Read El librero de Kabul Online
Authors: Åsne Seierstad
El resto de la familia quedó boquiabierta. Sultán le había prometido a Mariam que se ocuparía del chaval durante un año. Pero nadie dijo nada, tampoco Fazil. No lloró hasta echarse en la estera. Leila intentó consolarle, pero no había nada que decir. La palabra de Sultán era la ley.
A la mañana siguiente, Leila le hizo las maletas con sus pocas pertenencias y lo mandó a casa. Él mismo tendría que explicar a sus padres por qué regresaba. Sultán se había cansado de él.
Leila se sentía muy furiosa cuando lo pensaba. ¿Cómo Sultán podía tratar así a la gente? Ella podía ser la próxima en ser despedida de golpe y porrazo. Tenía que pensar en algo.
Leila ideó un nuevo plan. Una mañana, cuando Sultán y sus hijos ya se habían marchado, se puso la
burka y
desapareció de nuevo. También esta vez pidió a un niño que la acompañara. Pero en esta ocasión se fue en otra dirección y se alejó del desierto de hormigón bombardeado que era Microyan. En la periferia del barrio los bombardeados edificios estaban en condiciones tan ruinosas que no se podía vivir ahí. Aun así, quedaban unas pocas familias que vivían en aquellas ruinas mendigando a sus vecinos, casi igual de pobres que ellos, pero al menos tenían casa. Leila cruzó un prado donde un rebaño de cabras pastaba en los esparcidos montoncitos de hierba mientras el pastor se adormilaba a la sombra del único árbol que quedaba. Aquí la ciudad se hacía campo. Al otro lado del prado empezaba el pueblo Deh Khudaidad.
Primero Leila se dirigió a la casa de Shakila, su hermana mayor. Fue Said quien abrió la puerta, el hijo mayor de Wakil, el hombre con quien Shakila acababa de casarse. A Said le faltaban tres dedos en una de las manos; los había perdido cuando estalló la batería de un coche que estaba arreglando, pero él decía a todo el mundo que había tropezado con una mina. Tenía más categoría ser herido por una mina; era casi como si hubiera luchado en la guerra. A Leila no le caía bien, le resultaba simple y burdo. No sabía leer ni escribir, y hablaba como un patán. Igual que Wakil. Leila se estremeció debajo de la
burka
al ver a Said. Él, por su parte, lució una sonrisa oblicua al verla y rozó la
burka
cuando ella pasó. Leila volvió a estremecerse, pues tenía miedo de acabar siendo su esposa. Eran muchos los miembros de la familia que intentaban unirlos, y tanto Shakila como Wakil habían ido a pedir su mano a Bibi Gul.
—Demasiado pronto —había contestado Bibi Gul, aunque Leila ya tenía la edad necesaria.
—Ya toca —decía Sultán.
Nadie le pidió la opinión a Leila, aunque ella tampoco habría contestado. Una chica educada no dice si le gusta éste o el otro. Pero Leila esperaba con todo su corazón librarse de semejante destino.
Shakila acudió a su encuentro, balanceándose, sonriente, radiante. Cualquier temor acerca del matrimonio de Shakila con Wakil había sido borrado. Ella trabajaba como profesora de biología, los hijos de Wakil la adoraban, y ella les sonaba las narices y les limpiaba la ropa. Logró que su marido reformara la casa y que le dejara dinero para nuevas cortinas y cojines. Y cuidaba que los niños fueran a la escuela, algo con lo que no habían sido muy estrictos Wakil y su primera esposa. Cuando los hijos mayores se quejaron de la vergüenza que era sentarse en la misma clase que los críos, su nueva madrastra respondió que mucho más vergonzoso sería en el futuro si ahora no estudiaban.
Shakila rebosaba de alegría de tener por fin su propio marido. Sus ojos brillaban con un resplandor nuevo y parecía enamorada. Después de treinta y cinco años de soltería, su nuevo papel de madre de familia le sentaba extraordinariamente bien.
Las hermanas se besaron en las mejillas. Se pusieron las
burkas
y salieron a la calle, Leila con zapatos negros de tacón, Shakila con sus escarpines blancos de tacón altísimo con hebilla dorada, los que había llevado en la boda. El calzado cobra mayor importancia cuando no se puede mostrar ni el cuerpo, ni la ropa, ni el pelo, ni la cara.
Vadearon unos charcos a pasos cortos y esquivaron aristas de barro endurecido y huellas de neumáticos, notando la grava a través de las finas suelas de los zapatos. El camino por el que andaban era el de la escuela. Leila iba a buscar trabajo como profesora. Éste era su plan secreto.
Shakila había preguntado en el colegio de pueblo donde trabajaba. No tenían ningún profesor de inglés, y si bien Leila solamente había estudiado nueve años, confiaba en poder enseñar inglés sin problemas a principiantes. Cuando la familia vivió en Pakistán había asistido a clases especiales de inglés por la noche.
