Read El librero de Kabul Online
Authors: Åsne Seierstad
—A mí no me interesa la gente que no tiene importancia para mi futuro. Y tú, tú no significas nada para mí. Vives a costa de mi padre, vete de aquí —dice riéndose con menosprecio, a sabiendas de que ella no tiene dónde ir.
Leila trae el té. Es té verde y suave. Pregunta a Yunus si quiere que le planche los pantalones para el día siguiente. Acaba de lavarlos y Yunus sólo tiene este par y otro más, de forma que ella necesita saber si él va a usar los recién lavados mañana. Yunus dice que sí con la cabeza sin pronunciar palabra.
—Mi tía es tan estúpida que siempre que va a decir algo, yo ya sé lo que dirá. Es la persona más aburrida que conozco.
Mansur no se cansa de repetir este juicio sobre su tía tres años mayor que él, y con quien ha crecido no como un hermano, sino como su jefe. Acompaña el comentario con una risa desdeñosa.
Leila suele repetir todo dos veces porque piensa que nadie le escucha. Suele hablar de cosas cotidianas porque éstas constituyen su universo. Pero también es capaz de reírse y de brillar cuando está con sus primas, sus hermanas o sus sobrinas. Es capaz de sorprender de repente contando historias graciosas. Es capaz de reírse de modo que el rostro entero se le contorsiona. Pero nunca en la cena familiar, cuando normalmente guarda silencio. A veces se ríe de los chistes groseros de sus sobrinos, pero como luego les comenta a sus primas:
—Me río con la boca, no con el corazón.
Después de la decepcionante historia de Belkisa, nadie dice mucho más durante la primera cena con Sharifa en casa. Aimal juega con Latifa, Shabnam juega con las muñecas de Latifa, Eqbal discute con Mansur, y Sultán coquetea con Sonya. Los demás comen en silencio y luego se van a la cama. Sharifa y Shabnarr duermen en la habitación donde ya duermen Bibi Gul, Leila, Bulbula, Eqbal, Aimal y Fazil. Sultán y Sonya duermen solos como siempre. A medianoche, todos están echados en sus esteras con una sola excepción.
Leila cocina a la luz de una vela para que Sultán pueda comer comida casera en el trabajo al día siguiente. Fríe pollo en aceite hierve arroz, prepara la salsa de verduras. Mientras la comida está en el fuego, lava los platos. La llama le ilumina la cara: tiene grandes y oscuras ojeras. Cuando la comida está lista, saca la ollas del fogón, las envuelve en grandes paños que cierra con nudos bien apretados para que las tapas no se caigan cuando Sultán y sus hijos se llevan las ollas. Leila se lava las manos y se acuesta con la misma ropa que ha llevado puesta todo el día: desenrolla su estera, coge una manta y duerme hasta que la llamada del ulema la despierta unas horas más tarde.
Su día empieza al son de
Alahu akbar
(«Alá es grande»). Un nuevo día que huele y sabe igual que todos los demás. A polvo.
Una tarde, Leila se pone la
burka
y los zapatos de tacones altos y sale del apartamento. Traspasa la puerta de entrada, cruza el sitio donde está el tendedero y llega al patio del edificio. Lleva a un niño del vecindario que le servirá de escolta. Pasan el puente sobre el reseco río de Kabul y desaparecen en una de las pocas avenidas de la ciudad. Pasan delante de limpiabotas, vendedores de melones, panaderos y hombres ociosos. Es a estos últimos a los que Leila más teme: los que tienen todo el tiempo del mundo y lo usan para
mirarla
.
Por primera vez en mucho tiempo el follaje de los árboles es verde. Durante tres años no cayó una sola gota de lluvia en Kabul y los brotes se secaban antes de abrirse. Esta primavera —la primera después de la fuga de los talibanes— ha caído mucha lluvia, bendita lluvia, deliciosa lluvia. No tanta como para que el río se haya llenado hasta los bordes, pero sí la suficiente para que los pocos árboles que han sobrevivido a la sequía hayan brotado y verdecido, y para que el polvo repose. El fino polvo de arena que es la maldición de Kabul. Cuando llueve se hace barro, cuando el tiempo es seco vuela en remolinos, tapona la nariz, provoca conjuntivitis, se hace fango en los pulmones. Esta mañana ha llovido y el tiempo ha refrescado, pero el aire húmedo no penetra en la
burka
. Leila sólo nota el olor a su propio aliento nervioso y el pulso de sus temples.
Sobre el muro de un edificio de hormigón, el número 4 en Microyan, grandes letreros anuncian «Curso» y fuera hay largas colas. Aquí se dan cursos de alfabetización, de informática y de escritura. Leila se quiere matricular en un curso de inglés. En la entrada, dos hombres están sentados en una mesa matriculando a la gente. Ella paga y entra junto con cientos de personas a la busca de su aula de clase. Bajan por una escalera y entran en un sótano que parece un refugio antiaéreo. Los impactos de las balas han dejado dibujos en las paredes. El local, situado justo debajo de las viviendas, sirvió como almacén de armas durante la guerra civil. Las diferentes «aulas» están divididas por tablones, y cada apartado está dotado de una pizarra, un puntero y unos bancos. Algunos tienen pupitres. Se oye un zumbido suave de voces y el calor empieza a sentirse en el local.
