Numerosas culebrinas, casi todas venecianas, se encontraban todavía con la boca enfocada en dirección al mar y otras hacia la llanura, y a todo lo largo del parapeto se veían altos montículos de proyectiles de hierro y de piedra.
Haradja hizo recorrer a la duquesa la mayor parte de la terraza y se quedó inmóvil delante de una torre cuadrada, que semejaba haber sido hendida en toda su altura por la colosal maza de algún titán.
—Por este lado los marineros del gran almirante penetraron en el castillo —comentó. —Yo me encontraba en la galera y pude contemplar la lucha.
—¡Ah! —exclamó la duquesa. —¿También tú estabas allí, Haradja?
—La sobrina del gran almirante no podía estar inmóvil entre los muros de un harén. Yo era quien estaba al frente de aquella galera.
—¿Tú?
—¿Te sorprendes,
effendi
?
—¿Sabes conducir un navío?
—Igual que cualquier otro piloto del bajá —repuso la turca. —¿Piensas que no he realizado correrías por el Mediterráneo? He apresado no pocas naves cristianas y me he precipitado al abordaje con mis guerreros. No hay duda de que desconoces,
effendi
, que mi padre era un corsario del mar Rojo. Posiblemente le habrás oído mencionar.
—¿Cuál era su nombre?
—Ramaib.
—Me parece haber oído ese nombre.
—Murió de forma trágica.
—¿Eso no me lo puedes explicar, Haradja?
—Ya te lo explicaré esta noche. ¿No lo hacen de esta manera los árabes?
—Pasan toda la noche escuchando a los ancianos del país —replicó la duquesa.
Prosiguieron su paseo por la terraza, y cuando el sol se ponía en el horizonte volvieron al salón donde antes comieron, que se hallaba alumbrado por cuatro magníficas lámparas de cristal de las fábricas de Murano, con numerosos candelabros.
La mesa ya estaba puesta y adornada con enormes ramilletes de flores que despedían un perfume profundo y penetrante.
Al igual que por la mañana, no había ni un convidado. A la altiva sobrina del gran bajá no le agradaba, sin duda, dar la menor confianza a sus capitanes. La cena fue exquisita y regada con grandes botellas de vino de Chipre, a pesar de la severa prohibición del Profeta, que no permitía el uso del fermentado líquido.
—Si el sultán, que es el jefe de los creyentes, lo bebe, también podré hacerlo yo —había respondido la turca a un gesto de la duquesa, que aparentaba ser una gran creyente mahometana por temor a delatarse. —¡El Profeta debía tener el gusto pésimo para contentarse con leche de camella desleída en agua!
Y continuó bebiendo el dulcísimo vino, mofándose de Mahoma y de su prohibición.
No obstante parecía que con aquel vino procuraba hallar la excitación, ya que una vez terminado el vaso lo llenaba de nuevo, alentando al "gentil capitán" a que la imitara.
—¡El Profeta no tiene tiempo para preocuparse de nosotros! —comentaba riendo. —¡Bebe, Hamid! ¡Este vino reconforta y proporciona a la sangre un intenso fuego que el agua no puede extinguir! ¡Es mejor que el
hachís
!
Cuando, una vez acabada la cena, encendieron, a continuación del café, los cigarrillos, Haradja adquirió de nuevo una expresión de seriedad. Parecía que una gran preocupación invadía su ánimo.
Se había puesto en pie y paseaba por el salón con nerviosismo, parándose de vez en cuando ante las panoplias.
La duquesa temió por un momento que se le ocurriera otra vez algún desafío con otro capitán para entretenerse. Pero se serenó al ver cómo se tumbaba en un diván, haciéndole ademán de que se aproximara y se sentara a sus pies, sobre un cojín de seda colocado encima de una alfombra persa.
—Mi padre —dijo —era un notable corsario, y fue el personaje ideal de la gente de su género, ya que no había ninguno que pudiera competir con él ni en crueldad ni en generosidad. Yo en aquel tiempo era una niña, pero todavía me parece estar viéndole saltando de su nave con el rostro hosco, la larga barba flotante al viento y la cintura repleta de armas. Experimentaba por mi hermano y por mí un gran cariño. Pero ¡pobres de nosotros si le hubiésemos desobedecido! Habría sido capaz de matarnos, igual que mataba a los marineros que se atrevían a hacerle frente. Podía afirmarse que el mar Rojo era dominio suyo, ya que ni las galeras del sultán se hubieran atrevido a disputarle la soberanía de aquel amplio mar encerrado entre África y Arabia. Era un hombre feroz, que incluso a mí me causaba espanto cuando cada vez que embarcaba para sus correrías o regresaba de ellas me abrazaba y me besaba. Sus marineros no se amedrentaban por el Profeta, ni por Alá ni por el diablo, y en compañía de ellos devastaba las costas que se extienden desde Suez al estrecho de Bab-el-Mandeb. Su ferocidad era legendaria. Ningún marino que hubiera sido apresado podía esperar compasión de él. Todos eran arrojados al mar, con las piernas y los brazos amarrados, para que no pudieran salvarse.
