Read El librero de Kabul Online
Authors: Åsne Seierstad
El cuadro da la impresión de llevar años en este sitio; está descolorido y un poco ondulado. Debe llevar colgado de la pared del vestíbulo desde antes de que esta ciudad llegara a asociarse de modo grotesco con Afganistán y la ciudad polvorienta de Khost. Esa asociación ha traído al país todavía más de lo que menos necesita: bombas.
—¿Sabéis qué ciudad es ésta? —pregunta el periodista a los soldados.
Éstos niegan con la cabeza. No habiendo visto otras casas que las de adobe, les cuesta imaginar que esta imagen representa una ciudad verdadera.
—Esto es Nueva York —explica Bob—. América. Estos dos edificios eran los que atacó Osama Bin Laden con dos aviones.
Los soldados se levantan de un respingo; sobre estos dos edificios han oído hablar, ¡ahí están! Apuntan y comentan: «De modo que eran así». ¡Y ellos habían estado pasando delante de este cuadro cada día sin saberlo!
Entonces Bob les muestra una de sus revistas y señala a la foto de un hombre que reconoce cualquier norteamericano.
—¿Sabéis quién es?
Ellos vuelven a negar con la cabeza.
—Éste es Osama Bin Laden.
Los soldados abren los ojos de par en par y le arrancan la revista de las manos. Se juntan alrededor de la foto, todos quieren verla.
—¿Es él realmente?
Se muestran tan fascinados por el personaje como por la revista.
—Terrorista —constatan señalándole, y se ríen.
En Khost no hay prensa escrita, y estos soldados no han visto nunca una foto de Osama Bin Laden, el hombre que es la causa de la presencia de los norteamericanos en la ciudad, y de la de Bob y Tajmir.
Los soldados se sientan y sacan un gran trozo de hachís que ofrecen al periodista y a su intérprete, pero este último lo rehusa después de haberlo olido.
—Demasiado fuerte... —dice sonriendo.
Los dos viajeros se acuestan. Toda la noche suenan las ametralladoras. Al día siguiente, Bob y Tajmir buscan un argumento para la historia. Acaban pasando el resto de su estancia en Khost mirando intranquilos con el rabillo del ojo. Nadie les invita a operaciones importantes o de caza en las cuevas en busca de Al Qaeda. Cada día pasan por los bastiones de los dos archienemigos Mustafá y Kamal Khan para saber si hay alguna novedad.
—Tienen que esperar a que Kamal Khan se recupere —es el mensaje que reciben en la residencia usurpada del gobernador.
—Ninguna novedad —hacen eco en el cuartel de policía.
Padsha Khan ha desaparecido y Mustafá está como petrificado detrás de las flores fluorescentes. No hay ni rastro de las fuerzas especiales de Estados Unidos. No pasa nada en absoluto; nada, aparte del ruido de los disparos cada noche y de los helicópteros que sobrevuelan sus cabezas. Se encuentran en uno de los lugares más anárquicos del mundo; no obstante, se aburren. Al final, Bob decide que deben volver a Kabul. Tajmir se siente feliz; le alegra salir de Khost y volver a Microyan. Comprará una gran tarta para el aniversario de boda.
Vuelve contento a reencontrarse con su propia pequeña Osama, esa mujer pequeña y rellenita de mirada miope. La madre que Tajmir ama más que a nada en el mundo.
Durante días Leila ha estado recibiendo unas cartas que la hacen estremecer de miedo, aceleran los latidos de su corazón y hacen que se olvide de todas las demás preocupaciones. Después de leerlas, las hace trizas y las quema en el horno. Las cartas le hacen soñar con otra vida, sus palabras introducen un contenido entusiasmo en sus pensamientos, una expectación temerosa en su vida. Éstas son sensaciones nuevas para la joven. De repente se le ha abierto un mundo del que ella no tenía ni idea.
—¡Quiero escaparme, no quiero seguir aquí! —chilla un día cuando está barriendo el suelo y dando vueltas con la escoba por la habitación—. ¡Fuera de aquí!
—¿Cómo dices? —pregunta Sonya alzando la mirada desde su posición en el suelo, donde con expresión ausente ha estado siguiendo el diseño de la alfombra con el dedo.
—Nada —contesta Leila, y piensa que ya no aguanta más, que esa casa se ha convertido en una cárcel—. ¿Por qué todo tiene que ser tan complicado? —se lamenta.
Ella, que normalmente evita salir, tiene la imperiosa necesidad de escaparse en
ese mismo instante
. Se va al mercado. Un cuarto de hora después vuelve con un manojo de cebollas y es recibida con suspicacias.
—¿Sales nada más que para comprar cebollas? ¿Tan amante eres de exhibirte que te vas al bazar cuando no necesitamos nada en absoluto? —la interroga Sharifa, que está de mal humor—. La próxima vez tendrás que mandar a uno de los chiquillos.
Las compras son responsabilidad de los hombres o de las viejas, no es bueno que las jóvenes se paren en los tenderetes para regatear con los comerciantes que son todos hombres, o que puedan hablar con otros varones en el mercado. Si bien durante el régimen talibán las autoridades prohibieron a las mujeres ir sin compañía al mercado, ahora es Sharifa quien se lo impide a Leila movida por su confusa insatisfacción.
