—¿Y éstos descenderán de aquéllos? —inquirió la duquesa.
—Sí,
effendi
. Examínalos bien y comprobarás cómo tienen una mancha negra en el costado izquierdo.
—Vendrá a ser como su marca de fábrica.
—¿Piensas que el milagro haya acontecido?
—Tengo ciertas dudas, señora.
—Yo tampoco lo creo —convino Haradja, riendo alegremente. —El Profeta debía de tener aquel día otras cosas que llevar a cabo para ocuparse de los peces del convento de Balouskla. De todas formas, no puedes negar que son magníficos.
—¡Deliciosos! —respondió la duquesa, que contemplaba cada vez con mayor interés a aquella mujer, que, cosa rara en una turca, se permitía dudar de algo relacionado con el Profeta.
A aquellos pescados siguieron otros manjares, todos servidos en fuentes de oro o plata, y frutas exquisitas de Egipto y Trípoli. Luego un esclavo les llevó auténtico moka, que la duquesa apreció en gran manera, ya que el café en aquel tiempo sólo podían tomarlo los nobles y poderosos señores turcos, pagándolo casi a precio de oro. Haradja, que no había dejado de conversar animadamente, luego que la mesa hubo sido levantada, mandó traer un magnífico y pequeño cofre de plata, y sacando de él un par de rollitos blancos, invitó con uno de ellos a la duquesa.
—¿Qué son? —inquirió ésta, examinándolos con interés.
—Se fuman, ya que bajo esta envoltura blanca hay tabaco. ¿No los has visto jamás en tu país,
effendi
?
—No, señora.
—¿No fuman en Arabia?
—Sí. Hay quienes fuman en narguilé, pero a escondidas, para no arriesgarse a que les corten los labios o la nariz. Ya estás enterada de que Selim ha prohibido el uso del tabaco y decretado muy severas órdenes contra los que fuman.
Haradja lanzó una carcajada.
—¿Imaginas que me atemoriza Selim? Él se encuentra en Constantinopla y yo aquí. ¡Qué envíe a sus jueces a condenarme y verá de qué forma los trato! Tengo palos colocados en lo alto de las torres, y esa gente podría servirme magníficamente como veletas. ¡Fuma tranquilamente, gentil capitán! ¡Hallarás gran satisfacción en embriagarte con este humo exquisito y perfumado!
Una vez encendido el cigarro, de los primeros que en aquel tiempo se elaboraban, aspiró una bocanada de humo, y prosiguió:
—¡Selim! ¡Un sultán indolente que para eludir el cansancio se hace llevar en litera por entre los jardines de su serrallo y que no tiene más fortaleza que la precisa para ordenar de continuo crueldades, con las que satisface a las hermosas del harén! ¡Oh! Posiblemente no se parece a Mohamed II ni a Solimán. Si no contase con dos grandes comandantes como Mustafá y mi tío Alí, Chipre continuaría todavía en poder de los venecianos, y las galeras de la República amenazarían tal vez de nuevo Constantinopla.
—No obstante, he oído explicar, señora, que a ti tampoco te desagrada mostrarte cruel.
—Yo soy una mujer,
effendi
.
—No te entiendo —respondió la duquesa.
—¿Qué es lo que hacen en Arabia vuestras mujeres?
—Se preocupan de preparar la comida para el marido y en cuidar de la tienda y de los camellos.
—¡Sí que tienen entretenimientos! —comentó Haradja, que continuaba fumando con parsimonia.
—No obstante, así es, señora.
—Y las mujeres turcas, ¿qué entretenimientos tienen?
Encerradas en sus harenes, apartadas del rumor de la ciudad, como si estuviesen enterradas vivas, no tardan en hastiarse de los perfumes, de los bailes, de las esclavas y de los cuentos de las viejas. Una intensa tristeza las invade, al mismo tiempo que se apodera de ellas un vivísimo anhelo de profundas emociones a pesar de que sean crueles. Experimentan entonces la necesidad de ver padecer a seres humanos, sueñan con sangre y destrozos y se vuelven pensativas. Mi juventud transcurrió en el harén de mi tío. ¿Podría ser diferente a las otras mujeres turcas? Al fin y al cabo todas las mujeres son parecidas, ya sean turcas o cristianas.
—¡Oh! —exclamó la duquesa, haciendo un ademán de protesta.
