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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras, Historico

El León de Damasco (7 page)

BOOK: El León de Damasco
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La duquesa experimentó un estremecimiento y sus mejillas se encendieron.

—Hace un rato mandé un mensajero a los estanques con objeto de que traigan hasta aquí al cautivo en compañía de una fuerte escolta.

—¡Gracias, Haradja! —contestó Leonor, reprimiendo un suspiro.

—Marcha a descansar,
effendi
. Ya es tarde y he abusado demasiado de ti. Debes encontrarte agotado con tantas emociones. ¡Ve, gentil capitán! ¡Haradja soñará contigo esta noche!

Tomando el martillo de plata, hizo sonar con él el gong.

Dos esclavos penetraron en la estancia.

—Llevad al
effendi
hasta la habitación que he destinado para él —ordenó la turca. —¡Hasta mañana, Hamid!

La duquesa besó galantemente la mano que la turca le presentaba y abandonó el salón precedida por dos esclavos que sostenían en la mano antorchas encendidas.

6. El vizconde Le Hussiere

Descendieron la escalera y, deteniéndose frente a una de las habitaciones de la planta baja, invitaron a entrar a la duquesa.

En el instante en que la joven iba a cruzar el umbral de la puerta percibió tras de ella una voz que exclamaba:

—¡
Effendi
!

La duquesa se dio la vuelta, en tanto que los dos esclavos empuñaban sus yataganes, ya que habían recibido instrucciones de su señora para cuidar de la seguridad del convidado.

—¡Ah! ¿Eres tú, El-Kadur? —inquirió Leonor al divisar al árabe.

Y dirigiéndose a los dos esclavos les dijo:

—Marchaos. Este hombre es mi fiel esclavo y tiene por norma dormir ante mi puerta. Retiraos; no tengo nada que temer.

—Haradja nos ha mandado que velemos por ti —contestó con timidez uno de los esclavos.

—No os necesito —repuso la duquesa. —Yo responderé por vosotros. ¡Dejadme a solas!

Ambos esclavos hicieron una reverencia y se alejaron.

—¿Qué deseas, El-Kadur? —inquirió Leonor, cuando ya no se oían los pasos de los esclavos.

—Vengo para recibir tus instrucciones, señora —dijo el árabe. —Nikola Stradiato se encuentra impaciente y quiere saber qué hay que hacer.

—Nada de momento —replicó la duquesa. —No obstante sería aconsejable mandar a alguien hasta la galeota para advertir a los marineros que estén dispuestos a zarpar mañana.

—¿Hacia qué lugar? —inquirió con ansiedad el árabe.

—Hacia Italia.

—¿Abandonaremos Chipre?

—Mañana el vizconde Le Hussière estará en libertad y mi misión se habrá acabado.

—¿El amo en libertad?

—Sí, El-Kadur.

El árabe se demudó como si una saeta le hubiese herido e inclinó la cabeza sobre el pecho.

—¡El amo en libertad! —susurró. —¡Libre!

Un extraordinario espasmo alteró por completo su rostro.

«¡Todo se acabó! —se dijo. —¡El-Kadur no estará presente en la dicha de su señora!»

Había desenvainado con celeridad su yatagán, colocándose la punta en el pecho.

Leonor, que le contemplaba atentamente, le preguntó en tono enérgico:

—¿Qué vas a hacer, El-Kadur?

—¡Examinaba, señora, si el arma se hallaba bien templada para matar a un turco! —repuso el árabe.

—¿A qué turco?

—¡Él! ¡Antes de abandonar Chipre deseo llevarme el pellejo de un infiel! —respondió el árabe, con risa sardónica. —¡Servirá para cubrir mi escudo de combate!

—No me has contestado la verdad, El-Kadur —dijo la duquesa. —Lo noto en tus ojos.

—Deseo matar a un hombre, señora. Luego Mustafá me hará matar. Pero ¿qué más da? ¡Terminará con un simple esclavo!