Leila encuentra el aula. Inglés nivel medio y clases de recuperación. Ha llegado temprano, igual que unos cuantos gandules larguiruchos. ¿Será posible? ¿Chicos en la clase? Le entran ganas de dar media vuelta y salir de ahí, pero hace de tripas corazón y se sienta al fondo. Dos chicas guardan silencio en el otro rincón. El zumbido de los otros grupos aumenta; en algunas partes, por encima de todos los demás ruidos, se oyen voces chillonas de algunos profesores. El profesor de Leila tarda en llegar, y los chavales empiezan a escribir palabras en inglés en la pizarra.
«Pussy», «Dick», «Fuck»
... Leila las mira indiferente. Las busca en su diccionario inglés—persa, a escondidas debajo de la mesa para que los chicos no la vean. Pero no las encuentra y siente un fuerte malestar. Está sola, o casi a sola, en medio de una pandilla de chicos de su misma edad, algunos incluso mayores. No debió haber venido; ahora se arrepiente. ¿Y si un chico le dice algo? Qué vergüenza. Se ha quitado la
burka
—«no se lleva
burka
en un aula», había pensado— y ahora ya es tarde, ya se ha expuesto a las miradas.
Llega el profesor y los chicos borran a toda prisa las palabras de la pizarra. Comienza el calvario. Todos se tienen que presentar, decir su edad y contar algo en inglés. El profesor es un hombre joven y flaco que le apunta con el puntero, pidiéndole que hable.
Leila tiene la sensación de estar abriendo su alma al profesor delante de los chicos, de haberse ensuciado, de haberse expuesto y arruinado su honor. ¿Qué había pensado que sería asistir a una clase? Nunca se había imaginado que sería una clase mixta, jamás. No es culpa suya.
Quiere irse, pero no se atreve. El profesor podría preguntarle por qué. Sin embargo, nada más terminada la clase, sale disparada. Se pone la
burka
y apura el paso. Sana y salva en casa, cuelga la
burka
en el clavo del pasillo y se sienta con las demás.
—¡Espantoso! ¡Había chicos!
Las otras se quedan boquiabiertas.
—Eso no está bien —comenta su madre—. No vuelvas.
A Leila ni se le ocurriría volver. Si bien los talibanes se han ido, siguen presentes en su cabeza. Y en la de Bibi Gul, Sharifa y Sonya. Las mujeres de Microyan celebraron el fin del régimen talibán. Ahora podían escuchar música, bailar, pintarse los dedos de los pies..., siempre y cuando nadie las viera y ellas pudieran disfrutar de la seguridad que brindaba la
burka
. Leila es heredera de la guerra civil y de los gobiernos de los ulemas y de los talibanes. Es una hija del miedo. Ahora llora por dentro. Había fracasado su tentativa de romper las cadenas, de hacer algo por su cuenta, de aprender algo concreto. Durante cinco años, las mujeres habían tenido prohibido aprender cualquier cosa; ahora que no estaba prohibido, se lo prohibía ella misma. Incluso podría haber funcionado si Sultán la hubiera dejado asistir al instituto, pues allí no había chicos en las clases.
Leila se sentó en el suelo de la cocina para picar cebollas y patatas. A su lado, Sonya estaba comiendo un huevo frito y amamantando a Latifa, pero Leila no tenía ganas de hablar con ella, era una chica tonta que no sabía siquiera el alfabeto, ni se interesaba por aprenderlo. Sultán le había pagado un profesor privado para que aprendiera a leer y a escribir, pero ella era impermeable al conocimiento; cada clase era como la primera, y después de aprender cinco letras en unos meses, Sonya se rindió y pidió a Sultán ser eximida de las clases. Mansur se había reído con desdén desde un principio del curso de alfabetización de Sonya:
—Cuando un hombre lo tiene todo y no sabe qué más puede hacer, intenta enseñarle a hablar a su burro —había dicho en voz alta, riéndose.
Hasta Leila, que encontraba desagradable la mayoría de las cosas que decía Mansur, se había reído.
Leila intentaba estar por encima de Sonya y la corregía cuando decía algo tonto o cuando alguna cosa no le salía bien; pero sólo cuando Sultán no estaba en la casa. A los ojos de Leila, Sonya era la pueblerina pobre que había sido elevada a la riqueza relativa de la familia de Sultán solamente por ser bella. Sonya le caía mal por todos los privilegios que le daba Sultán y por la diferencia enorme que había entre la carga de trabajo de las dos. Pero en realidad no tenía nada personal en contra de Sonya. Era una chica de su misma edad que solía mirar lo que pasaba alrededor de ella con una expresión dulce y ausente. De hecho, tampoco era perezosa, había sido muy trabajadora cuando cuidaba de sus padres en la aldea. Era Sultán quien no la dejaba trabajar. Cuando él no estaba en casa, ella ayudaba de buena gana. Aun así, Sonya fastidiaba a Leila. Se pasaba el día entero esperando a Sultán y se levantaba apresurada cuando él volvía a casa. Cuando él estaba de viaje, ella deambulaba desaliñada por la casa; cuando estaba en Kabul, ella se empolvaba la piel morena y se pintaba los ojos y los labios.
