El librero de Kabul (16 page)

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Authors: Åsne Seierstad

BOOK: El librero de Kabul
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—Tú vete allí y búscate una con aspecto juvenil. Cómprale una botella de aceite y pídele que venga aquí. «Si vienes conmigo a la tienda, yo te ayudo en el futuro», eso les suelo decir yo. Cuando vienen, les ofrezco un poco de dinero y las llevo a la trastienda. Llegan con el velo y salen con el velo; nadie sospecha nada. Yo obtengo lo que quiero y ellas se quedan con dinero para sus hijos.

Incrédulo, Mansur mira cómo Rahimula abre la puerta de la trastienda para mostrarle cómo funciona. La pieza es de unos pocos metros cuadrados y el suelo está cubierto con cajas de cartón desplegadas, sucias, pisadas y con manchas oscuras.

—Les quito el velo, el vestido, las sandalias, los pantalones y la ropa interior. Una vez dentro, es demasiado tarde para cambiar de opinión. Gritar es impensable: incluso si alguien viene en su auxilio, la culpa será de ella de todas formas, y saben que el escándalo les arruinaría la vida. Con las viudas no hay problema, pero si son chicas jóvenes, si son vírgenes, lo hago entre sus piernas, simplemente les pido que las aprieten. O lo hago por detrás, ya sabes, por detrás —explica el comerciante.

Mansur mira desconcertado al hombre, que es algo mayor que él. ¿Tan simple es?

Esa misma tarde, cuando para junto a la masa azul de
burkas,
comprueba que no, que no es tan simple. Compra una botella de aceite, pero las manos de la mujer que se la ofrece son ásperas y están gastadas. Mira alrededor de él y sólo ve pobreza. Tira la botella en el asiento trasero del coche y se va.

Mansur ha dejado de ensayar las frases cinematográficas, pero sin abandonar la esperanza de tener que usarlas algún día. Una chica joven viene a la tienda preguntando por un diccionario inglés. Él compone su cara más amable y ella le cuenta que ha iniciado un curso de inglés para principiantes. Todo un caballero, el hijo del librero le ofrece su ayuda:

—Tengo pocos clientes. Si quieres, podría ayudarte con tus deberes.

El refuerzo escolar empieza en el sofá de la tienda y continúa detrás de una estantería, con promesas de matrimonio y fidelidad eterna. Un día Mansur levanta el velo de la chica y la besa. Ella se zafa y se va para no volver nunca más.

Una vez liga con una chica que conoce en la calle, es una analfabeta que nunca ha visto un libro. Está esperando en la parada de autobuses que hay enfrente de la tienda, y Mansur le dice que quiere mostrarle algo. La joven es guapa y dócil y va varias veces a la tienda. También a ella Mansur le promete un futuro dorado, y ella a veces se deja toquetear por debajo de la
burka
. Pero esto sólo hace que a Mansur le hierva más la sangre.

—Tengo el corazón negro —le confía a Eqbal, su hermano menor, pues sabe que no es bueno pensar en esas chicas.

—Me pregunto por qué son tan aburridas —le comenta Rahimula un día que Mansur pasa a tomar té en su tienda.

—¿Cómo que aburridas? —pregunta Mansur.

—Aquí, las mujeres no son como las de las películas. No se mueven, permanecen completamente rígidas —explica el hombre de más edad.

Se ha hecho con unos filmes pornográficos y cuenta cada detalle a Mansur: lo que hacen las mujeres y qué aspecto tienen.

—¿Será que las mujeres afganas son diferentes? Intento explicarles lo que tienen que hacer, pero nada... —suspira, y también Mansur suspira.

Entra una chiquilla en la tienda, tal vez tenga doce años, tal vez catorce. Tiende una mano sucia y mira implorante a los dos hombres. Un sucio chal blanco con flores rojas le cubre la cabeza y los hombros, es demasiado pequeña para llevar la
burka,
que no se suele llevar hasta la pubertad.

Entran mendigos en las tiendas a menudo. Mansur suele decirles que se vayan, pero Rahimula se queda mirando la cara infantil con forma de corazón. Saca diez billetes del bolsillo, la chiquilla abre los ojos de par en par e intenta cogerlos con codicia, pero la mano de Rahimula se escapa. El comerciante dibuja un gran círculo en el aire con la mano mientras mantiene la mirada de la pequeña mendiga.

—No hay nada gratis en la vida —declara.

La mano de la chica se inmoviliza. El hombre mayor le tiende dos billetes.

—Vete a un
hammam,
lávate y vuelve después. Entonces te daré el resto.

Ella mete el dinero apresurada en el bolsillo del vestido y esconde la cara a medias detrás del sucio chal con las flores rojas. Mira a Rahimula con un solo ojo. En una de sus mejillas y en su frente se ven las marcas dejadas por la viruela. Da media vuelta y se va; su cuerpo delgado desaparece en las calles de Kabul.

Unas horas más tarde regresa recién lavada. Una vez más, Mansur está de visita.

—Bueno, vale —dice Rahimula, resignándose a que la chiquilla lleve la misma ropa sucia de antes—. Sígueme a la trastienda, te voy a dar el resto del dinero —le promete sonriendo. Y luego, dirigiéndose a Mansur, añade—: Cuida de la tienda mientras.

La niña y Rahimula se ausentan durante mucho tiempo. Una vez satisfecho, el comerciante se viste y pide a la pequeña que se quede echada sobre los cartones.

—Es tuya —le ofrece a Mansur.

Mansur se queda mirándolo. Echa un vistazo a la puerta de la trastienda y sale corriendo de la tienda.

