Read El librero de Kabul Online
Authors: Åsne Seierstad
Sultán se había alegrado de poder ofrecerle trabajo. Jalaludin era un buen carpintero y él necesitaba nuevas estanterías. Siempre había tenido estantes normales y corrientes en sus librerías, del tipo donde los libros se colocan de pie y se ve sólo el lomo de cada ejemplar. Pero ahora que había impreso tantos títulos nuevos quería estanterías donde poder exponer los ejemplares, estantes inclinados con una pequeña tablilla abajo y otra delante para que se viera toda la portada del libro. Entonces su librería sería como las de Occidente. Había quedado con Jalaludin en pagarle cuatro dólares al día, y a la mañana siguiente el hombre había vuelto con martillo, sierra, metro plegable, clavos y los primeros tableros.
El almacén situado detrás de la tienda se convirtió en un taller de carpintería. Cada día Jalaludin había estado martilleando y serrando rodeado por estantes llenos de postales. Las tarjetas constituían una de las mayores fuentes de ingresos de Sultán; las imprimía baratas en Pakistán y las vendía caras en Kabul. Solía elegir motivos que le gustaran sin que se le ocurriera pagar derechos al fotógrafo o al dibujante; cogía simplemente la imagen, se la llevaba a Pakistán y la imprimía. Algunos fotógrafos le habían dejado sus fotos sin cobrarle. Y las tarjetas se vendían bien. El grupo más numeroso de compradores lo componían los soldados de las fuerzas internacionales de paz, que cuando patrullaban por la capital solían pasar por la tienda de Sultán para comprar postales. En ellas aparecían mujeres veladas, niños jugando encima de tanques de combate, reinas de tiempos pasados con vestidos atrevidos, los budas de Bamiyán antes y después de ser demolidos por los talibanes, caballos de
buzkashi,
niños vestidos con trajes regionales, paisajes salvajes... Kabul antes y ahora. Sultán tenía buen ojo para elegir motivos, y los soldados solían salir con una docena de tarjetas cada uno.
El jornal de Jalaludin equivalía exactamente al precio de venta de nueve postales. En el almacén las había en pilas y en montones, cientos con cada motivo. Con y sin sobres, con y sin goma elástica, en cajas y cajones.
—Doscientas, dices —comentó Sultán meditativo—. ¿Tú crees que fue la primera vez?
—No lo sé, dijo que iba a pagar por ellas, pero que se había olvidado.
—Ya, eso dice.
—Alguien tiene que haberle encargado el robo —opina Mansur—. Jalaludin no es lo suficientemente listo como para venderlas él mismo. Y no las habrá cogido para colgarlas en la pared...
Poca gente más apta para la burla que un ladrón que ha sido pillado.
Sultán lanzó una maldición. No tenía tiempo para esto. Dentro de dos días se iba a Irán por primera vez en muchos años. Tenía mucho que hacer, pero había que dar prioridad a esta cuestión; a él no le robaba nadie sin tener que afrontar las consecuencias.
—Vigílame la tienda; voy a verle a su casa. Tenemos que llegar al fondo de este asunto.
Llevó consigo a Rasul, que conocía bien al carpintero, y ambos fueron en coche hasta Deh Khudaidad. Una nube de polvo les siguió por todo el pueblo hasta que llegaron al sendero que llevaba a la casa de Jalaludin.
—Acuérdate, no digas nada a nadie, no hace falta avergonzar a la familia entera —instruyó Sultán a Rasul.
Fuera de la tienda rural, en la esquina donde empezaba el sendero que llevaba a casa del carpintero, había un grupo de hombres, y entre ellos Faiz, el padre de Jalaludin. El viejo los recibió con una sonrisa, estrechó la mano de Sultán y lo abrazó.
—Vengan a mi casa a tomar té —invitó efusivo. Estaba claro que no sabía nada de las postales robadas.
También los otros hombres querían hablar con Sultán, que era alguien que había triunfado en la vida.
—Sólo queremos charlar un momento con su hijo —dijo Sultán—. ¿Podría usted ir a buscarlo?
El viejo se puso en camino y volvió con Jalaludin dos pasos detrás de él. El carpintero miraba tembloroso a Sultán.
—Te necesitamos en la tienda, ¿podrías venir con nosotros?
Jalaludin asintió con la cabeza.
—Tomarán té con nosotros en otra ocasión —vociferó el padre cuando partieron.
—Sabes por qué he venido, ¿verdad? —dice Sultán con tono seco cuando él y el carpintero están sentados en el asiento de atrás del coche y Rasul les conduce fuera del pueblo. Se dirigen a casa de Mirdzjan, el cuñado de Shakila, que es policía.
—Sólo quería mirarlas, las iba a devolver, solamente deseaba mostrarlas a mis hijos. Eran tan bonitas.
El carpintero está encogido y tiene los hombros caídos, como si intentara ocupar el menor sitio posible. Tiene las manos crispadas entre las piernas y de tanto en tanto se clava las uñas en las rodillas. Cuando habla, mira a Sultán de reojo y con nerviosismo. Parece un polluelo asustado y desaliñado. Sultán, en cambio, está recostado en el respaldo interrogando al otro, tranquilo y seguro de sí mismo.
