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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Historico

El León de Damasco (2 page)

BOOK: El León de Damasco
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No obstante, a pesar de tantos padecimientos, de tantas calamidades, al iniciarse la nueva estación vuelven a las riberas cenagosas de los estanques y reanudan el siniestro oficio que terminará con su vida antes de haber alcanzado los cuarenta años.

Al escuchar el grito amenazador de los jenízaros, e intimidados por los nudosos bastones, los esclavos se precipitaron al estanque, sin atreverse a protestar contra semejante crueldad, tanto mayor cuanto que casi no conservaban sangre en las venas.

Eran quince y, no obstante, no hubieran podido ofrecer la menor resistencia a aquellos cuatro jenízaros, a pesar de hallarse armados de fuertes bastones, que con facilidad hubieran podido inutilizar las cimitarras y pistolas de dudoso tiro de sus vigilantes.

Por los alaridos y gemidos que lanzaban aquellos infortunados, la duquesa y sus compañeros adivinaron en seguida que las sanguijuelas comenzaban a morderles las piernas, chupando con avidez la escasa sangre que todavía conservaban.

Un pescador que ya debía de tener un considerable número aferrado a su cuerpo intentó abandonar el estanque, no pudiendo soportar las crueles mordeduras, cuando un jenízaro le asestó un empellón y, mientras le apaleaba, dijo:

—¡Aún no, perro! ¡Aguarda a estar bien cubierto! ¡Tú no eres de la carne de Mahoma!

El tío Stake, que había desmontado del caballo para contemplar mejor el espectáculo, sin pensar en que lo que iba a llevar a cabo podía traicionarle, se lanzó contra el cruel turco, exclamando:

—¡Miserable! ¿No ves que no puede aguantar más? ¿Quieres que te lance al estanque? ¡Eres un bandido que no te compadecerías ni de un perro!

El mahometano, poco habituado a tal lenguaje, se volvió sorprendido hacia aquel hombre, que tenía el puño crispado como si pretendiese castigarle.

—¡Para eso es un cristiano! —le contestó.

—¡Pues yo, que soy más turco que tú, te aseguro que, si no le dejas salir del agua, te arrojo entre las sanguijuelas y no te permitiré salir hasta que te hayas desangrado por completo! —gritó el tío Stake, aferrándole por el cuello. —¿Has entendido, bandido? ¡Vas a ser la deshonra de Mahoma y de todos sus seguidores!

—¿Qué haces? —exclamó el capitán, dirigiéndose hacia el contramaestre.

—¡Le estrangulo! —contestó el tío Stake, oprimiéndole el cuello.

—¡Aquí quien manda soy yo, en ausencia de Haradja, la sobrina del bajá!

La duquesa se había levantado sobre los estribos y contemplaba con ojos de ira al capitán.

—¡Ordena que estos desdichados se retiren! —gritó con voz imperiosa. —¡Soy el hijo del bajá de Medina y valgo más que tú y que tu señora! ¿Me has entendido? ¡Derroté al León de Damasco y vencerte a ti resultaría para mí un juego de niños! ¡Cumple mis órdenes!

Oyendo el tono decidido y enérgico del joven, que acababa de desenvainar su cimitarra, dándole a entender que se hallaba dispuesto a hacer uso de ella, amedrentado por la resuelta apariencia de la numerosa escolta, el capitán ordenó inmediatamente a los jenízaros:

—¡Permitid que los pescadores regresen a sus chozas! ¡Hoy es día de asueto para celebrar la llegada de Hamid, hijo del bajá de Medina!

Los cuatro soldados, habituados a obedecer a los notables del Imperio, arrojaron sus vergajos y dejaron pasar a los pescadores.

La duquesa extrajo de las bolsas de la silla un puñado de cequíes y, lanzándolos al suelo, dijo:

—¡Qué hoy se entregue a esos hombres doble ración de aguardiente y comida abundante, además de un cequí a cada uno! ¡Si no cumplís mis órdenes, a mi regreso os haré cortar las orejas! ¿Me habéis entendido? ¡Lo restante, para vosotros!

Y luego de haber hecho un ademán de despedida a los pescadores, que la contemplaban como atontados, espoleó al corcel, diciendo al asombrado capitán:

—¡Conducidme a presencia de la sobrina del bajá! ¡Deseo verla en seguida!

—¡Mil demonios desencadenados! —murmuró el tío Stake. —¡Esta señora es realmente un prodigio! ¡Jamás hubiera conseguido yo hacerme obedecer de esta manera, ni incluso siendo gran almirante de la flota turca! ¡No llegaré a admirar lo suficiente la serenidad de esta mujer!

Los jinetes habían proseguido su carrera por entre grandes estanques llenos de tallos y hojas podridas, que todavía no debían de haber sido expurgados, a juzgar por los remolinos que agitaban las aguas cenagosas.

