El librero de Kabul (4 page)

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Authors: Åsne Seierstad

BOOK: El librero de Kabul
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Delante del palacio presidencial, dos hombres colgaban de una señal de tráfico. El más grande, cubierto de sangre de pies a cabeza, había sido castrado, tenía los dedos quebrados, el tronco y el rostro magullados y una bala le había atravesado la frente. El otro simplemente había sido fusilado y ahorcado con los bolsillos llenos de billetes de
afgani
en señal de menosprecio. Se trataba del ex presidente Mohamed Najibula y de su hermano. Najibula era un hombre odiado. Había sido jefe de la policía secreta cuando la invasión soviética de Afganistán, y se decía que durante su estadía en el poder había ordenado la ejecución de ochenta mil enemigos del pueblo. De 1986 a 1992 había estado al frente del país respaldado por los rusos. Al llegar los
muyahidin
liderados por Burnahuddin Rabani y Masud, Najibula permaneció en prisión domiciliaria en el edificio de la ONU.

Cuando los talibanes entraron en las zonas orientales de Kabul y el gobierno
muyahidin
decidió retirarse, Masud ofreció a su importante prisionero que escapara con él. Pero Najibula, temiendo por su vida fuera de la capital, optó por quedarse con los guardias de seguridad de la ONU. Se figuraba además que como era un pashtun iba a poder negociar con los talibanes pashtun. A la mañana siguiente todos los guardias habían desaparecido y las banderas blancas de los talibanes ondeaban en las mezquitas.

Incrédulos, los habitantes de Kabul se reunieron alrededor de la señal de tráfico de la plaza Ariana. Contemplaron a los ahorcados y luego volvieron a sus casas en silencio. La guerra había terminado, pero otra estaba a punto de estallar: la guerra contra los placeres del pueblo.

Los talibanes restablecieron el orden a la vez que dieron el golpe de gracia al arte y la cultura afganos. Quemaron los libros de Sultán y se presentaron en el Museo de Kabul armados de hachas y con su propio ministro de Cultura como testigo presencial. Cuando llegaron, en el museo no quedaba gran cosa. Todas las piezas trasladables habían sido saqueadas durante la guerra civil, y como consecuencia de ello habían desaparecido piezas de cerámica de la época en que Alejandro Magno conquistó el país, espadas tal vez usadas en batallas contra Gengis Kan y sus hordas de mongoles, miniaturas persas y monedas de oro. Hoy día la mayoría de estas piezas está desperdigada en casas de coleccionistas anónimos de todo el mundo, ya que fueron muy pocos los objetos que se lograron salvar antes de que el saqueo comenzara en serio.

Quedaban todavía unas enormes estatuas de los reyes y príncipes de Afganistán, así como budas milenarios y unos frescos. Animados por el mismo espíritu que los dominó durante su visita a la librería de Sultán, los soldados llevaron a cabo su misión. Ante los ojos anegados en lágrimas de los guardias del museo, los talibanes pulverizaron los restos de la colección. Lo destrozaron todo con sus hachas hasta que sólo quedaron los pedestales desnudos en medio de montones de polvo de mármol y de trozos de arcilla. Tardaron medio día en destruir los testimonios de una historia milenaria. Acabado el vandalismo, sólo quedaba en el museo una cita ornamentada del Corán sobre un pequeño mausoleo que el ministro de Cultura había juzgado preferible respetar.

El edificio había sido bombardeado durante la guerra civil por estar también en primera línea. Cuando los verdugos del arte abandonaron el lugar, los guardias del museo permanecieron entre los escombros. Recogieron laboriosamente los trozos de las obras que habían quedado desperdigados y los dejaron etiquetados en unas cajas. En algunos casos, todavía se veía lo que habían representado las piezas: la mano de una estatua, el bucle de pelo de otra. Las cajas fueron depositadas en los sótanos con la esperanza de que algún día alguien pudiera restaurar las estatuas.

Seis meses antes de la caída de los talibanes, los gigantescos budas de Bamiyán, que con sus casi dos mil años de antigüedad constituían el patrimonio cultural más importante de Afganistán, fueron también dinamitados. La explosión fue tan fuerte que no quedó nada, ni siquiera un fragmento que pudiera recogerse.

Durante este régimen, Sultán Khan asumió la responsabilidad de salvar lo que pudiera de la cultura afgana. Después de la quema de libros en la rotonda, obtuvo su libertad por medio de sobornos, y ese mismo día rompió el precinto de su librería. Lloró entre las ruinas de sus tesoros. Con un rotulador trazó grandes rayas negras encima de todas las ilustraciones que habían escapado a la furia destructora de los soldados. Era preferible eso a ver los libros quemados. Pero finalmente tuvo una mejor idea: pegó su tarjeta de visita encima de los retratos. De ese modo quedaron cubiertos por su propio sello; tal vez un día podría retirar las tarjetas y las imágenes podrían ser contempladas de nuevo.

Pero el régimen se volvió cada vez más despiadado. Con los años se hizo más hincapié en la línea puritana y en cumplir las normas del tiempo de Mahoma. Una vez más, Sultán fue convocado al Ministerio de Cultura.