La joven guarda silencio. ¿Acaso ella tiene algo que hablar con un vendedor de cebollas? Todavía está en la cocina cuando vuelven los hombres de la familia y se estremece al escuchar las risitas de Aimal a sus espaldas. Le ha pedido que no le traiga más cartas, pero su pequeño sobrino le deja a hurtadillas no sólo una carta más, sino también un paquete. Ella esconde ambas cosas debajo del vestido y se dirige apresurada hacia su cofre personal, donde las guarda. Luego, cuando los otros comen, va a la sala y saca con manos temblorosas de entre sus tesoros la nota y el pequeño paquete.
«Querida L. Me tienes que contestar ahora. Mi corazón arde por ti. Eres tan hermosa. ¿Quieres quitarme la tristeza o debo vivir para siempre en la oscuridad? Deseo verte, dame una respuesta. Quiero compartir mi vida contigo. Siempre tuyo, K.»
En el paquete encuentra una pequeña campana de cristal azul con una correa plateada. La joven se pone la joya y se la vuelve a quitar enseguida. No la podrá llevar jamás. ¿Qué podría decir ella si alguien le preguntara quién se la había regalado? Se sonroja ante la mera idea de que sus hermanos o su madre se enterasen de algo; qué miedo y qué vergüenza. Tanto Sultán como Yunus la condenarían; recibir esas cartas es un acto completamente indecente en sí mismo.
«¿Sientes lo mismo que yo?», le había preguntado su admirador en otra carta.
Leila no siente nada, está muerta de miedo. Es como si viviera una nueva realidad; por primera vez en su vida alguien le exige una respuesta, ese hombre quiere saber lo que siente y lo que opina. Pero ella no opina nada, no está acostumbrada a tener una opinión. Y se dice a sí misma que no siente nada, porque sabe que no debe sentir nada. Los sentimientos son vergonzosos, eso es lo que le han enseñado.
Karim sí que tiene sentimientos. Ha visto a Leila una sola vez. Fue un día cuando ella y Sonya le llevaron la comida a Sultán y a los chavales al hotel. Karim no la había visto más que fugazmente, pero ella tenía algo que le hizo saber que estaba delante de su media naranja, algo que tenía que ver con sus ojos, con su cara redonda y pálida, con su preciosa piel...
Karim vive solo en una habitación y trabaja para una productora de televisión japonesa. Es un muchacho solitario y huérfano de madre. Ella murió debido a un trozo de metralla que cayó en su patio. El padre se había casado poco después con otra mujer, una señora que no caía bien a Karim, pero a quien tampoco él caía bien. La nueva madre malquería a los hijos de la primera esposa y les pegaba cuando no lo veía el padre. Karim nunca se quejó del maltrato, no valía la pena porque su padre prefería a esta mujer antes que a sus hijos. El asunto no tenía remedio. Al terminar los estudios, trabajó unos años en la farmacia de su padre, pero al final no pudo aguantar más la situación familiar y se fue a vivir con una hermana menor que había sido casada con un hombre en Kabul. Estudió en la universidad, y cuando los hoteles y las pensiones de la capital se llenaron de periodistas extranjeros, Karim ofreció sus conocimientos de inglés al mejor postor. Tuvo suerte y encontró trabajo en una empresa que abrió un despacho en Kabul y le ofreció un contrato a largo plazo con un buen sueldo y una habitación de hotel pagada.
Ahí fue donde Karim conoció a Mansur y al resto de la familia Khan. Le gustaba esa familia, su librería, sus conocimientos, su sobriedad. «Ésta es una buena familia», pensó. Y cuando tuvo una visión fugaz de la hermana pequeña de Sultán, la cosa quedó clara. Pero su amada nunca más volvió al hotel; de hecho, a Leila no le había gustado estar allí. «No es un buen lugar para una joven», pensó el enamorado.
No podía comentar su obsesión con nadie. Mansur se reiría de él y, en el peor de los casos, le podía llegar a hacer mucho daño.
Para Mansur nada era sagrado, y además parecía que su tía le caía mal. El único que sabía algo era el pequeño Aimal que trabajaba en el vestíbulo. El chico sabía guardar un secreto y era su mensajero.
«Trabar amistad con Mansur —pensó Karim— sería una forma de entrar en la familia», y de hecho tuvo suerte, porque Mansur lo invitó a cenar a su casa un día. Es costumbre presentar a los amigos en casa, y el joven del hotel era uno de los amigos más respetables de Mansur. Karim se esforzó todo lo que pudo para dar una buena impresión, y estuvo encantador, atento y prolijo en cumplidos para con la comida. Tenía claro que lo más importante era caerle bien a Bibi Gul, porque era ella quien tenía la última palabra con respecto a Leila. Pero no vio al objeto de sus deseos durante toda la cena, pues estaba en la cocina preparando la comida que llevaban Sharifa y Bulbula al comedor. Las hijas solteras no suelen aparecer cuando está presente un hombre joven ajeno a la familia.
