Read El librero de Kabul Online
Authors: Åsne Seierstad
Para Tajmir y la mayoría de los habitantes de la capital, esta región de Afganistán es con la que menos se identifican. Las zonas orientales del país son consideradas salvajes y violentas; la población local no se somete a un gobierno central, y aquí alguien como Padsha Khan y sus hermanos pueden gobernar una región entera. Siempre ha sido así y es la ley del más fuerte.
Pasan por paisajes desérticos y yermos. Aquí y allá ven nómadas y camellos que se balancean apaciblemente con la cabeza bien alta por las dunas. En algunos lugares los nómadas han erigido sus grandes tiendas de color arena, entre las cuales andan mujeres con faldas ondulantes de muchos colores. Las mujeres de la tribu kuchi tienen fama de ser las más libres en Afganistán; los talibanes ni siquiera intentaron imponerles la
burka,
siempre y cuando se mantuvieran fuera de las ciudades. Los nómadas también han sufrido mucho estos últimos años. A causa de la guerra y de las minas han tenido que cambiar sus rutas seculares y se mueven en zonas mucho más reducidas que antes. Además, la sequía de los últimos años ha causado la muerte por hambre de gran parte de sus cabras y camellos.
En este camafeo de color marrón, el paisaje se hace cada vez más árido. Abajo el desierto, arriba la montaña, donde los acantilados muestran rayas negras que, cuando uno las mira atentamente, resultan ser rebaños de ovejas que buscan alimentarse en las cornisas.
El coche se acerca a Khost, una ciudad que Tajmir detesta. Aquí el líder talibán, el ulema Omar, encontró a sus partidarios más fieles; aquí y en los alrededores no importó mucho que los talibanes asumieran el control del país, dado que en esta zona, de todas formas, las mujeres nunca trabajaban fuera de casa y las niñas nunca asistían a la escuela. Llevaban la
burka
desde tiempos inmemoriales por imposición familiar y tradicional, y no del gobierno, como ocurrió en el resto del país durante el régimen talibán.
Khost es una ciudad sin mujeres; o eso parece. Mientras las mujeres de Kabul durante la primera primavera sin los talibanes comenzaron a dejar la
burka
y a veces hasta se las puede ver comiendo en restaurantes, en Khost apenas se ve una mujer por la calle, ni siquiera escondida debajo de una
burka
. Las mujeres en esta zona viven encerradas en los patios traseros, no pueden salir ni ir de compras, y rara vez pueden visitar a alguien. Aquí se respeta una
purda
estricta, que es la separación total de los dos sexos.
Tajmir y Bob van directamente a ver al hermano menor del gobernador depuesto, Kamal Khan. Está instalado en la residencia del gobernador, mientras el gobernador recién nombrado vive en una especie de prisión domiciliaria de su propia elección en el cuartel de policía. El jardín del gobernador está lleno de los hombres del clan Khan: combatientes de todas las edades, desde delgados chiquillos hasta hombres canosos que están sentados, echados o deambulando por ahí. El ambiente es tenso y algo frenético.
Tajmir pregunta por Kamal Khan y dos milicianos les llevan ante el comandante. Lo encuentran sentado y rodeado por algunos de sus hombres. Es un hombre atractivo, de unos veinte años, que acepta la entrevista propuesta. El periodista y su intérprete toman asiento y un niño trae té.
—Estamos listos para luchar. No habrá paz hasta que el falso gobernador abandone Khost y mi hermano se reintegre a su puesto —explica Kamal, y sus hombres asienten con la cabeza.
Uno asiente con especial convicción; es el subcomandante. Sentado en el suelo y con las piernas cruzadas, bebe té y escucha la conversación, sin parar en ningún momento de acariciar a otro combatiente. Los dos se cogen firmemente, y las manos entrelazadas yacen en el regazo de uno de ellos. Muchos de los otros guerreros lanzan miradas insinuantes a los dos forasteros.
En algunas partes de Afganistán, sobre todo en las regiones del sudeste, la homosexualidad es corriente y está tácitamente aceptada. Muchos comandantes tienen varios amantes jóvenes, y se ve a menudo a hombres mayores que caminan con todo un grupo de muchachos. Los chicos se adornan muchas veces con flores en el pelo, detrás de una oreja o en el ojal. Se suele explicar esta homosexualidad extendida por la observación rigurosa de la
purda
en estas partes del país. Con frecuencia se ven grupos de chicos dando saltitos y contoneándose, que llevan los ojos pintados con
khol
negro y realizan movimientos parecidos a los de los travestis occidentales. Miran mucho, coquetean, menean las caderas y los hombros.
Los comandantes no viven solamente su homosexualidad; la mayoría de ellos tiene mujer y mucha prole en su hogar. Pero rara vez están en casa con su familia, pues la verdadera vida se vive entre hombres. Con cierta frecuencia se producen dramas pasionales entre los jóvenes amantes y no son pocos los combates con derramamiento de sangre debidos a los celos entre dos comandantes por algún joven amante. En una ocasión, dos jefes militares libraron una batalla con dos tanques de combate en medio del bazar, todo por un joven amante que compartían. La batalla ocasionó decenas de muertos.