—Óyeme,
effendi
. Cierta tarde una joven y hermosa cristiana que apenas había cumplido dieciséis años jugaba en una playa del Mediterráneo, en unión de una de sus ayas. Poco rato después surgieron de la escollera próxima, con la rapidez de gacelas, unos piratas turcos, quienes, afrontando las flechas de los centinelas del cercano castillo, mataron al aya y raptaron a la muchacha. Ésta no era turca, sino cristiana y de noble familia italiana. Sin atender a sus lágrimas y súplicas, la condujeron a Constantinopla, ofreciéndola en calidad de esclava a los proveedores del sultán. Solimán la encontró muy bella y la convirtió en su esposa favorita. La joven abandonó su religión, olvidó a su patria y a su padre, que tal vez la lloraba aún, y pronto se apoderó de ella ese aburrimiento profundo, que no es una dolencia única en las mujeres turcas. Aquella cristiana se transformó en un monstruo de perversión. Las favoritas de su marido, amo y señor al mismo tiempo, resultaron estranguladas por mandato suyo y arrojadas de noche al Bósforo; los propios hijos de Solimán hubieron de sufrir su cólera, ya que ordenó que fueran lanzados al mar Negro en el interior de un saco de piel y en unión de un gato y un gallo, con el fin de que su agonía fuera más trágica. ¿Qué más? Sonriendo mandó descuartizar a la hija mayor del sultán y riendo pretendió asesinar al joven heredero del trono presentándole un plato de fruta envenenada. ¿Qué era aquella mujer? ¿Turca o cristiana? Contéstame,
effendi
.
—¿Cuál era su nombre?
—Kourremsultana.
—Que quiere decir Roxelana.
—Sí. También la denominaban de esta manera —concordó Haradja.
—Tal vez el aire que se respira en el Bósforo la había tornado loca —repuso la duquesa.
—Es posible. Pero… ¡ah…!
—¿Qué sucede, señora?
—He recordado una cosa bastante interesante.
—¿Cuál?
—Tú eres amigo del León de Damasco.
—Ya te lo dije.
—Y agregaste que ese soberbio guerrero no te hubiera espantado. ¿No es verdad,
effendi
?
—Eso considero —contestó la duquesa, que estaba alerta, no acabando de entender adonde pensaba ir a parar aquella sorprendente criatura.
—Escucha,
effendi
. En algunas ocasiones, luego de haber comido, me invade ese fastidio sanguinario que sufría Kourremsultana. Yo soy turca y, por consiguiente, es más lógico en mí que en aquella sultana.
—No te entiendo, señora —dijo la duquesa.
—Deseo verte,
effendi
, combatir con el capitán Metiub, que se precia de ser la mejor espada de la escuadra de mi tío.
—Si así lo deseas, señora… —respondió la duquesa, arrugando el entrecejo. Y para su fuero interno se dijo: «¡Algo cara me hace pagar la comida esta mujer! ¿Acaso necesitará un muerto para abrirle el apetito para la hora de la cena?»
Haradja se había incorporado y, aproximándose a una panoplia llena de armas, dijo:
—Fíjate,
effendi
: aquí se encuentran todas las armas que un guerrero puede anhelar: cimitarras, yataganes,
kangiars
persas, hojas rectas de Francia y de Italia y puñales. Mi capitán las sabe utilizar todas. De manera que puedes escoger la que más te convenga.
—Para probar la habilidad de un espadachín, la mejor espada es la que tiene la hoja recta —adujo la duquesa.
—Metiub usa igual la cimitarra que la espada —dijo Haradja.
Pero como si se sintiese arrepentida del combate que iba a suscitar, se dirigió hacia la duquesa y, examinándola con fijeza, añadió:
—Gentil capitán, respóndeme lealmente: ¿confías en ti? ¡Me disgustaría mucho verte caer a mis pies moribundo, siendo tan guapo y tan joven!
—¡Hamid Leonor no se asusta de nadie! —repuso la duquesa, con arrogancia. —¡Haz venir a tu capitán de armas!
Haradja dio un golpe en el gong de bronce con su martillo de plata y, volviéndose hacia el esclavo que apareció, le dijo con frío acento:
—Anuncia al capitán Metiub que le aguardo aquí para verle jugarse la vida.
Al poco rato el capitán turco, que era el mismo que guió a la duquesa y a sus acompañantes hasta los estanques, penetraba en el salón con cierto aspecto de despreocupación, preguntando:
—¿Me llamabas, señora?
—Sí, te necesito —repuso Haradja, encendiendo un segundo cigarrillo y recostándose con indolencia en un diván, —¡Estoy aburrida!
—¿Incluso en la compañía de este joven guerrero? —inquirió el turco, con gesto irónico. —¿Qué puedo hacer para entretenerte, señora? ¿Deseas que equipe una chalupa para realizar una excursión por el mar?
—¡No!
—¿Deseas que haga bailar a fustazos a tus esclavos?
—¡Ya no me agrada eso!
—¿Deseas que los luchadores indios se desgarren la piel a golpes de
nuki-kokusti
?
—Tal vez luego.
—En tal caso, explícate, señora.
—Quiero cerciorarme de que continúas siendo el mejor espadachín de la flota.
—Sería preciso que me hicieras enfrentar al León de Damasco, que aseguran es la más formidable espada del ejército. ¿Deseas que le haga llamar, señora?
—¡Se halla a mucha distancia y no acudiría por mí!
—¡Por el Profeta! ¿Quieres que combata contra las murallas? ¡Si eso puede divertirte, de acuerdo! Partiré una veintena de aceros elegidos entre los mejores.
—Aquí hay alguno que te dará trabajo, Metiub —indicó Haradja.
—¿Quién? —inquirió el turco mirando en torno suyo, sorprendido.
Con un ademán señaló Haradja a la duquesa, que seguía sentada, como si el asunto no se refiriese a ella.