—Tengo que saber cuántas tarjetas postales has cogido.
—Sólo las que habéis visto...
—No te creo.
—Es verdad.
—Si no admites haber cogido más, te denuncio a la policía.
El carpintero coge la mano de Sultán y la colma de besos. Sultán retira la mano de inmediato.
—¡Quita, quita, te has vuelto loco!
—Te juro por Alá y por lo más sagrado que no he cogido más. No me mandes a la cárcel, por favor, te pagaré, soy un hombre honesto, perdóname, me equivoqué, perdóname. Tengo siete hijos, y dos de las chicas tienen polio. Mi esposa está embarazada de nuevo, y no tenemos para comer. Mis hijos están cada vez más desnutridos y mi mujer llora cada día porque mi sueldo no alcanza para alimentarlos a todos. Comemos patatas y verduras hervidas, ni siquiera podemos comprar arroz. Mi vieja madre visita los hospitales y los restaurantes para comprar sobras; a veces a ellos les sobra un poco de arroz cocido, y a veces lo venden en el mercado. Los últimos días ni siquiera hemos tenido pan. Además, alimento a los cinco hijos de mi hermana porque su marido no tiene trabajo, y vivo también con mis padres y mi abuela.
—Tú eliges, admite que has cogido más postales y no te mando a la cárcel —insiste Sultán.
La conversación no va a ninguna parte. El carpintero lamenta su pobreza y Sultán le exige que admita un robo mayor y que cuente a quién ha vendido las tarjetas. Cruzan Kabul y ya están en otro poblado de las afueras. Rasul los conduce por calles de barro, y pasan a hombres y mujeres que se dirigen apresurados a sus casas antes de que caiga la noche. Unos perros sueltos se disputan un hueso y unos críos corretean descalzos. Un hombre en bicicleta pedalea con su mujer velada sentada de lado en el portamaletas. Un viejo se esfuerza por avanzar con un carro lleno de naranjas; las sandalias se le hunden en las profundas huellas de neumáticos que ha provocado la lluvia torrencial de los últimos días. El camino de tierra apisonada se ha convertido en una arteria llena de mugre, sobras de comida y desperdicios de animales que la lluvia ha esparcido por todas partes.
Rasul frena el coche delante de una vivienda y, a petición de Sultán, sale y llama a la puerta. Mirdzjan abre y los saluda amablemente a todos antes de invitarlos a entrar.
El estrépito de los hombres subiendo ruidosamente la escalera es acompañado por el leve crujido de las faldas. Las mujeres de la casa se esconden. Algunas se quedan detrás de las puertas a medio cerrar, otras detrás de las cortinas. Una chica joven mira por una grieta de la puerta para ver quién viene a esta hora. Ningún hombre ajeno a la familia las debe ver, y son los hijos mayores quienes sirven el té que sus hermanas y su madre han preparado en la cocina.
—¿Bueno? —pregunta Mirdzjan, sentado con las piernas cruzadas. Lleva la túnica tradicional con pantalones anchos, la vestimenta que los talibanes obligaban a usar a todos los hombres. A Mirdzjan le encanta; al ser pequeño y rechoncho, está a gusto con esa ropa amplia y holgada. En cambio, no le gusta nada tener que volver a su antiguo uniforme de policía de antes de los talibanes. Después de pasar cinco años en el armario, le ha quedado muy pequeño. Además, es muy caluroso, pues era el uniforme de invierno confeccionado con paño basto y grueso, el único que había sobrevivido al prolongado almacenamiento. Los uniformes están hechos según un patrón ruso pensado más para Siberia que para Kabul. De modo que estos días de principios del verano –cuando las temperaturas suben a veinte y hasta treinta grados— los pasa Mirdzjan sudando a mares.
Sultán le explica brevemente el caso. Igual que en un interrogatorio, Mirdzjan deja que ambas partes se explayen. Tiene a Sultán a su lado y a Jalaludin delante de él. Demuestra comprensión asintiendo con la cabeza y mantiene un tono de voz bajo y amable. Sus hijos sirven té y caramelos a los dos oponentes que mantienen conversaciones paralelas.
—Es mejor para ti que resolvamos el asunto aquí, y no con la policía de verdad —explica Mirdzjan a Jalaludin.
Éste baja la mirada, se frota las manos y acaba murmurando una confesión; no a Sultán, sino a Mirdzjan:
—Tal vez he cogido quinientas. Pero las tengo todas en casa, se las devolveré. No las he tocado.
—Ya veo —comenta el policía.
Pero a Sultán no le basta con la confesión.
—Seguro que has cogido muchas más. ¡Dímelo de una vez! ¿A quién se las vendiste?
—Mejor que confieses todo y ahora mismo —insiste Mirdzjan—. Si el interrogatorio te lo hace la policía, será muy distinto, sin té ni caramelos —añade sibilino mirando fijamente a Jalaludin.
—Pero es la verdad, no las he vendido. Lo juro por Alá —dice el carpintero mirando a uno y a otro.