»Jamás hablaba con sus hombres ni les consentía la más mínima familiaridad. Era, no obstante, generoso y repartía equitativamente entre todos su parte en el botín. El secreto de la atracción que ejercía sobre su gente se debía a su sorprendente valor, que le hacía parecer casi un dios del mar, y a una bárbara elocuencia que le sugería en los más espantosos momentos del abordaje palabras sonoras e imperiosas que exaltaban a su tripulación en mayor forma que el acre olor de la pólvora.
»Mi hermano, que era de más edad que yo, le acompañaba en algunas de sus correrías. ¡Desgraciado de él si en los momentos de máximo peligro mostraba el menor titubeo! Mi padre no hubiera sido capaz de perdonar ni a quien llevara su propia sangre en las venas. Cierto día mi hermano, todavía casi un adolescente, tras una cruenta batalla con una galera portuguesa, se vio forzado a retirarse a un puerto de Arabia para no arriesgar en vano a su gente. Cuando se presentó ante mi padre con las ropas destrozadas y la cimitarra llena de sangre, pero sin heridas, en lugar de palabras de aliento le dijo lo siguiente:
»—¡Perro! ¡Villano! ¿Osas presentarte ante mí sin una simple mancha de sangre sobre el pecho? ¡Tirad al mar a este miserable!
»Mi padre era despiadado con todos y, a pesar de mis lágrimas, le mandó embarcar y dio orden de que le arrojaran al mar, muy lejos de la costa. Por fortuna, los que tenían el encargo de ejecutar aquella orden no se decidieron a amarrarle los brazos y las piernas. De manera que aquel valeroso joven, que era un magnífico nadador, pudo llegar a la costa y salvarse. Transcurrieron varios años sin que tuviéramos la menor noticia de mi hermano. Cuando mi padre se enteró de que estaba con vida, le hizo regresar al castillo y se reconcilió con él. Unas semanas más tarde, Osmán, que tal era el nombre del joven, moría como un bravo sobre el puente de su nave, rechazando victoriosamente al adversario.
—¿Y qué pasó con tu padre? —inquirió la duquesa.
—Unos pocos meses después le seguiría a la tumba de una forma trágica. Había atacado una aldea donde habitaba un griego muy opulento, que poseía numerosas manadas de camellos. Mi padre asaltó su morada y penetró en la estancia en que el griego, su mujer, una joven hermosísima y los criados luchaban con desesperación. El griego fue muerto, y mi padre, con la cimitarra levantada, se precipitó sobre la joven. Pero al verla tan bella y llorosa titubeó por un instante. Ese momento resultó fatal para él, ya que la mujer le descargó una pistola que tenía en la mano. Mi padre se desplomó, y cuando le levantaron estaba muerto. La bala le había atravesado el corazón.
—Y la mujer, ¿fue perdonada? —inquirió la duquesa.
—Lo ignoro.
Encendió un cigarrillo, se bebió otra copa de vino de Chipre y continuó:
—Me recogió y me adoptó mi tío el bajá, que por aquel tiempo efectuaba heroicas incursiones marítimas por el Mediterráneo luchando contra venecianos y genoveses. Al principio me confinaron en un harén; pero, observando mi tío que me hallaba dominada por la tristeza, me embarcó con él en su nave. Se dio cuenta de que yo era una mujer de acción y me enseñó a gobernar el navío. Habían surgido en mí los mismos instintos de mi padre. En mis venas corría la sangre pirata y, a pesar de que era mujer, experimentaba fieros sentimientos. En poco tiempo fui el brazo derecho de mi tío, al que acompañé por el Mediterráneo, compitiendo con él en crueldad y audacia. Yo fui la que un día, habiendo apresado una galera de Malta, ordené amarrar a los infieles a las áncoras y arrojarlos al mar; también hice exterminar a todos los habitantes de Scio, que se habían sublevado. ¡Scio! ¡Mejor hubiera sido que jamás pisara aquella tierra!
Haradja se incorporó con violencia. Su rostro estaba demudado y tenía los ojos llameantes y la respiración agitada.
Aspiró profundamente el aceite perfumado del salón, se apretó las sienes con las manos y, echando hacia atrás con un movimiento violento sus largos cabellos, continuó con voz sorda:
—Batallaba entre las fuerzas de tierra que apoyaban a los hombres de la flota. ¡Jamás había visto un hombre tan atractivo, tan fuerte y tan valeroso! ¡Era semejante a un dios de la guerra! En los puntos donde el riesgo era mayor se veían brillar su cimitarra y su cimera, y no había arcabuz ni culebrina que pudieran detener su avance. Se reía de la muerte y la afrontaba sereno e impasible, igual que si el Profeta le hubiese entregado algún talismán mágico que le volviera invulnerable. ¡Le amé! ¡Le amé con pasión y él no me comprendió o, mejor dicho, no quiso comprenderme! ¡El amor representaba para él una palabra inútil; no tenía sino sed de gloria! No obstante, ¡qué de insomnios, qué desesperaciones hube de soportar a causa de él! No le vi de nuevo hasta mucho tiempo más tarde, bajo las murallas de Famagusta. Ni las tormentas del Mediterráneo ni la larga ausencia habían extinguido el fuego que devoraba mi corazón. Le hablé y se quedó impasible; le contemplé profundamente, fijando en sus ojos los míos, y ni un simple temblor recorrió su cuerpo. Sabe que le quiero, o mejor sería decir que le quería, y no se ocupó ni se ocupa lo más mínimo de mí. ¡Parece que para él soy una mujer que ni merece la pena mirar! ¡Yo, Haradja, la sobrina del gran almirante! ¡Le aborrezco, le aborrezco! ¡Ahora deseo su vida!