Había tal acento de amargura en las palabras de El-Kadur, que la duquesa experimentó un estremecimiento.

—¿Es una locura lo que piensas? —inquirió.

—Es posible.

—Dime el nombre de la persona a quien quieres matar.

—¡No me es posible, señora!

—¡Te lo ordeno!

—¡Muley-el-Kadel!

—¡El generoso turco que me ha salvado la vida! ¿De esta manera los árabes recompensáis a los que os salvan de una muerte cierta? ¡Sois igual que hienas o chacales, y no como leones!

El-Kadur inclinó la cabeza sin responder. Un sordo sollozo brotó de su pecho.

—¡Explícate! —dijo la duquesa.

El árabe echó hacia atrás su blanco manto y contestó con acento de intensa amargura:

—Cierto día tu padre me prometió la libertad. Murió, y yo continué a semejanza de un perro fiel en tu casa. Debía cuidar de su hija, y ni riesgo alguno, ni la muerte más espantosa, me detuvieron para acompañarla a esta maldita isla. Mi misión se ha cumplido; mañana tú y el señor vizconde, libres y dichosos, desplegaréis las velas para marchar a vuestra tierra y ya no precisaréis de mí. Señora, ¡permite que el desdichado esclavo siga su destino! ¡El Profeta no me creó para que fuera feliz! Solamente tengo un deseo: encontrar la muerte por cruel que sea, puesto que el despreciable musulmán no es generoso. Permite que mate a ese hombre que se ha fijado en ti, que eres cristiana, y que te ama en secreto. La vida del desgraciado esclavo habrá servido al menos para algo: para eliminar a un rival de su señor.

La duquesa se aproximó rápidamente al árabe:

—¿Entonces tú imaginas…? —le preguntó.

—El-Kadur ve, observa y no se equivoca. De Haradja no me preocupo. Esa mujer está loca, al igual que todas las mujeres turcas. ¡Es el León de Damasco el que me preocupa!

—¿Por qué razón, El-Kadur?

—Porque el esclavo ha leído en el corazón de su ama.

—¡Qué! ¡Una cristiana que está enamorada de un cristiano no podrá amar jamás a un turco, a un enemigo de nuestra raza!

El árabe hizo un gesto y continuó:

—El destino de los humanos se encuentra en las manos de Alá; has de creerlo, señora.

—Dios no es Mahoma. Su poder es infinitamente superior al del Profeta. ¡Estás en un error, El-Kadur!

—No, señora. Los ojos del mahometano te han atravesado el corazón.

—Más no lo han herido. ¿Cómo puedes creer que yo, una mujer, pueda renunciar a Italia y a los placeres de la vida para lucir ropas masculinas y enfrentarme a un enemigo cruel e inexorable que no perdona a los cristianos, si mi corazón no perteneciera por completo al vizconde? ¿Qué otra mujer hubiera hecho cosa semejante? ¡Dímelo, El-Kadur! He amado mucho a Le Hussière, y no van a ser los ojos del León de Damasco los que me obliguen a olvidarle.

—No obstante —contestó el árabe, —cerrando los ojos veo interponerse en tu camino a un hombre que no es el vizconde.

—¡Fantasías!

—¡No, señora! Lleva un turbante en torno a la cimera y su espada es curva.

—¡Locuras! —exclamó la duquesa, que aparentaba estar muy inquieta.

—¡El árabe no se equivocará, señora! ¡Ya lo comprobarás! ¡El turco derrotará al cristiano!

—¡Estás loco, El-Kadur! ¡Leonor no traicionará al hombre que la amó primero!

—¡Distingo un vacío a tu alrededor!

—¡Ya está bien, El-Kadur!

—¡Como prefieras, señora!

La duquesa se paseaba por la habitación, dominada por una gran emoción. El árabe, inmóvil al igual que una estatua de bronce, parecía estudiar detenidamente el demudado semblante de la duquesa.