Numerosas legiones de sanguijuelas debían de habitarlos, aguardando a que algún caballo escuálido o las flaquísimas piernas de los pescadores sirvieran de pasto a su voracidad.

No habían pasado diez minutos, cuando el capitán, que otra vez se había puesto al frente de la expedición, señaló a la duquesa una soberbia y amplia tienda de seda rosa situada a la orilla de un amplio lago y en cuya cumbre flotaban tres colas de caballo, con una media luna que semejaba de plata.

—¿Qué es? —indagó la joven.

—La tienda de la sobrina de Alí-Bajá —respondió el capitán.

—¿Le agrada pasar el día aquí?

—En algunas ocasiones, con el fin de vigilar el trabajo de los cristianos y deleitarse con sus contorsiones.

—¡Y esa mujer pretende hacerse amar por el León de Damasco, que es el hombre más caballeroso y de mayor generosidad del ejército turco! —dijo la duquesa, con acento despectivo.

—Al menos en eso confía.

—¡Un león no será jamás el esposo de una tigresa!

—No había pensado en eso —repuso el turco, a quien parecía haber hecho mella aquella observación. —Pero si lo afirmas tú, que eres amigo de Muley-el-Kadel, me temo que Haradja pierda el tiempo de una forma lastimosa. Ya hemos llegado: disponte a saludar a la sobrina de Alí-Bajá.

Se detuvieron frente a la magnífica tienda, alrededor de la cual se alzaban míseras chozas vigiladas por unos treinta árabes y guerreros del Asia Menor, armados formidablemente.

—Acompáñame, señor —dijo el capitán. —Haradja estará bebiendo el café y fumando un cibuc, ya que está habituada a mofarse de esos edictos de Selim y no siente temor de que le corten las narices.

—Preséntame —repuso la duquesa, desmontando del caballo.

El capitán hizo un ademán a los cuatro árabes que se hallaban de centinela ante la tienda con las cimitarras desenvainadas, y avanzó hacia la entrada, diciendo:

—¡Señora, aquí hay un mensajero de Muley-el-Kadel!

—¡Adelante! —respondió una voz que tenía cierto timbre metálico y de dureza. —¡Sea proporcionada generosa hospitalidad a los amigos del noble e invencible León de Damasco!

El momento era de extremada emoción y dramatismo. La presencia en la tienda de Haradja, la sobrina de Alí-Bajá, podía ser motivo de quién sabe qué irremediables consecuencias.

Era el primer encuentro directo entre las dos mujeres. La musulmana rodeada de todas sus gentes, defensores del castillo de Hussif; y la cristiana camuflados su belleza y sexo bajo el seudónimo y las guerreras vestiduras del capitán Tormenta.

2. La sobrina de Ali-Bajá

Si bien muy emocionada, la duquesa entró con decisión en la suntuosa tienda, en tanto que el capitán, que de improviso se había vuelto muy solícito, alzaba la cortina mientras le hacía una profunda reverencia.

Una mujer joven y bellísima se hallaba de pie y con una mano colocada en el respaldo de un diván recamado de oro.

Era de alta figura, esbelta, con negros ojos que resaltaban con viveza bajo unas cejas perfectamente delineadas, boca pequeña con los labios del rojo de las cerezas maduras, abundantes cabellos que despedían un reflejo metálico semejante al ala de cuervo y la piel suavemente bronceada.

Sus rasgos faciales tenían en conjunto, a pesar de su pureza casi helénica, algo duro y enérgico que denotaba a la mujer cruel e inflexible, más habituada a mandar que a acatar órdenes.

Lucía un soberbio vestido turco bordado en oro, de blanca seda las calzas y de color verde el justillo, con bordes de plata, y cuyos botones lo constituían grandes perlas de un valor extraordinario. En el costado llevaba una faja de color rojo, cuyos flecos colgaban hasta tocar los escarpines de piel roja y adornados en oro. En su atavío no mostraba alhajas de ninguna clase; únicamente, ceñida por la faja de seda roja, una pequeña cimitarra de empuñadura de oro con incrustaciones de zafiros y esmeraldas. La vaina era de plata y los pasadores de nácar.

Al ver entrar a la duquesa luciendo el típico traje de albano, y cuyo semblante muy pálido hacía resaltar todavía más sus bellísimos ojos y la magnificencia de su cabellera, la sobrina del gran almirante, admirada, lanzó una exclamación.

—¿Qué deseas,
efendi
? —inquirió.

—Ahora te lo comunicaré,
candindyic
—respondió la duquesa, haciendo una reverencia.

—¡
Candindyic
! —exclamó Haradja, sonriendo con ironía. — ¡Este nombre es apropiado para las mujeres que habitan en los harenes dorados y perfumados, mas no para la sobrina de Alí-Bajá!