Kamal Khan, un hombre hermoso de unos veinte años, afirma seguro de sí mismo que el clan Khan todavía tiene derecho al gobierno de la provincia.
—Tenemos al pueblo de nuestro lado y lucharemos hasta derramar la última gota de sangre. No es una cuestión de poder —dice para convencer a quien le escucha—, es porque el pueblo nos quiere, y ese pueblo merece nuestro apoyo. Nosotros solamente seguimos sus deseos.
Dos arañas de largas patas suben por la pared que hay detrás de Kamal Khan, que saca un saquito sucio del bolsillo de su chaleco e ingiere unas pastillas que guarda allí.
—Estoy un poco enfermo —explica con ojos que piden compasión.
Éstos son los hombres que se oponen firmemente al primer ministro Karzai. Estos hombres siguen obrando según las leyes de los señores de la guerra y se niegan a dejarse gobernar por Kabul. Les importa poco si mueren civiles. Se centran en el poder, y éste representa dos cosas para ellos: el honor que significa para la tribu que los Khan retengan el poder en la provincia, y el dinero que obtienen con el control del intenso tráfico de contrabando y con los ingresos de los aranceles de la mercancía que entra de forma legal en el país.
Si la revista norteamericana se interesa por el conflicto local de Khost, no es porque el primer ministro del país amenace con mandar al ejército contra los señores de la guerra. De hecho, tampoco es probable que Karzai cumpla su amenaza porque, como dice Padsha Khan, «si pone el ejército en juego, morirá gente, y él será considerado culpable».
El interés de la revista se centra en las fuerzas norteamericanas que están en la zona, esas fuerzas especiales y secretas a las que es prácticamente imposible acceder. La revista quiere publicar un artículo en exclusiva titulado «A la caza de Al Qaeda» sobre los agentes secretos que inspeccionan las montañas en busca de los terroristas. Pero, en realidad, Bob lo que quiere es hallar a Osama Bin Laden, o al menos al ulema Omar.
Los norteamericanos juegan a lo seguro y colaboran con ambos bandos en el conflicto: con los hermanos Khan y con sus enemigos. Ambos grupos reciben dinero de Estados Unidos, ambos hacen incursiones acompañando a las fuerzas extranjeras, ambos reciben armas, equipos de comunicación y de información. Ambos bandos sirven a los norteamericanos, pero en ambos grupos se encuentran antiguos partisanos talibanes.
El principal enemigo de los hermanos Khan se llama Mohamed Mustafá y es el jefe de policía de Khost y colaborador de Karzai y de los norteamericanos. Después de que los suyos mataran a cuatro hombres del clan de los Khan en un tiroteo hacía poco tiempo, Mustafá tuvo que quedarse detrás de las barricadas en el cuartel de policía durante días enteros. Morirían los primeros cuatro hombres que salieran de la comisaría, avisaron los Khan, y cuando los policías se quedaron sin comida y bebida, decidieron negociar. Lograron un aplazamiento, cosa que de poco sirve, porque la amenaza de muerte puede ser ejecutada en cualquier momento y acabar con cuatro de ellos. La sangre se venga con sangre, y la amenaza en sí puede ser una tortura. Kamal Khan y su hermano menor Wazir describen a su enemigo en el cuartel de policía como a un asesino de mujeres y de niños que debe dimitir.
Bob y Tajmir le agradecen la hospitalidad y la entrevista al comandante y se retiran. Los acompañan a la puerta dos muchachos con aspecto de ninfas de los mares del Sur; ambos llevan grandes flores amarillas en el pelo ondulado, anchos cinturones en el talle y miran intensamente a los dos forasteros. No saben en quién posar la mirada, si en el norteamericano rubio y ágil o en el ciudadano afgano de cara felina y complexión fuerte.
—Tengan cuidado con los hombres de Mustafá —advierten los muchachos—. No son de fiar, traicionan en el momento que se les da la espalda. ¡Y no salgan después del anochecer, que les robarán!
Los dos viajantes hacen caso omiso de las recomendaciones y se encaminan directamente al enemigo. El cuartel está a unas pocas manzanas más allá de la usurpada residencia del gobernador y funciona como cárcel aparte de ser cuartel. Las pesadas puertas de hierro de esta fortaleza con muros de un espesor de un metro son abiertas por los hombres de Mustafá, y Bob y Tajmir entran en un patio que desprende un fuerte aroma de flores. Pero los soldados aquí no se han adornado con las flores, sino que éstas florecen entre los arbustos y los árboles del patio. Los soldados de Mustafá son fácilmente discernibles de los de los hermanos Khan: usan uniformes de color marrón oscuro, pequeñas y cuadradas gorras de visera y botas pesadas. Muchos de ellos llevan gafas negras y un pañuelo encima de la nariz y la boca, y el hecho de que no se les vea las caras les hace todavía más temibles.
