El librero de Kabul (13 page)

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Authors: Åsne Seierstad

BOOK: El librero de Kabul
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Y no se la quita hasta llegar al patio de su hermana Mariam, donde se celebrará la boda. Para entonces, su pelo ha perdido un poco de volumen. Wakil todavía no ha llegado, pero los invitados se echan encima de ella en cuanto entra. El patio bulle de gente que ya está comiendo
pilau,
kebabs y albóndigas de carne. Están invitados cientos de parientes, y un cocinero y su hijo han estado picando, cortando, preparando y cocinando desde el alba. Para el banquete de la boda se han comprado ciento cincuenta kilos de arroz, cincuenta y seis de cordero, catorce de ternera, cuarenta y dos de patatas, treinta de cebollas, cincuenta de espinacas, treinta y cinco de zanahorias, uno de ajos, ocho de pasas, dos de nueces diversas, treinta y dos litros de aceite, catorce kilos de azúcar, dos de harina, veinte de huevos, varias clases de especias, dos kilos de té verde, dos de té negro y diecisiete de caramelos.

Después de la comida, veinte hombres entran en la casa vecina donde se encuentra Wakil. Es hora de negociar los últimos detalles económicos y de precisar las obligaciones futuras. Wakil tiene que garantizar una suma de dinero en caso de divorciarse de Shakila sin una razón legítima, y tiene que prometer mantenerla con ropa, comida y vivienda. Es Sultán quien negocia en nombre de su hermana menor, y los hombres de las dos familias firman el contrato. Desde detrás de las cortinas en casa de Mariam, Shakila y sus hermanas los observan salir. Mientras los hombres negociaban, la novia se ha puesto el vestido blanco; ahora el velo de cortina soviética le cubre el rostro por completo. Está sentada, esperando que Wakil sea conducido a ella para luego salir juntos. El novio entra con cierta timidez y se saludan bajando debidamente los ojos. Luego salen juntos sin mirarse. Al detenerse, ambos deben pisar al otro, y el que lo hace primero será el jefe. Wakil gana, o Shakila le deja ganar, como se debe hacer: no queda bien arrogarse un poder al que no se tiene derecho.

Dos sillas están colocadas en el patio y los novios deben sentarse al unísono. De sentarse primero el novio, será dominado por la novia. Ninguno de los dos quiere sentarse, y al final Sultán se coloca detrás de ellos y poniéndoles una mano en cada hombro les ayuda a que tomen asiento en perfecta sincronización. Todos aplauden.

Feroza, la hermana mayor de Shakila, cubre a la pareja a medias con una manta y sostiene un espejo delante de sus caras. La tradición exige que este instante sea el primero en que sus miradas se crucen, y Wakil y Shakila fijan las miradas en el espejo como si nunca se hubieran visto. Feroza mantiene el Corán encima de sus cabezas, mientras un ulema los bendice. Con las cabezas gachas, los novios reciben las palabras de Alá.

A continuación se coloca una bandeja delante de ellos con un pudín hecho con migas de galletas, azúcar y aceite y condimentado con cardamomo. Provocando el aplauso de toda la concurrencia, se dan de comer y beber el uno al otro para mostrar que cada uno de ellos desea al otro una buena vida.

Pero no a todo el mundo le entusiasma brindar con limonada.

—En otras épocas, el brindis de la boda se hacía con champán —cuchichea una tía recordando tiempos más liberales—. Pero esos tiempos no volverán, supongo —añade suspirando.

La época de las medias de nailon, de los vestidos occidentales, de los brazos desnudos y, sobre todo, de la inexistencia de la
burka
no es más que un recuerdo lejano.

—Una boda de tercera clase —comenta entre susurros Mansur, el hijo mayor de Sultán—. Comida mala, ropa ordinaria, albóndigas y arroz, túnicas y chales. Cuando yo me case, alquilaré la sala de baile del hotel Intercontinental, todo el mundo tendrá que llevar ropa moderna y serviremos la mejor comida que exista. Comida de importación —señala antes de cambiar de idea—. No, de hecho, me casaré en el extranjero.

La fiesta de Shakila y Wakil se celebra en la casa de adobe de Mariam y en el patio donde nada crece. Los retratos de boda quedan enmarcados por la guerra: detrás de los novios, la pared está agujereada por el impacto de las balas y de las explosiones de las granadas. Con las miradas fijas, los novios posan para el fotógrafo, y la falta de sonrisas y el muro del fondo confieren una dimensión trágica a la escena.

Ahora es el momento de la tarta. Los novios cogen el cuchillo entre los dos y la cortan con aire de suma concentración. Se dan de comer con las bocas casi cerradas como si se resistieran a abrirlas completamente, y se ensucian de migas.

Luego hay música y baile. Para muchos convidados, es la primera boda después de la salida de los talibanes, y por tanto es la primera vez en mucho tiempo que se celebra con música y baile. El régimen talibán privó a la gente de la mitad del placer de las bodas cuando suprimió la música. Ahora todos se lanzan al baile, salvo los novios, que siguen en sus asientos como espectadores. Es media tarde, y por culpa del toque de queda, las bodas se celebran de día y no de noche como antes. Todos tienen que estar en sus casas a las diez.