—¿Dónde se encuentran el señor Perpignano y Nikola Stradiato? —inquirió, por último, Leonor, dejando de pasear.

—Se hallan alojados en una sala del patio de armas, con los marineros y el esclavo de Muley-el-Kadel.

—Es preciso que los prevengas respecto a que mañana embarcaremos. ¿Conoces lo que ha decidido Haradja?

—No, señora.

—Será conveniente mandar a alguien a la galeota para que los dos griegos redoblen la vigilancia. Como algún turco pudiera fugarse no habría uno solo de nosotros que saliese con vida de las manos de Haradja. Conozco muy bien la crueldad de esa mujer. ¡Ah!…

—¿Qué te sucede, señora?

—¿Y la carabela?

—En eso mismo pensaba yo en este instante. Si la sobrina del bajá nos acompañara hasta la playa, ¿cómo podríamos justificar la misteriosa desaparición de la tripulación turca?

—¡Todos nos perderíamos! —convino Leonor, que se había tornado muy pálida. —Tengo la certeza de que Haradja nos acompañará, y es posible que con una buena escolta. ¿Hay guardia en los patios?

—No, señora.

—Ve a avisar a Nikola. Es preciso que esta noche alguien abandone el castillo y se encamine sin ser visto a la ensenada. La carabela deberá desaparecer, en el supuesto de que deseemos ponernos a salvo.

El-Kadur salió y examinó los alrededores.

—Al parecer todos se han retirado —anunció. —No veo ni un centinela. Al fin y al cabo, nada tienen que temer ya, ahora que el león de San Marcos no ruge.

—Ven con Nikola.

El árabe desapareció con sigilo entre las arcadas.

Un momento después el renegado penetraba en la habitación.

—¿Conocéis ya de qué se trata? —inquirió la duquesa.

—Sí; vuestro esclavo nos lo ha explicado.

—¿Cuál es vuestra opinión?

—Que la carabela ha de desaparecer —respondió el griego. —La remolcaremos hasta alta mar y la hundiremos. De esta manera se podrá hacer creer a la sobrina del bajá que ha levado anclas para alguna exploración.

—¿Quién prevendrá a nuestros hombres?

—Tengo un marinero ágil como un corzo —repuso Nikola. —Él irá a la ensenada.

—¿Y cómo podrá abandonar el castillo? Con toda seguridad habrá jenízaros de centinela en el puente levadizo.

—No saldrá por ese lugar, señora. Por la parte de los fosos hay aspilleras, por las que Olao podrá deslizarse con facilidad. Yo respondo de ese hombre.

—¿Ordenaréis hundir la carabela?

—No es posible hacer otra cosa. Por otra parte, ese velero no nos es de ninguna utilidad. Reposad tranquila, señora, y no os inquietéis. De aquí a cinco minutos mi marinero se encontrará fuera del castillo. ¡Buenas noches!

En cuanto hubo salido el griego, la duquesa cerró la puerta y se tumbó en la cama sin desnudarse, murmurando:

—¡Mañana, al fin, le veré, si Dios nos ayuda!

Nada perturbó el sueño de la guarnición del castillo. Olao debía de haberlo abandonado ya sin llamar la atención de los centinelas, puesto que no se escuchó el más mínimo grito de alarma.

Cuando al despuntar la mañana la duquesa abandonó la estancia, dos esclavos la aguardaban, en tanto que en el patio su escolta bebía café, conversando con animación bajo una de las tiendas.

—La señora te aguarda,
effendi
—anunció uno de los esclavos.

—¿Ya ha llegado el cristiano? —interrogó con voz temblorosa la joven.

—No lo sé,
effendi
. Alguien, no obstante, debe de haber penetrado esta noche en el castillo, puesto que he podido oír el rechinar de las cadenas del puente levadizo.

—Esperadme un instante. Quiero dar algunas instrucciones a mis hombres.