El periodista y su intérprete son llevados por escaleras estrechas y pasillos angostos hasta una habitación en el corazón del edificio. Ahí encuentran a Mustafá rodeado por hombres armados igual que su enemigo Kamal Khan. Las armas son las mismas, las barbas y las miradas también. Hasta la imagen de La Meca colgando de la pared es la misma. Las únicas diferencias son que el jefe de policía está sentado en una silla detrás de un escritorio, y no en el suelo; y que aquí no hay efebos adornados con flores. Las únicas flores que hay en la sala son un ramo de narcisos de plástico en la mesa, ramo que luce colores fluorescentes: amarillo, rojo y verde. Al lado del florero está el
Corán
envuelto en tela verde, y la bandera afgana en miniatura alzada encima de un pequeño pedestal.
—Tenemos al primer ministro de nuestro lado y lucharemos —afirma Mustafá—. Los Khan ya llevan demasiado tiempo saqueando esta región. ¡Ya es hora de acabar con esta barbarie!
Alrededor del jefe de policía, sus hombres asienten con la cabeza como antes lo hicieran los hombres de Kamal Khan. Tajmir traduce sin cesar las mismas amenazas y las mismas palabras que acaban de escuchar en el otro bando. Por qué Mustafá es mejor que Padsha Khan y cómo traerá la paz. En realidad, lo que está traduciendo —ahora igual que antes— es toda la actitud compartida por los dos bandos que impedirá la paz en Afganistán.
El jefe de policía ha participado en muchas incursiones de reconocimiento junto con los estadounidenses, y cuenta cómo vigilaron en una ocasión una casa donde estaban convencidos de que se hallaban Osama Bin Laden y el ulema Omar. Sin embargo, no encontraron a ninguno de los dos. Las incursiones prosiguen, pero se llevan con mucho secretismo, y Mustafá no les puede decir nada más al respecto. Bob pregunta si él y su intérprete pueden participar en una incursión alguna noche, pero el jefe de policía simplemente se ríe:
—No, estas incursiones son
top secret,
así lo quieren los norteamericanos. Por mucho que insistas, joven, no te puedo llevar.
Bob y Tajmir se despiden, no sin ser avisados primero por Mustafá:
—No salgan después del anochecer si no quieren que los hombres de Khan les asalten.
Prevenidos por ambos bandos, los dos viajeros dirigen sus pasos a la fonda local de kebab, un local grande con cojines sobre los bancos. Tajmir pide
pilau
y kebab, mientras Bob solamente quiere huevos hervidos con pan; tiene miedo a los parásitos y a las bacterias del lugar. Comen deprisa y vuelven rápidamente a su hotel antes de que empiece a atardecer. En esta ciudad todo es posible y es mejor tomar precauciones. Una mirada ceñuda hacia Bob por parte de un transeúnte es suficiente para que Tajmir se sienta mal. En esta zona hay un precio por la cabeza de los norteamericanos, cincuenta mil dólares se paga a quien mate a uno.
Una reja pesada delante de la puerta de su hotel —que es el único en la ciudad— se abre y se cierra tras su paso. Desde la seguridad del establecimiento contemplan Khost, una ciudad con tiendas cerradas, policías enmascarados y simpatizantes de Al Qaeda. Suben a la terraza para instalar el teléfono vía satélite de Bob. Pasa un helicóptero y el periodista pretende averiguar a dónde va. Una decena de los soldados del hotel se han unido a Bob y Tajmir, y miran boquiabiertos el teléfono inalámbrico del norteamericano.
—¿Habla con América? —pregunta el que parece ser el jefe, un hombre delgado con turbante, túnica y sandalias. Tajmir le dice que sí, y los soldados siguen a Bob con la mirada. Tajmir intenta charlar un poco, pero ellos sólo tienen ojos para el teléfono y quieren saber cómo funciona. Apenas han visto un teléfono en su vida y uno de ellos exclama con expresión triste:
—¿Sabes cuál es nuestro problema? Que sabemos todo sobre cómo usar nuestras armas, pero no sabemos llamar por teléfono.
Después de la conversación telefónica, Bob y Tajmir bajan de la terraza, los soldados les siguen y el periodista pregunta en voz baja a su intérprete:
—¿Estos hombres son los que nos van a asaltar en el momento que les demos la espalda?
Los soldados portan sendos Kaláshnikov, y algunos de ellos, además, largas bayonetas. Los dos viajeros se sientan en un sofá del vestíbulo, debajo de un extraño póster enmarcado en el que aparecen las dos torres del World Trade Center todavía intactas. Pero detrás de ellas no se ve el horizonte de Nueva York, sino enormes cimas de montañas, y en un primer plano se ha añadido el verde de un pequeño parque con flores rojas. En esta imagen, Nueva York parece una ciudad en miniatura, construida con Lego y puesta delante de una monumental cadena de montañas.