—Ciertas personas van a ir a por ti y yo no te puedo proteger —le dijo el ministro.

En ese momento, en el verano de 2001, Sultán decidió dejar el país. Solicitó visados para Canadá para él, sus dos esposas y sus cuatro hijos. Todavía en Pakistán, sus mujeres e hijos rechazaron de plano la vida de refugiados que deberían llevar allí.

Tampoco Sultán podía renunciar a sus libros; poseía ahora tres librerías: una la llevaban sus hermanos menores, otra su hijo mayor y la tercera él mismo. Solamente una pequeña parte de los volúmenes estaba a la vista en las estanterías. La mayoría —casi diez mil ejemplares— se hallaba escondida en desvanes por toda la ciudad. Sultán no podía permitir que se perdiera su colección, fruto de treinta años de trabajo. No podía permitir que los talibanes u otros guerreros siguieran destruyendo el alma de Afganistán. Además, tenía un plan secreto, un sueño y un compromiso: cuando el gobierno de los talibanes fuera suplantado por uno de confianza, el librero donaría sus libros a la saqueada biblioteca pública que otrora había hecho gala de centenares de miles de títulos. O quizá abriría su propia biblioteca y ejercería él mismo de digno bibliotecario.

Debido a las amenazas de muerte, a Sultán Khan le fueron concedidos los visados para Canadá. Pero nunca se fue. Mientras sus mujeres preparaban el viaje y hacían las maletas, él encontraba todo tipo de excusas para posponerlo: que si estaba a la espera de unos libros, que si la librería corría peligro, que si un pariente acababa de morir... Siempre surgía algún impedimento.

Luego llegó el 11 de septiembre. Cuando las bombas volvieron a caer en Afganistán, Sultán se reunió con sus esposas en Pakistán y ordenó a Yunus —uno de sus hermanos menores solteros que permaneciera en Kabul para velar por el negocio.

Cuando cayó el gobierno talibán dos meses después de los ataques terroristas en Estados Unidos, Sultán fue de los primeros en regresar a Kabul. Por fin podía llenar las estanterías con las obras que deseara. Podía vender a los extranjeros como objetos curiosos los libros de historia con las ilustraciones tachadas con rotulador y quitar las tarjetas de visita pegadas sobre los retratos de seres vivos. Quería volver a enseñar los brazos blancos de la reina Soraya y el pecho cubierto de doradas condecoraciones del rey Amanula.

Una mañana en su tienda y con una taza humeante de té en la mano, se dio cuenta de que Kabul resucitaba. Mientras hacía planes para realizar su sueño, le vino a la mente una cita de su poeta favorito Ferdusi: «Para lograr el éxito, a veces hay que ser lobo, a veces, cordero». Ya era hora de ser lobo.

III
CRIMEN Y CASTIGO

De todas partes las piedras silbaban contra el poste. La mayoría dio en el blanco. La mujer no chillaba, pero pronto se elevó un alarido de la muchedumbre. Un hombre corpulento había encontrado una piedra particularmente buena —grande y angulosa— y la lanzó con todas sus fuerzas después de haber apuntado con precisión al cuerpo de la mujer. Le alcanzó justo en el vientre con tal violencia que la primera sangre de la tarde atravesó la
burka.
Eso fue lo que provocó el griterío de la multitud. Otra piedra del mismo tamaño le atinó en el hombro, haciendo brotar tanta sangre como aplausos.
JAMES A. MICHENER,
Caravanas

Sharifa, la esposa desechada, espera en Peshawar. Sabe que Sultán está a punto de llegar, pero como él nunca se toma la molestia de avisar de su partida de Kabul, ella le espera durante días, pues puede llegar en cualquier momento. Prepara cada comida como si su marido fuera a venir: un pollo especialmente cebado, las espinacas que tanto le gustan y la salsa verde de pimientos hecha en casa. La ropa limpia y recién planchada sobre la cama y el correo dispuesto con esmero en una caja.

Las horas pasan. Sharifa vuelve a guardar el pollo, las espinacas se pueden recalentar y la salsa de pimientos va a parar a la alacena. Barre el suelo, lava las cortinas y quita el polvo inacabable antes de sentarse con un suspiro y llorar un poco. No es que eche de menos a Sultán, pero deplora la pérdida de su vida anterior como mujer de un librero exitoso, respetado y cortés y como madre de sus hijos. Como la escogida.

En ocasiones ha llegado a odiar a Sultán por haberle destruido la existencia, por haberle quitado a sus hijos, por haberla humillado delante de todo el mundo.

Hace dieciocho años que Sultán y ella se casaron, y dos años han pasado desde que él tomó una segunda esposa. Desde entonces Sharifa vive como una mujer divorciada, pero sin libertad. Sultán sigue mandando sobre ella y ahora ha decidido que se quede en Pakistán para velar por la casa donde él guarda sus libros más preciados. Aquí él dispone de un ordenador y un teléfono, desde aquí puede mandar paquetes de libros a sus clientes y recibir correo electrónico, todo lo cual es imposible en Kabul, donde no funciona ni el correo, ni el teléfono, ni Internet. Sharifa vive aquí porque es conveniente para Sultán.