Después de la cena y el té, no obstante, Karim pudo verla un momento. A causa del toque de queda, los convidados a cenar muchas veces se quedan a dormir en casa de los anfitriones, y Leila se ocupa de convertir cada noche el salón en dormitorio. Esa noche extendió las esteras, buscó mantas y cojines y también preparó un lecho para Karim, todo el tiempo muy consciente de que allí estaba quien le había estado escribiendo cartas. Él pensó que ella ya había terminado su labor y entró en el salón para rezar antes de que los demás se acostasen, pero su amada estaba allí todavía, inclinada sobre una estera, con el cabello hecho una trenza y cubierta con un pequeño y simple chal. Karim, pasmado y excitado, dio media vuelta en la puerta. Leila ni se dio cuenta de que él había estado ahí, pero él no pudo borrar en toda la noche la imagen de ella inclinada sobre la estera. Por la mañana no la vio, a pesar de que había sido ella quien le había dejado el agua para lavarse, le había frito huevos y preparado té, y hasta le había lustrado los zapatos mientras dormía.
A la mañana siguiente, el huérfano mandó a su hermana de visita a las mujeres de la familia Khan para que conociera a Leila. Cuando alguien traba amistad en Afganistán, es costumbre no sólo que los nuevos amigos sean presentados a la familia, sino también que los familiares se conozcan. La hermana era la parienta más próxima de Karim, y como conocía la fascinación que ejercía Leila «obre su hermano, debía verla y conocer mejor a su familia. Cuando volvió a casa le contó a Karim lo que él ya sabía:
—Es simpática y trabajadora, es guapa y sana. La familia es tranquila y decente; en definitiva, se trata de un buen partido.
—Sí, pero, ¿qué dijo? ¿Cómo era? ¿Qué aspecto tenía?
Karim no se cansaba de las respuestas a estas preguntas pese a que las descripciones que hacía su hermana de su amada eran demasiado sosas, según su opinión.
—Es una buena chica, ya te digo —dijo ella a modo de conclusión.
Como Karim era huérfano de madre, su hermana menor era quien debía representarlo como pretendiente. Pero todavía era pronto, había que conocer mejor a los Khan primero, ya que ellos y su familia carecían de lazos de parentesco. De otra forma correrían el riesgo de que aquéllos rehusaran al muchacho a la primera sin darle más oportunidades.
Tras la visita de la hermana de Karim, todos empezaron a hacerle comentarios jocosos a Leila sobre el joven. Ella no les hacía caso cuando le tomaban el pelo; hacía como si no le importara aunque ardía por dentro. Esperaba con todas sus fuerzas que no se enterara nadie de la existencia de las cartas y se enfadó con Karim por haberla puesto en peligro nada más que por egoísmo. Rompió la pequeña campana con una piedra y la tiró.
Tenía miedo sobre todo de que su hermano preferido se diera cuenta. Yunus era el miembro de la familia que acataba el modo de vida islámico más riguroso, aunque tampoco él lo seguía a rajatabla. También era a quien Leila más quería en la familia, y temía que pensara mal de ella si se enteraba de que había recibido cartas de un chico. Cuando Yunus se negó a ayudarla a buscar empleo de prolesora, fue para impedir que ella trabajara en un despacho donde hubiera hombres.
Leila se acordaba también de la conversación que había tenido con su hermano sobre Yamila después de saber por Sharifa que la joven había muerto estrangulada.
—¿Yamila? —había dicho Yunus cuando Leila mencionó a la joven en conversación—. ¿La que murió por el cortocircuito del ventilador?
Yunus no era consciente de que la historia del ventilador eléctrico no era cierta y de que Yamila había sido asesinada por haber recibido la visita de un amante por la noche. Leila le contó lo que había pasado y su hermano exclamó:
—¡Terrible, eso es terrible!
Leila asintió.
—¿Cómo pudo Yamila hacer algo semejante? —preguntó escandalizado.
—¿Ella? —exclamó Leila sorprendida.
Había malinterpretado la expresión de ira y pesar de su hermano pensando que estaba reaccionando al hecho de que Yamila hubiera sido asesinada por sus propios hermanos. Pero la conmovida reacción de Yunus había sido causada porque la joven había tenido un amante.
—Y eso que su marido era rico y guapo —dijo él, todavía conmocionado por la noticia—. Qué vergüenza, y además con un pakistaní. Esto me confirma en mi deseo de casarme con una mujer muy joven. Tiene que estar intacta y tendré que conducirla con mano dura —concluyó convencido.
—Pero, ¿y el asesinato? —objetó Leila.
—Ella pecó primero.
Leila también quiere ser joven y estar intacta. Le aterra ser descubierta. No ve la diferencia entre ser infiel al marido y recibir cartas de un chico siendo soltera. Ambas cosas están prohibidas, ambas son malas, ambas conducen a la deshonra en caso de hacerse públicas. Ahora que había empezado a ver a Karim como su salvación, temía que Yunus no le apoyaría si aquél pedía su mano.