El turco hizo un gesto colérico.
—¿Es a ese muchacho a quien quieres enfrentarme? —inquirió, iracundo.
—¿Yo «un muchacho»? —exclamó la duquesa, con acento irónico. —¡Al parecer, capitán, no recuerdas que soy hijo del bajá de Medina!
—¡Es verdad,
effendi
! —dijo el turco. —Pero considero que Haradja debiera haber escogido otro rival más fuerte para enfrentarse a mí.
—Todavía no lo has comprobado, capitán.
El turco se volvió hacia Haradja, la cual seguía fumando.
—¿Deseas su muerte? —inquirió. —Has de pensar que, puesto que se trata del hijo de un personaje notable, pudieras tener algún disgusto con Mustafá.
—No te he solicitado consejo de ningún género —repuso la sobrina del almirante. —Haz lo que te mando y nada más.
—Mataré al
effendi
al primer asalto.
—No te exijo tanto —contestó Haradja. —A ti te corresponde, capitán, elegir el arma que más te convenga.
En tanto que la duquesa se dirigía a una de las panoplias que adornaban el salón, Haradja llamó con acento enérgico al turco.
—¿Qué deseas, señora? —inquirió Metiub, que parecía muy enojado.
—¡Ten cuidado! ¡Solamente una gota de sangre! ¡Si le matas, no verás de nuevo la luz mañana!
Metiub inclinó la cabeza y, reprimiendo la ira, apartó la mesa para tener más espacio.
Entretanto la duquesa había escogido tres espadas italianas, largas y rectas, con sólida guarda, y se dedicaba a probarlas, doblándolas. No parecía inquieta y pensaba con una sonrisa:
«¡Esto tal vez hará fracasar la libertad de Le Hussière! ¡Un buen golpe y todo quedará solucionado! ¡No puede ser que este turco conozca aquella estocada secreta de la escuela napolitana que me enseñó mi padre! ¡A pesar de que se cubra le alcanzaré de abajo para arriba!»
Al volver al centro de la habitación, el turco tenía también espadas italianas, si bien hubiera preferido coger la cimitarra.
—Me extraña,
effendi
—le dijo, —que tú, siendo árabe, sepas utilizar estas armas que solamente saben usar los cristianos.
—Te comunicaré, capitán, que mi maestro de esgrima era un renegado cristiano —repuso la duquesa. —Con estas armas, mejor que con las cimitarras, se demuestra la maestría de los espadachines. Por otra parte, un capitán valeroso debe saber utilizar cualquier tipo de armas, incluso las de los
giaurri
.
—¡Te expresas mejor que el Profeta,
effendi
! —comentó Haradja. —¡De ser yo Selim, te nombraría maestro de armas del serrallo!
La duquesa, a quien la turca le parecía un tanto exigente y antojadiza, esbozó una ligera sonrisa.
—¿Estás preparado, Metiub? —inquirió la sobrina del bajá.
—Sí —repuso éste, probando su espada. —¡Aquí hay un acero que tiene sed de sangre! ¡Cuando te plazca,
effendi
!
La duquesa se puso en mitad del salón, exclamando con tono burlón:
—¡También la espada del hijo del bajá de Medina se lamenta de haber estado demasiado tiempo inactiva!
—¿Querrías algunas gotas de mi sangre? —inquirió, con acento burlón, Metiub.
—¡Es posible!
—Confío en que de momento no lograrás tu deseo y que tu espada se enmohecerá en la panoplia. ¿Estás ya preparado,
effendi
?
En lugar de responder, la duquesa se puso en guardia, poniendo al descubierto el cuerpo con una parada en segunda.
—¡Ah! ¡Ah! —exclamó el turco. —¡Se aseguraría,
effendi
, que estás muy seguro de tu maestría! ¡He aquí una guardia que yo, maestro, no emplearía jamás con un adversario cuya fuerza no conozco! ¡Te descubres en exceso!
—¡No te inquietes por mí! —respondió la duquesa. —¡No tengo por norma conversar con el que me hace frente!
—¡En tal caso, para ésta,
effendi
! —dijo encolerizado el turco, lanzándose a fondo.
Sin recular ni un paso, la duquesa detuvo con no menor celeridad, sin llegar a la piel.
Metiub lanzó una exclamación de sorpresa.
—¡Por el Profeta! —exclamó, —¡Este muchacho será algo excepcional!
Haradja, con no menos asombro, se incorporó y arrojó el cigarrillo.
—¡Metiub! —dijo. —¡Creo que has hallado quien puede competir contigo! ¡Hace poco tiempo afirmabas que tu rival era un niño!
El turco lanzó un bramido.
—¡Le mataré de aquí a poco! —contestó con voz encolerizada. —¡Si me…!
Un gesto amenazador de Haradja le interrumpió.
—¡Acuérdate de lo dicho! —le advirtió. —¡Adelante, gentil capitán! ¡Vales tanto como el León de Damasco!
La duquesa se puso en guardia, atacando al turco con un asalto en tercia. Se quedó inmóvil por un instante y atacó al contrario con tal energía que le hizo retroceder.