De sus ojos habían salido un par de ardientes lágrimas. La orgullosa Haradja, la mujer feroz y cruel, lloraba.
Sorprendida la duquesa por aquel inopinado ataque de desesperación, la observaba sin llegar a comprender quién podía haber sido el hombre que le había herido el corazón.
—Haradja —indagó, algo emocionada por la profunda desesperación que se manifestaba en el semblante de la turca, —¿a quién te refieres? ¿Quién es ese guerrero que no ha sabido comprender tu amor?
—¿Quién? —exclamó Haradja. —¿Le matarás?
—Pero ¿a quién?
—¡A él!
—¿A él? ¡No sé de quién se trata!
Haradja se aproximó a la duquesa y, poniendo una mano en el hombro de la joven, contestó con salvaje entonación:
—¡Quien ha derrotado a Metiub, que es el mejor espadachín del bajá, podrá también vencer a la más soberbia cimitarra del ejército turco!
—Todavía no te he entendido, Haradja.
—
Effendi
, ¿deseas al cristiano?
—Sí; ya que me han mandado para que le lleve ante Mustafá.
—Yo te lo entrego a ti, bajo dos condiciones.
—¿Qué condiciones? —inquirió la duquesa, en cuyos ojos se leía la sospecha.
—¡Qué desafíes al León de Damasco y le mates!
Una exclamación de estupor brotó de los labios de la duquesa.
—¡Matar a Muley-el-Kadel ! —dijo.
—¡Sí, eso deseo!
—Ya sabes, Haradja, que es amigo mío.
La turca se encogió de hombros, preguntando despectivamente:
—¿Te asustarías,
effendi
?
—¡Hamid Leonor no se asusta ante ninguna espada ni cimitarra mahometana!
—¡En tal caso le matarás! —urgió la turca.
—¿Qué pretexto podré buscar para romper nuestra antigua amistad?
—¿Qué? ¡A un hombre no le faltan jamás razones y menos aún a un guerrero! —respondió Haradja con una risa chillona.
—Tengo mucho que agradecer a Muley-el-Kadel.
—¿De qué? ¡Estoy dispuesta a pagarte!
—Ninguna riqueza sería suficiente.
—¡Agradecimiento! —exclamó Haradja con acento de burla. —¡Palabra huera que mi padre no admitía! ¡O la libertad del cristiano a cambio de la muerte de Muley-el-Kadel , o nada! ¡Escoge,
effendi
! ¡Haradja es inexorable!
—Me indicaste que imponías dos condiciones. ¿De qué se trata la otra? —preguntó la duquesa.
—Que regreses luego de haber entregado al cristiano.
—¿Estás muy interesada en ello, Haradja?
—¡Sí, te doy un minuto para que me respondas!
La duquesa guardó silencio. La turca, tras haber tomado otro vaso de Chipre, volvió a recostarse en el diván y continuaba con la mirada clavada en la joven.
—¿Dudas? —inquirió.
—No —respondió con decisión la duquesa.
—¿Le matarás?
—Haré lo que pueda; a no ser que el León de Damasco me mate a mí.
Una intensa ansiedad parecía invadir a la turca.
—¡No deseo que mueras! —exclamó. —¿Pretendes que con tu vida se extingan los latidos de mi corazón? ¡Todos los hombres sois feroces leones!
De no haber sido por miedo a delatarse, en especial frente a una mujer capaz de las más crueles represalias, la duquesa no hubiera reprimido la risa que estaba a punto de soltar.
Pero resultaba muy expuesto bromear con la sobrina del bajá, y la duquesa se guardó mucho de expresar su pensamiento y dar rienda suelta a su hilaridad.
—Estoy de acuerdo con tus condiciones, Haradja —repuso, luego de meditar durante un momento.
—¿Regresarás? —preguntó la turca, con impetuosidad.
—Sí.
—¿Tras haber acabado con el León de Damasco?
—Le mataré, ya que así lo deseas —respondió la duquesa.
—¡Sí, lo deseo! ¡No existe nada tan bello y tan digno de aprecio para las mujeres turcas como la venganza!
Una ligerísima sonrisa fue la respuesta de la duquesa.
Haradja se había incorporado otra vez.
—Mañana —anunció —el vizconde cristiano estará en este lugar.