En el crepúsculo, los novios dejan la fiesta en medio de un jaleo de bocinazos y gritos. En un vehículo adornado con flores y cintas se dirigen a la casa de Wakil; quienes encuentran sitio en algún coche se suman al cortejo. En el de Wakil y Shakila se amontonan ocho personas, y en otros hay incluso más gente. Dan una vuelta por las calles vacías de Kabul, que está celebrando el fin del Ramadán, el
Id al Fitr
. Los vehículos pasan las rotondas a cien por hora, compitiendo por encabezar el cortejo. La colisión de dos coches pone cierto freno al ambiente festivo, pero nadie ha sufrido daños graves, y con los faros rotos y los capós abollados, los vehículos continúan hacia la casa de Wakil. El fin de este trayecto representará una entrega simbólica: Shakila deja su familia para ser recogida por la de su marido.

Los parientes más cercanos entran con los novios en la casa de Wakil, donde sus hermanas han preparado té para todos. Éstas son las mujeres con las que Shakila va a compartir el patio, y aquí es donde se encontrarán alrededor de la fuente de agua, aquí donde lavarán la ropa y darán de comer a los pollos. Los mocosos miran con curiosidad a su nueva madre, se esconden en las faldas de sus tías, pero siguen contemplando con devoción a la novia de oro centelleante. La música ha quedado lejos y los gritos de júbilo se han ido apagando. Con dignidad, Shakila franquea el umbral de su nuevo hogar, que es espacioso y de techos altos. Como todas las casas de cualquier aldea, la de Wakil está construida de adobe y tiene anchas vigas en el techo. Las ventanas están cubiertas con plásticos; tampoco Wakil se atreve a creer que han acabado realmente las bombas y los misiles, y aplaza el momento de cambiarlas.

Todos se descalzan y pasean tranquilamente por la casa. Después de llevar todo el día los finos y altos zapatos blancos, ahora los pies de Shakila aparecen enrojecidos e hinchados. Los invitados aún presentes entran en el dormitorio, donde una enorme cama de matrimonio ocupa casi toda la habitación. Shakila contempla orgullosa la colcha y los cojines de color rubí, brillantes y lisos, así como las nuevas cortinas rojas que ella misma ha cosido. Mariam había ido el día anterior a preparar el cuarto y había colgado las cortinas, extendido el cubrecama y dispuesto la decoración de la boda. Shakila no había ido previamente a la casa que gobernará hasta el fin de sus días.

Durante toda la celebración de las nupcias, nadie ha visto a los novios intercambiar una sola sonrisa. Ahora, en su nueva casa, Shakila no se puede contener.

—Qué bonito está todo —felicita a su hermana.

Por primera vez en su vida tiene su propio dormitorio, y por primera vez dormirá en una cama. Se sienta al lado de Wakil sobre el suave cubrecama.

Falta todavía el último acto de la ceremonia. Una de las hermanas de Wakil ofrece un clavo grande y un martillo a Shakila, que sabe lo que se espera de ella. Se dirige a la puerta de la habitación y fija el clavo encima de ella. Cuando el clavo está completamente hundido, todos aplauden y la madre de la novia solloza. Shakila ha simbolizado con este acto que clava su destino a esta casa.

Al día siguiente antes del desayuno, la tía de Wakil va a casa de Bibi Gul. En la bolsa lleva el paño que Leila por poco se olvidó de traer, lo más importante de todo. La anciana lo saca con reverencia y se lo entrega a la madre de Shakila. Está manchado de sangre. Bibi Gul da las gracias y sonríe, pero llorando a lágrima viva. Pronuncia rápidamente una pequeña oración de agradecimiento. Todas las mujeres de la casa acuden en tromba, y Bibi Gul muestra el paño a todas; hasta las chiquillas de Mariam ven el paño sangrante.

Sin sangre, hubiera sido Shakila y no el paño quien habría sido mandada de vuelta a la familia.

X
LA MATRIARCA

Una boda es como una especie de pequeña muerte. En los primeros días posteriores, la familia de la novia está de duelo como después de un entierro. Han perdido a una hija vendiéndola o regalándola. Sobre todo las madres están apenadas; ellas, que siempre han sabido todo sobre sus hijas: dónde han ido, con quién se han encontrado, qué han comido. Madres e hijas han pasado gran parte de cada día juntas: se han levantado juntas, han barrido la casa juntas, han cocinado juntas, pero después de la boda, la hija desaparece y pasa a pertenecer a otra familia. Totalmente. La hija no puede visitar a su familia cuando quiere, sino sólo cuando su marido se lo permite, y su familia no puede ir de visita a la nueva casa de su hija sin ser invitada previamente.

En un apartamento del bloque 37 en Microyan, una madre llora a su hija, que sigue viva y se encuentra a sólo una hora de camino. Da lo mismo si su hija vive en Deh Khudaidad, un pueblo a las afueras de Kabul, o en un país extranjero a miles de kilómetros al otro lado del mar; mientras no esté a su lado sobre colchón bebiendo té y comiendo almendras garrapiñadas, la madre se siente igualmente triste.