Sultán insiste, Jalaludin insiste en su versión, y ya es hora de marcharse. Se acerca el toque de queda de las diez y Sultán tiene que llevar al carpintero a casa antes de ir a la suya. Quien conduzca un coche después del toque de queda es detenido; algunos incluso han acabado muertos a tiros porque los soldados se sintieron amenazados por los coches que pasaban.
Sultán, Jalaludin y Rasul se sientan en el coche sin mediar palabra. Al rato, este último le pide encarecidamente al carpintero que diga toda la verdad.
—Si no lo haces, esto será el cuento de nunca acabar para ti, Jalaludin.
Al llegar a Deh Khudaidad, el carpintero entra en su casa a recoger las postales. Vuelve enseguida con un pequeño paquete. Las ha envuelto con un pañuelo de color naranja y verde. Sultán saca sus postales y las mira con admiración. Por fin las tarjetas han vuelto a su verdadero dueño, por fin volverán a sus estantes. Pero primero las necesita como prueba. Rasul lleva a Sultán a casa, y el carpintero se queda atrás en la esquina del sendero que lleva a su casa con una expresión de vergüenza.
Cuatrocientas ochenta postales. Eqbal y Aimal las cuentan sentados en sus esteras. Sultán calcula cuántas puede haber cogido el carpintero. Las tarjetas tienen motivos distintos. En el almacén están en paquetes de cien.
—Si faltan paquetes enteros, será difícil de controlar, pero si falta una decena de varios paquetes, es posible que simplemente haya abierto varios de ellos y sacado algunas postales de cada uno —razona el librero—. Tenemos que contarlas mañana.
A la mañana siguiente, cuando están contando las postales en el almacén, de repente se presenta el carpintero. Se queda en el umbral de la puerta y parece aún más encorvado que antes. De repente se arroja delante de Sultán y se pone a besarle los pies. Pero el librero le alza del suelo exclamando:
—¡Qué haces, hombre! ¡Si yo no quiero tus súplicas!
—Perdóname, perdóname, por favor, te devolveré el dinero, te lo devolveré, pero tengo hijos hambrientos en casa —insiste el carpintero.
—Te repito lo que te dije ayer, yo no necesito tu dinero, pero quiero saber a quién vendiste las postales. ¿Cuántas cogiste?
También ha acudido a la tienda Faiz, el padre de Jalaludin. También él quiere besar los pies de Sultán, pero éste le alza antes de que llegue el suelo. No es de buen gusto que alguien le bese los pies, y mucho menos tratándose de un viejo vecino.
—Debes saber que le he estado pegando toda la noche. Me siento muy avergonzado. Siempre le he educado para que fuera un trabajador honesto, ¡y ahora...! Ahora tengo un hijo que es un ladrón —dice el padre del carpintero mirando con desprecio a su hijo giboso, que tiembla en el rincón como un crío que ha robado y mentido y está a la espera de su castigo.
Sultán cuenta tranquilamente a Faiz lo que pasó. Jalaludin cogió unas cuantas postales y ahora necesitan saber cuántas ha vendido y a quién.
—Dame un día y le haré confesar todo lo que sea necesario —ruega el viejo.
La costura de sus zapatos se ha deshecho en varios lugares, no lleva calcetines, usa una cuerda como cinturón y las mangas de su chaqueta están raídas. El hijo tiene su mismo rostro, sólo que el del padre es un poco más moreno, más compacto y más hundido. Ambos son enclenques y flacos. El padre del carpintero se queda inmóvil delante de Sultán, quien tampoco sabe qué hacer. Le incomoda la presencia del viejo, un hombre que podría haber sido su propio padre.
Por fin, Faiz se mueve. Con paso firme se dirige hacia su hijo y levanta el brazo contra él. Y ahí, en plena tienda, propina a Jalaludin una paliza.
—Canalla, ladrón, has deshonrado a toda la familia; no debiste haber nacido jamás, eres un perdedor, un maleante.
Así le grita el padre a su hijo dándole patadas y golpes. Con la rodilla le pega en la barriga; con el pie le alcanza el muslo; con la mano le da en la espalda. Jalaludin aguanta todo sin protestar ni defenderse, sólo se encoge y pretende protegerse el pecho con los brazos mientras su padre le ataca. Finalmente, el más joven se levanta y sale corriendo de la tienda. Con tres zancadas llega a la puerta, desaparece escaleras abajo y alcanza la calle.
En el suelo yace la gorra de piel de oveja de Faiz. Se le ha caído durante la paliza. El viejo la recoge, la limpia un poco y se la pone. Se endereza, saluda a Sultán y sale. El librero observa por la ventana cómo se sube dificultosamente a su vieja bicicleta y mira en ambas direcciones antes de dirigirse hacia el pueblo con movimientos rígidos y reposados.
Cuando desaparecen los ecos del incómodo incidente, Sultán prosigue con su recuento como si nada.
—Trabajó aquí cuarenta días. Digamos que cogió doscientas postales cada día. Son ocho mil. Estoy seguro de que ha robado como mínimo ocho mil tarjetas —dice a modo de conclusión mirando a Mansur, que se encoge de hombros.