La escuela está situada detrás de un muro de barro que es tan alto que no permite ver por encima de él. En la entrada hay un viejo guardia que vigila que no entre nadie ajeno, sobre todo hombres, porque éste es un colegio de chicas y todo el profesorado también es femenino. El patio había sido alguna vez un prado, pero ahora allí se cultivan patatas, y alrededor del campo de patatas se encuentran las aulas. Son pequeños cubículos con tres paredes: el muro del fondo y las paredes a los dos lados. Así la directora puede ver siempre lo que pasa en todas las clases. Las aulas tienen sitio para algunos bancos y mesas y una pizarra. Solamente las chicas mayores tienen derecho a sillas y mesas, las demás siguen la clase sentadas en el suelo. Muchas alumnas no tienen dinero para cuadernos y escriben en pequeñas pizarras personales o en trozos de papel que han encontrado.
Reina gran confusión porque cada día vienen nuevas alumnas deseosas de empezar a estudiar. Las clases se hacen cada vez más numerosas; la campaña escolar de las autoridades ha surtido efecto. En todo el país aparecen colgados grandes carteles mostrando a niños felices de ambos sexos con libros debajo del brazo y con el lema «De vuelta a la escuela».
Al llegar Shakila y Leila, la directora está ocupada con una mujer joven que quiere matricularse como alumna. Afirma haber pasado tres cursos ya y quiere empezar en el cuarto curso.
—No te encuentro en nuestras listas —dice la directora, y la busca en el registro de alumnas que por casualidad ha sobrevivido en un armario durante todo el régimen talibán. La mujer guarda silencio.
—¿Sabes leer y escribir? —le pregunta la directora.
La mujer vacila y, finalmente, admite no haber asistido nunca a clase.
—Pero es que hubiera sido tan bonito empezar en el cuarto curso —susurra—. Son tan pequeñas en el primer curso, me da vergüenza.
La directora insiste en que si quiere aprender algo tiene que empezar desde el principio, en el primer curso, donde hay alumnas de cinco años y otras que son adolescentes. Esta mujer sería la mayor. Da las gracias y se va.
Luego le toca a Leila. La directora se acuerda de ella de los tiempos anteriores a los talibanes. Leila había sido alumna en el colegio y a la directora le gustaría tenerla como profesora.
—Pero primero tienes que registrarte. Tienes que ir al Ministerio de Educación con tus papeles y solicitar el trabajo.
—Pero si ustedes no tienen ninguna profesora de inglés —objeta Leila—. ¿No pueden ustedes solicitar en mi nombre? O yo podría empezar ahora y registrarme luego.
—No, primero necesitas una autorización de las autoridades. Son las normas.
Los chillidos de una riña entre dos chiquillas llegan al despacho abierto. Una profesora pega a las chicas con una rama para que se callen y las dos se van tambaleando a sus aulas.
Leila sale desalentada por la puerta del colegio, y el ruido de las escolares exaltadas disminuye. Se dirige a casa con paso lento, olvidándose incluso de que está caminando a solas con zapatos de tacón alto. ¿Cómo llegar al Ministerio de Educación sin que nadie se dé cuenta? La idea era buscar un trabajo y contarle más tarde la novedad a Sultán. Si su hermano se enterara antes de tiempo, le podría prohibir que trabajara; pero si ella consigue el trabajo primero, tal vez la deje conservarlo. De todos modos, la enseñanza sólo le ocuparía unas horas al día; ella se levantaría simplemente más temprano y trabajaría más duro todavía.
El problema es que sus diplomas están en Pakistán. Le entran ganas de darse por vencida, pero al acordarse del oscuro apartamento y los suelos polvorientos de Microyan, decide dirigirse al telégrafo cercano. Llama a unos parientes en Peshawar para que ellos busquen sus papeles. Ellos prometen ayudarla, mandarán los diplomas con alguien que viaje a Kabul. El correo afgano no funciona, así que la mayoría de las cosas se deja en manos de viajeros ocasionales.
Al cabo de unas semanas llegan. El próximo paso es ir al Ministerio de Educación. Pero, ¿cómo irá? Es imposible ir sola. Pide a Yunus que la acompañe, pero su hermano favorito de poco le sirve: opina que no debe trabajar.
—No sabes qué tipo de trabajo encontrarás —dice—. Tú quédate aquí y cuida de tu vieja madre.
Mansur simplemente da un resoplido cuando recurre a él. Leila no va a ninguna parte y el año escolar ya ha empezado.
—Ya es tarde —dice su madre—. Mejor te esperas hasta el año que viene.
Leila se siente desesperada. ¿Igual no quiero realmente dar clases? ¿Igual ya no me apetece? Y sigue haciéndose preguntas similares para que le sea más fácil olvidarse del asunto.
Leila está estancada. En el fango de la sociedad y el polvo de las tradiciones. Está estancada en el sistema que se ha forjado durante siglos y que paraliza a la mitad de la población. El Ministerio de Educación está a media hora de autobús: una media hora imposible. Leila no está acostumbrada a luchar por nada; más bien está acostumbrada a darse por vencida. Pero esta vez tiene que haber una salida. Sólo trata de encontrarla.