Cruzó el patio y fue al encuentro de los renegados. Nikola y Perpignano, al verla aproximarse, se habían incorporado y salieron a su encuentro.

—¿Partió vuestro marinero? —inquirió en voz baja, dirigiéndose al griego.

—En este momento la carabela se hallará en las profundidades del mar —respondió Nikola.

—¿Y el vizconde? —inquirió Perpignano.

—Al parecer ya debe de estar aquí —replicó la duquesa.

—¿De manera que de aquí a poco podréis verle?

—Cierto.

—¿Y no habéis calculado, señora, el riesgo a que vais a exponeros?

—¿Qué riesgo, Perpignano?

—Que os reconozca y que algún grito involuntario os delate.

La duquesa palideció, adquiriendo el color de la cera. La observación del veneciano la había llenado de espanto.

Acaso el francés, viéndola de improviso tras tantos meses de separación, no pudiera reprimir una exclamación, un gesto involuntario. ¿Qué sucedería entonces?

—¡Estoy asustada! —exclamó la duquesa. —¡Si se le pudiera advertir!…

—Déjame pensar, señora —contestó el griego. —Soy de vuestra escolta y, por consiguiente, puedo ver al preso. Nos tratan con mucha consideración y respeto. Me es posible aprovecharme de las buenas disposiciones de esos perros turcos. Marchaos, por tanto, con la sobrina del bajá y permitidme que actúe. Conozco a los musulmanes.

—¿Le prevendréis, Nikola?

—Le pondré sobre aviso, señora.

—¡Cuento con vuestra ayuda! Ese peligro es peor que la presencia de la carabela.

—Ya lo sé, señora. Hay aquí demasiada gente para poder combatir. Me he podido enterar de que en total son unos cuatrocientos hombres, entre marineros y jenízaros.

—Disponeos a partir.

—En cuanto lo mandéis, duquesa —contestó Perpignano, —estaremos preparados para lo que sea. ¿No es verdad, Nikola?

—¡Sí, siempre que nuestras espadas beban sangre mahometana! —confirmó el griego.

Leonor les hizo un ademán de despedida y se acercó a los esclavos que la aguardaban.

—¡Os acompaño! —dijo.

Precedida por ellos penetró, no sin gran recelo, en la sala donde estuvo cenando la noche anterior.

Haradja, más hermosa que nunca, vestida de seda roja, la esperaba delante de la mesa, sobre la que humeaba el café.

Llevaba entrelazadas en sus cabellos magníficas perlas y en las orejas lucía pendientes de diamantes y zafiros, del tamaño de cerezas.

—El cristiano ha llegado esta noche —anunció, en cuanto vio a la duquesa, —y os está esperando en la parte exterior del castillo.

Leonor sintió un estremecimiento, pero disimuló su emoción y preguntó, simulando indiferencia:

—¿Viene de los estanques?

—Sí.

—¿Se halla muy enfermo?

—El pestilente ambiente de las aguas estancadas no beneficia a nadie —repuso Haradja. —¡Bebe, capitán, y no te preocupes de ese infiel! El suave clima de Venecia, si es verdad que Mustafá le envía en calidad de embajador, le hará recuperar la salud. ¿Deseas marcharte en seguida?

—Sí, Haradja; si no decides lo contrario.

—No es del cristiano por el que me inquieto —dijo la turca, examinándola. —Es tu compañía la que no tendré esta noche. ¡Bella tarde la de ayer, que jamás olvidaré! ¡Creía no encontrarme ya en el lóbrego castillo de Hussif! Pero regresarás muy pronto, ¿no es verdad,
effendi
? —inquirió con vehemencia. —¡Me lo prometiste!

—Sí, en el supuesto de que el León de Damasco no me mate.

—¡Matarte! ¡Es imposible! —dijo, excitándose, Haradja.

Y tras un instante de silencio añadió, como si hablase consigo misma:

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