El divorcio nunca ha sido una opción para ella. Si una mujer pide el divorcio, prácticamente pierde todos sus derechos. Todos sus bienes van a parar a manos del marido, y también los hijos se quedan con el padre, él puede incluso prohibirle que los vea. La mujer que pide el divorcio deshonra a su propia familia, que a su vez suele expulsarla. En el caso de Sharifa, hubiera tenido que irse a vivir a casa de uno de sus hermanos.

Durante la guerra civil, a principios de los años noventa, y durante algunos años del régimen talibán, toda la familia Khan vivió en Peshawar, en el barrio de Hayatabad, donde nueve de cada diez habitantes son afganos. Pero uno tras otro regresaron a Kabul: los hermanos y las hermanas, el mismo Sultán, Sonya y los hijos, empezando por Mansur de dieciséis años, luego Aimal de doce y, finalmente, Eqbal de catorce. Ahora sólo quedan Sharifa y su hija Shabnam, deseosas de que Sultán las lleve un día a Kabul, donde tienen a la familia y a los amigos. Él lo promete una y otra vez, pero siempre surge algún impedimento. La casa ruinosa de Peshawar, que debía cobijarlos provisionalmente de las balas y las granadas de Afganistán, se ha convertido en la cárcel de Sharifa: no puede mudarse sin el consentimiento de su marido.

El primer año del segundo matrimonio de Sultán, Sharifa vivió con la pareja. Sonya le pareció una chica estúpida y perezosa, o quizá no era de hecho holgazana, pero Sultán nunca le dejaba mover un dedo. Sharifa cocinaba y servía, lavaba y hacía las camas. Al principio Sultán solía encerrarse con Sonya en el dormitorio durante días, pidiendo té o agua de vez en cuando, y los susurros y risas mezclados con sonidos que se oían provenientes de la habitación destrozaban el corazón de Sharifa.

Ella contenía los celos e hizo tan bien el papel de esposa modelo que sus parientes y amigas llegaron a decirle que había que concederle el premio a la primera esposa. Jamás se la oyó quejarse de ser dejada de lado, nunca se enfrentó con Sonya ni habló mal de ella.

Acabada la apasionada luna de miel y con Sultán de vuelta al mundo de los negocios, las dos mujeres se quedaron en compañía la una de la otra. Mientras Sonya se empolvaba la cara y se probaba sus nuevos vestidos, Sharifa se esforzaba por hacer de madraza encantadora. Se hizo cargo de las tareas más arduas, y poco a poco enseñó a Sonya a preparar los platos favoritos de Sultán, a cuidar de su ropa, a calentar el agua de sus abluciones a la temperatura adecuada y otras obligaciones que una esposa debe cumplir.

Pero, ¡y la deshonra! Si bien no es nada extraño que un hombre tome una segunda esposa y hasta una tercera, no por eso resulta menos humillante. En cualquier caso, la esposa desairada es tildada de inútil, y Sharifa aún más debido a la evidente preferencia de su marido por la más joven.

Sintió la necesidad de dar una explicación a por qué su marido se había vuelto a casar, debía inventar algo que no la inculpara a ella, sino que mostrara que la nueva situación se debía a circunstancias externas que la habían superado. Por tanto, contó a todo el mundo que había sido operada de un pólipo uterino y que el médico la había alertado del peligro letal que representaba seguir compartiendo el lecho con su marido. Ella misma, decía, había aconsejado a Sultán que se volviera a casar y había escogido a Sonya para él. Desde luego, añadía, él era todo un hombre.

Según Sharifa, esta enfermedad imaginaria era mucho menos vergonzosa que el hecho de que ella, la madre de sus hijos, ya no sirviera a Sultán. De esta manera daba a entender que él se había vuelto a casar prácticamente por consejo del médico, y a veces llegaba a sostener con los ojos brillantes que ella quería a Sonya como a una hermana, y a Latifa, la hija de Sonya, como si fuera su propia hija.

A diferencia de Sultán, los hombres polígamos suelen mantener un equilibrio perfecto en el disfrute de sus mujeres: una noche con una, la siguiente con la otra, y así durante años y años. Los hijos de las distintas mujeres tienen la misma edad y crecen como hermanos, mientras las madres cuidan celosamente de que sus pequeños reciban la misma atención que los de las otras, y de que ellas mismas no resulten discriminadas en cuanto a ropa y regalos. Muchas se odian y no se dirigen la palabra, y hay algunas que aceptan que su marido tenga otra u otras esposas ya que es su derecho, y acaban siendo amigas entre ellas. La nueva rival, desde luego, se casa debido al acuerdo negociado entre sus padres y su futuro marido. Pocas chicas jóvenes sueñan con ser la segunda esposa de un hombre mayor: mientras la primera ha disfrutado de sus años mozos, a la segunda le queda sólo su vejez. En algunos casos ninguna de las dos mujeres quiere realmente desde un principio al hombre y prefiere no tenerle en su lecho cada noche.

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