Bibi Gul casca otra almendra y esconde el resto debajo del colchón para que Leila no las descubra. Su hija menor es la que cuida que no se muera comiendo. Como una enfermera en una clínica de adelgazamiento, le prohibe tocar el azúcar y la grasa, y le quita la comida de las manos cuando intenta comer algo que no debe. Cuando tiene tiempo, cocina platos especiales sin grasa para su madre, pero Bibi Gul vierte la grasa de los platos de los otros sobre su propia comida cuando Leila no la ve. Le encanta el sabor a aceite, a grasa caliente de cordero y a
pakoras
fritas, le gusta chupar la médula de los huesos al final de la comida. La comida es su refugio, y pese a los esfuerzos de Leila, Bibi Gul no pierde peso; al contrario, su volumen cada vez es mayor. Si no se sacia en la cena, se levanta de noche para lamer los tazones y raspar las ollas. Esconde pequeñas provisiones por todos lados, en viejos cofres, debajo de algunas alfombras, detrás de una caja. En el bolso guarda
toffees
de Pakistán. Son de la peor y más barata calidad, de color extraño, harinosos y granulosos, sosos, y algunos hasta rancios; pero son
toffees
al fin y al cabo, con su dibujo de vacas lecheras en el paquete, y nadie la oye cuando se los come.

En cambio, hay que cascar las almendras sin hacer ruido. Bibi Gul está sola en la habitación lamentando su suerte. Sentada en la estera, se mece y mira al vacío con las almendras escondidas en la mano. Pronto no le quedarán más hijas en la casa. Shakila ya se fue; Bulbula está a punto de hacerlo. El día que desaparezca Leila, Bibi Gul no sabrá qué hacer y no tendrá quien la cuide.

—Ningún hombre tendrá a Leila antes de mi muerte.

Muchos han pedido su mano, pero Bibi Gul siempre los ha rechazado. Porque nadie jamás la cuidará como ella.

Bibi Gul, por su parte, ya no mueve un dedo. Sentada en el cojín, bebe té y piensa; su labor está hecha. Cuando una mujer tiene hijas adultas, se convierte en una especie de dirigente del hogar que da consejos y concierta los matrimonios, una vigilante moral de la familia, lo que quiere decir sobre todo la moralidad de las hijas. Vigila que no salgan solas, que se velen debidamente, que no se encuentren con hombres que no sean de la familia, que sean obedientes y educadas; para Bibi Gul la educación es la mayor virtud. Después de Sultán, es ella quien tiene más poder en la familia.

De nuevo sus pensamientos se van a Shakila, que se encuentra ahora detrás de altos muros de arcilla. Se la imagina subiendo pesados cubos de agua del pozo del patio, con gallinas y diez críos huérfanos de madre cogidos a sus faldas. Bibi Gul teme haber cometido un error: ¿y si él no es amable? Además, la casa parece tan vacía sin la presencia de Shakila.

De hecho, el pequeño apartamento no ha quedado exactamente vacío sin la hija. En vez de doce personas, ahora viven once en las cuatro habitaciones. En una duermen Sultán, Sonya y su hija de un año. En otra, Yunus y Mansur, el hermano y el hijo mayor de Sultán, respectivamente. En la tercera, todos los demás: Bibi Gul, sus dos hijas solteras, Bulbula y Leila; los dos hijos menores de Sultán, Eqbal y Aimal, y el primo de éstos, otro nieto de Bibi Gul, Fazil, hijo de Mariam.

La cuarta habitación sirve de almacén de libros y tarjetas postales y de trastero para la ropa de invierno en verano y la ropa de verano en invierno. La ropa de la familia se guarda en grandes cajas, porque ninguna de las habitaciones tiene armario, y cada día se pierde un tiempo infinito en buscar lo que se necesita. De pie o sentadas al lado de las cajas, las mujeres de la familia examinan prendas o zapatos, un bolso torcido o un estuche roto, una cinta, unas tijeras o un mantel. El objeto en cuestión es utilizado o sólo examinado antes de ser devuelto a la caja, pero rara vez algo se tira, con lo que el número de cajas sigue aumentando. Cada día el almacén es reorganizado un poco, porque hace falta mover todo cada vez que alguien busca algo en el fondo de alguna de las cajas.

Aparte de las cajas con la ropa y los trastos, cada miembro de la familia tiene un cofre cerrado con llave. Las mujeres llevan la llave sujeta al vestido. El cofre es su único lugar privado, y cada día se las ve inclinadas sobre los cofres, sentadas en el suelo. Cogen una joya, la miran, tal vez se la ponen, luego la vuelven a guardar, se untan con una crema de cuya existencia se habían olvidado o huelen un perfume que alguien alguna vez les regaló. Quizá miran la foto de un primo y sueñan un poco, o hacen como Bibi Gul y sacan unos
togfees
o una galleta escondida.

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