largamente, musitó:
—¡No te preocupes, Gastón mío! ¡Leonor sabrá vengarte!
E hizo un ademán a los que transportaban aquella especie de camilla.
La fila de turcos se abrió con respeto.
Los cuatro griegos, acompañados de Leonor, El-Kadur y cuantos constituían la tripulación de la galeota, penetraron en el castillo de proa de la galera.
Metiub y el polaco se reunieron en el acto con ellos, en tanto que algunos de sus hombres ponían en libertad a los tripulantes de la carabela.
—¡Trasladadle a la enfermería! —ordenó el lugarteniente de Haradja. —¡Y tú, señora, acompáñame!
—¿Por qué no me permites estar a su lado? —inquirió Leonor. —¡Se trata de mi prometido!
—No he recibido ninguna orden a este respecto —repuso Metiub. —Haradja decidirá.
—¡Permite al menos que le haga una visita antes que el sol se ponga y que tu nave alcance la bahía!
—Si eso te puede complacer, señora, te lo permito. Aunque me hayas insultado en gran manera ante mis hombres y derrotado ante la sobrina del bajá, desvaneciendo la suposición de que solamente el León de Damasco me podría vencer, te admiro.
La duquesa le contempló con estupor, no pudiendo imaginar que en un musulmán de su clase pudiera haber el menor asomo de generosidad.
—¡Sí, señora, te admiro! —dijo de nuevo el turco. —En primer lugar, porque soy un guerrero y, ya sea mi enemigo hombre o mujer, turco o cristiano, aprecio su bravura tal vez más que Haradja, y me siento orgulloso de haber luchado contra quien ha vencido al León de Damasco.
—¿Entonces me dejarás ver al vizconde?
—Sí. Esta tarde.
—¿Y harás que le curen?
—Igual que si de mi hermano se tratase, pero con una condición.
—¿Qué condición?
—Que me enseñes esta extraordinaria estocada que yo no conocía, con la que me heriste. ¡Voto al Profeta! ¡De haberlo deseado, en este momento no me encontraría aquí! Yo, en lugar tuyo, no me habría mostrado tan generoso y menos ante Haradja.
—¿Qué supones que pensará hacer conmigo la sobrina del bajá?
—No lo sé, señora —respondió el turco. —Es imposible conocerla a fondo y menos imaginar su pensamiento. Es tan voluble como el viento del Mediterráneo. ¡Ven! Tengo que dar orden de que remolquen la galeota.
La duquesa acompañó al turco hasta la cámara de proa.
Atravesaron el comedor y Metiub se detuvo frente a un camarote, cuya puerta era muy sólida.
—Entra, señora, y permanece tranquila —dijo el turco. —En tanto que estés en mi nave, no tienes que temer nada.
—Estoy preocupada por el vizconde.
—El médico de a bordo se encuentra junto a él y le curará igual que si fuese yo el herido.
Abrió la puerta y la hizo pasar a un cómodo camarote, con muebles de estilo oriental. Luego salió, cerrando tras de sí la puerta y dejando en ella dos hombres de guardia provistos de pistolas y cimitarras.