El aburrimiento de los deberes como castigo está a punto de ganarle la partida a Fazil. Le entran ganas de saltar y chillar, pero se controla y toma su castigo como lo debe hacer un niño de once años que no se ha estudiado la lección. Mueve torpemente la mano por el folio. Escribe en letra pequeña para no usar demasiado espacio, ya que los cuadernos son caros. La luz de la lámpara de gas irradia un fulgor rojizo sobre el papel. «Es como escribir encima de llamas», piensa Fazil.
Sentada en el rincón, su abuela le mira con su único ojo. El otro se le lesionó cuando cayó encima de un fogón cavado en el suelo. Su madre, Mariam, está amamantando a Osip, que tiene dos años. Cuanto más se cansa Fazil, más se obsesiona con la escritura. Tiene que acabar aunque tarde toda la noche. No aguantaría volver a sufrir los golpes que le da en los dedos el profesor con el puntero, y desde luego no soportaría otra vez la vergüenza.
Tiene que escribir diez veces lo que es Alá: Alá es el creador, Alá es eterno, Alá es todopoderoso, Alá es benigno, Alá es la sabiduría, Alá es la vida, Alá lo ve todo, Alá lo escucha todo, Alá lo gobierna todo, Alá lo juzga todo, Alá...
La razón de su castigo es que había dado una respuesta equivocada en el curso de islam.
—Siempre me equivoco —se lamenta a su madre—. Porque cuando miro al profesor, me da tanto miedo que se me olvida la respuesta correcta. Él siempre está enfadado, y cuando te equivocas una vez, ya no te perdona una.
Todo había salido mal cuando el profesor le había tomado la lección sobre Alá. Fazil iba bien preparado, pero cuando le llamó el profesor a la pizarra, fue como si hubiera estado pensando en otra cosa mientras leía, porque no se acordaba de nada. El profesor de islam, con la barba larga, el turbante, la túnica y los pantalones anchos, le había mirado con negros ojos punzantes y le había preguntado:
—¿Alá puede morir?
—No —había contestado Fazil temblando bajo la mirada del profesor. Temía equivocarse independientemente de lo que respondiera.
—¿Y por qué no?
Fazil se quedó mudo. ¿Por qué Alá no puede morir? ¿Porque no hay cuchillos que le penetren? ¿Ni balas que le hieran? Los pensamientos se le atropellan en la cabeza.
—¿Entonces? —insistió el profesor.
Fazil se sonrojó y empezó a tartamudear algo que no se atrevió a terminar. Otro chico tuvo que responder.
—Porque es eterno.
—Exacto. ¿Alá puede hablar?
—No —dijo Fazil—. O sea, sí.
—Si piensas que puede hablar, di, ¿cómo habla?
Fazil guardó silencio una vez más. ¿Que cómo habla? ¿Tiene una voz que retumba? ¿Una voz suave? ¿Susurrante? Otra vez Fazil no pudo contestar.
—Dices que puede hablar —continuó el profesor—, ¿tiene una lengua, pues?
—¿Que si Alá tiene una lengua?
Fazil intentó averiguar cuál podía ser la respuesta correcta. No creía que Alá tuviera una lengua, pero no se atrevía a decirlo. «Mejor no decir nada que decir algo erróneo y quedar en ridículo delante de toda la clase», pensó. De nuevo, el profesor dio la palabra a otro chico.
—Habla a través del Corán, el Corán es su lengua.
—Exacto. ¿Alá puede ver?
Fazil vio que el profesor acariciaba ahora el puntero y golpeaba ligeramente la punta de su dedos, como si estuviera ensayando los duros golpes que pronto dejaría caer sobre los dedos de Fazil.
—Sí —dice Fazil.
—Y, ¿cómo ve? ¿Tiene ojos?
Fazil no se movió y dijo:
—Yo no he visto a Alá, ¿cómo lo voy a saber?
El profesor le había pegado en los dedos con el puntero hasta que Fazil empezó a llorar a lágrima viva. Se sentía el más tonto de la clase; el dolor en los dedos no había sido nada comparado con la vergüenza que había pasado. Al final el profesor le obligó a hacer estos deberes como castigo.
A Fazil el maestro le hacía acordarse de los talibanes. Sólo medio año antes todo el mundo iba vestido como él.
—Si no aprendes esto, no puedes seguir en esta clase —había dicho el profesor.
«Tal vez realmente es un talibán», pensó Fazil. Sabía que los talibanes eran severos.
Después de haber definido a Alá diez veces, Fazil tiene que aprenderlo de memoria. Murmura para sí mismo y lo repite en voz alta para su madre. Al final ya se sabe el texto de memoria. A la abuela le da pena su nieto. Ella no fue a la escuela y los deberes del niño le parecen demasiado complicados para su edad. Coge un vaso de té entre sus manos mutiladas y lo bebe a sorbos.
—El profeta Mahoma jamás hacía ruido mientras bebía —la reprende Fazil, y luego la alecciona—. A cada sorbo apartaba el vaso de los labios y daba las gracias a Alá.
Su abuela le mira de soslayo con su único ojo.
—Sí, bueno, si tú lo dices...