A los dieciséis años, Sonya pasó de niña a esposa en un abrir y cerrar de ojos. Había llorado al principio, pero —buena chica como era— pronto se acostumbró a la idea. Había crecido sin expectativas en la vida, y Sultán había hecho buen uso de los dos meses que duró el noviazgo. Había sobornado a sus padres para poder estar a solas con ella antes de la boda. En rigor, los novios no deben verse entre el inicio oficial del noviazgo y la boda, pero esto no suele cumplirse. Aun así, una cosa era que los novios salieran a comprar el ajuar juntos y otra muy distinta que pasaran las noches juntos. Era inédito. El hermano mayor de Sonya había querido defender el honor de su hermana cuando se enteró del dinero recibido por sus padres para dejar a Sultán compartir el lecho con ella antes de la noche de bodas. Así y todo, hasta él fue silenciado con monedas contantes y sonantes, y Sultán se salió con la suya. En su opinión, le estaba haciendo un favor.
—Hace falta prepararla para la noche de bodas. Ella es muy joven y yo soy un hombre con experiencia —arguyó al hablar con los padres de Sonya—. Si pasamos tiempo juntos ahora, no tendremos ningún susto la noche de bodas. Prometo no abusar de ella.
Paso a paso preparó a la adolescente para la noche de bodas; y dos años más tarde Sonya está contenta con su vida monótona. No desea otra cosa que estar en casa, de tanto en tanto visitar o recibir a sus parientes y estrenar de vez en cuando un nuevo vestido y, cada cinco años, una pulsera de oro.
En una ocasión, Sultán la llevó con él en un viaje de negocios a Teherán. Estuvieron fuera un mes, y a la vuelta, las otras mujeres de Microyan quisieron saber qué había visto en el extranjero. Pero Sonya no tenía nada que contar. Había convivido con parientes de Sultán y había jugado con Latifa sentada en el suelo como siempre. Apenas había visto Teherán y no había tenido ningún deseo especial de conocer la ciudad. Lo único que se le ocurrió fue que había cosas más bonitas en el bazar de Teherán que en el de Kabul.
Lo que más ocupa los pensamientos de Sonya es procrear más hijos. Hijos varones. Está embarazada de nuevo y siente pánico ante la posibilidad de tener a otra hija. Cuando Latifa tira de su chal o empieza a jugar con él, Sonya le da una palmadita y vuelve a poner el chal en su sitio. Si el hijo o la hija menor juega con el chal de la madre, significa que el próximo hijo será hembra.
—Si doy a luz a otra hija, Sultán tomará una tercera esposa —comenta Sonya a Leila cuando las dos cuñadas de la misma edad llevan un rato sentadas en el suelo de la cocina sin decir nada.
—¿Eso dice? —pregunta Leila sorprendida.
—Lo dijo ayer.
—Eso solamente lo dice para asustarte.
Pero Sonya no escucha.
—Que no sea una niña, que no sea una niña —repite mientras su hija de un año se duerme al son monótono de la voz de su madre que la está amamantando.
«Estúpida», piensa Leila. No está de humor para hablar, tiene que salir de esta casa, lo tiene muy claro. Sabe que no aguantará por mucho tiempo pasar todo el día en casa con Sonya, Sharifa, Bulbula y Bibi Gul. «Me volveré loca, no aguanto más aquí, no pertenezco a esta casa.»
Piensa en Fazil y en la manera que Sultán trató a este pequeño sobrino suyo. Lo que pasó con Fazil la hizo entender que ya era hora de valerse por sí misma. Fue la razón que hizo que lo intentara con el curso de inglés.
El chico de once años había trabajado cada día cargando cajas en la librería, cenaba todas las noches con la familia, y se acurrucaba en la estera al lado de Leila. Fazil es hijo de Mariam, la hermana de Sultán y Leila. Mariam y su marido no tenían dinero para alimentar a todos sus hijos y aceptaron con alegría la oferta de Sultán de ponerle cama y comida a su hijo mayor a cambio de que trabajara en la tienda. Fazil trabajaba duro doce horas diarias y sólo libraba los viernes para poder visitar a sus padres en la aldea.
Se encontraba a gusto. De día, preparaba cajas de libros en las librerías; de noche, jugaba y se peleaba con Aimal. El único con quien no se llevaba bien era con Mansur, quien no paraba de darle palmaditas en la cabeza o de propinarle puñetazos en la espalda cuando se equivocaba en el trabajo. Pero hasta Mansur podía ser simpático. A veces lo llevaba a una tienda para comprarle ropa nueva o le invitaba a comer en un restaurante. A Fazil le gustaba, pues, la vida lejos de las calles de tierra de la aldea.
Pero una noche Sultán le dijo:
—Estoy harto de ti. Vuelve a tu casa. No vengas más a la tienda.