—Soy árabe y no turco —contestó la duquesa.

—¡Ah! ¿Así que eres árabe? —preguntó la turca. — ¿Son tan guapos como tú todos los jóvenes de tu tierra,
efendi
? Yo suponía que los árabes eran menos atractivos. Los que pude contemplar en las galeras de mi tío, el gran almirante, no tenían la menor semejanza contigo. ¿Quién eres?

—Soy el hijo del bajá de Medina —repuso impasiblemente la duquesa.

—¡Ah! —exclamó con una sonrisa la sobrina del bajá. — ¿Continúa en Arabia tu padre?

—¿Tal vez le conoces?

—No, a pesar de que varios años de mi niñez los pasé a las orillas del mar Rojo. Ya no navego más que por el Mediterráneo. ¿Quién te envía,
efendi
?

—Muley-el-Kadel.

Un temblor casi imperceptible contrajo el semblante de Haradja.

—¿Qué desea de mí? —inquirió.

—Me manda para suplicarte que le entregues uno de tus cautivos cristianos de Nicosia.

—¡Un cristiano! —exclamó la turca, sorprendida. — ¿A quién?

—Al vizconde Gastón Le Hussière —replicó la duquesa.

—¿Ese francés que luchó por la República de Venecia?

—Sí, señora.

—¿Por qué razón el León de Damasco tiene interés en ese maldito
giaurro
?

—Lo desconozco.

—¿Acaso se habrá quebrantado su fe como buen seguidor de Mahoma?

—Me parece que no.

—¡Considero demasiado generoso al León de Damasco!

—¡Querrás decir caballeroso!

—En un turco ese nombre no va muy bien —contestó la sobrina del bajá. — ¿Qué pretenderá hacer con ese hombre?

—No te lo sabría decir. No obstante, creo que desea mandarle como embajador a Venecia.

—¿Quién ha ordenado eso?

—Mustafá, según tengo entendido.

—¿Desconoce el gran visir que ese cristiano pertenece a mi tío?

—Mustafá, señora, es el almirante supremo de la flota turca y todas sus órdenes tienen el beneplácito del sultán.

—¡A mí qué me importa el gran visir! —exclamó, encogiéndose de hombros, la turca. — ¡Aquí mando yo y no él!

—¿De manera que te niegas, señora?

En lugar de responder, Haradja dio una palmada. Un par de esclavos negros entraron y se arrodillaron ante ella.

—¿No tenéis nada que presentar a este
efendi
? —los interrogó, sin mirarlos siquiera.


Yogur
, señora —contestó uno de los esclavos.

—¡Traedlo, despreciables esclavos!

Y volviéndose hacia la duquesa, dijo sonriendo con afabilidad:

—Aquí escasea todo. Pero en el castillo te ofreceré mejor hospitalidad, bello capitán. Confío en que no nos dejarás en seguida.

Y, sentándose en el diván, indagó, adoptando una atrayente postura:

—¿Qué hace Muley-el-Kadel en el campamento de Famagusta?

—Descansa y termina de reponerse de una herida que recibió —informó la duquesa.

Haradja se incorporó, igual que una leona herida, y fijó en la joven una mirada furiosa.

—¡Herido! —exclamó. — ¿Quién le hirió?

—Un capitán cristiano.

—¿Cuándo?

—Hace ya días.

—¿En un ataque?

—No; en un desafío.

—¿A él? ¡Al invencible León de Damasco! ¡La primera y más peligrosa espada del ejército! ¡Oh, no es posible!

—Lo que te digo es verdad, señora.

—¿Por un cristiano?

—Por un joven capitán.

—¿Era tal vez un dios de la guerra?

—Puede ser, señora.

—¡Ah! ¡Me hubiera agradado verlo!

—Se trataba de un perro cristiano, señora.

—¡Ya sea cristiano o turco, ha de ser un héroe, casi un dios!

La duquesa sonrió con ironía. Las dos mujeres guardaron un breve silencio.

Haradja, detenida en medio de la tienda, manoseaba con nerviosismo la empuñadura de su cimitarra.

—¡Vencido! —se dijo. —¡Él, el invencible León de Damasco! ¿Así que hay en Chipre un hombre más fuerte y valeroso que él? ¡El León! ¡Únicamente un tigre podrá haberle derrotado! ¿Quién será? ¡Me agradaría conocerle!

—Ya te dije que quien hirió a Muley-el-Kadel era un cristiano —insistió la duquesa.

Haradja hizo un movimiento de indiferencia con los hombros en un gesto de despecho.

—La fe; la cruz o el islamismo, ¿qué le interesan a una mujer? ¡Eso no representa nada para el corazón!

—¡Tal vez estés en lo cierto! —convino la duquesa.

Haradja alzó la vista, clavando los ojos en ella, y luego de haberla examinado unos instantes inquirió de improviso:

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