XII
LA LLAMADA DE ALÍ

Durante días, Mansur se siente nauseabundo. «Es imperdonable —piensa—, imperdonable.» Intenta quitarse la sensación lavándose, pero nada cambia; intenta eliminarla rezando, pero de nada sirve; busca en el Corán y va a la mezquita, pero se siente impuro de cualquier modo. Los pensamientos impuros que ha tenido últimamente le convierten en un mal musulmán. «Alá me va a castigar —piensa—, todo lo que hace uno, vuelve a uno. He pecado contra una niña, permití que Rahimula abusara de ella, no intervine.»

A medida que el tiempo pasa, la náusea se vuelve un malestar general hasta que el joven se olvida de la pequeña mendiga. Está harto de su vida, de la rutina y de las dificultades, se vuelve malhumorado y es antipático con todo el mundo. Está enfadado con su padre, que le encadena a la tienda mientras la vida transcurre en otras partes. «Tengo diecisiete años —se dice— y mi vida se ha terminado antes de comenzar siquiera.»

Languidece detrás del mostrador polvoriento, con los codos sobre el mostrador y la cabeza en las manos. Levanta la cabeza y mira a su alrededor: a las obras teológicas, los relatos del profeta Mahoma, las interpretaciones famosas del Corán. Contempla los libros de cuentos afganos, las biografías de los reyes y gobernantes del país, las obras monumentales sobre las guerras contra los ingleses, las ediciones de lujo sobre las piedras preciosas del país, los manuales de bordado afgano y los cuadernos delgados de fotocopias de libros sobre las costumbres y las tradiciones afganas. Mira con resquemor a todos estos libros y pega un puñetazo en la mesa.

«¿Por qué he nacido afgano? —piensa—. Detesto ser de aquí; todas estas costumbres y tradiciones anquilosadas me están matando lentamente. Respetar esto y respetar lo otro, no soy libre, no puedo tomar ninguna decisión por mí mismo. Lo único que quiere mi padre es contar el dinero de la venta de los libros.»

—Que se los meta en el culo —rezonga Mansur entre dientes.

Espera que nadie le escuche. Después de Alá y los profetas, la posición del padre es la más elevada en la sociedad afgana. Sublevarse contra él es, por tanto, imposible hasta para un bravucón como Mansur. Se enfrenta a todo el mundo y se pelea con todos —sus tías, sus hermanas, su madre, sus hermanos—, pero jamás en la vida con su padre. «Soy un esclavo —se dice—, me mato trabajando por comida, alojamiento y ropa limpia.»

Lo que Mansur quiere realmente es estudiar. Echa de menos a los amigos y la vida que tuvo mientras vivió en Pakistán. Aquí, en Kabul, no tiene tiempo para tener amigos y ya no quiere ni ver al único que tenía: Rahimula.

Es justo antes del
nuruz,
el año nuevo afgano, y se preparan grandes celebraciones en todo el país. En los últimos cinco años, la fiesta ha estado prohibida por el régimen talibán que la consideraba una celebración pagana, un culto al sol porque hunde sus raíces en el zoroastrismo —la religión de los «adoradores del fuego»— que nació en Persia en el siglo XI antes de nuestra era. Junto con la celebración, también quedó prohibido el peregrinaje de fin de año a la tumba de Alí en Mazar—i—Sharif. Durante siglos, los peregrinos han ido a esta tumba a purificarse de sus pecados, pedir perdón, curarse y saludar el nuevo año, que según el calendario afgano comienza el 21 de marzo, en el equinoccio de la primavera.

Primo y yerno del profeta Mahoma, Alí era el cuarto califa. Por su causa se originó el conflicto entre los musulmanes chiítas y sunitas, ya que para los chiítas es el segundo después de Mahoma en la línea de sucesión, mientras que para los sunitas es el cuarto. Pero también para estos últimos —como para Mansur y la mayoría de sus compatriotas— es uno de los grandes héroes del islam; un valiente guerrero siempre dispuesto al combate, según la historia. Alí murió asesinado en la mezquita de Kufa en Irak en el año 661 y fue enterrado en Nadyaf, según la mayoría de los historiadores, pero los afganos sostienen que sus seguidores le volvieron a desenterrar, ya que temían que sus enemigos se vengaran mutilando el cuerpo del califa. Según la leyenda, ataron el cadáver de Alí sobre el lomo de una camella blanca y dejaron que el animal corriera hasta el agotamiento, y ahí donde se detuvo enterraron al cuarto califa. Este lugar es Mazar—i—Sharif, que significa «la tumba del excelso». Durante quinientos años no había más que una pequeña piedra encima de la tumba, pero en el siglo XII se erigió una reducida cámara funeraria después de que un ulema tuviera la visita de Alí durante un sueño. Luego vino Gengis Kan y destruyó la cámara; y de nuevo la tumba quedó sin señalar durante siglos. Sólo a finales del siglo XV se construyó un nuevo mausoleo donde los afganos afirman que están las reliquias del califa. Esta cámara funeraria y la mezquita que luego se erigió al lado son las metas de la peregrinación.

Mansur está decidido a hacer el viaje para purificarse de sus pecados. Lleva mucho tiempo pensándolo, pero necesita el permiso de Sultán porque implica ausentarse de la librería durante varios días, y si hay algo que Sultán no soporta es que su hijo se ausente de la tienda. Mansur hasta se ha procurado un compañero de viaje: Akbar, un periodista iraní que acude a menudo a la tienda a comprar libros. Un día se quedaron hablando de la celebración de fin de año, y el iraní le dijo que tenía sitio para él en el coche. «Estoy salvado —pensó Mansur—, Alí me está llamando y me va a perdonar.»

Pero su padre no le deja. No quiere prescindir de él en la librería durante la breve semana que tardará el viaje, quiere que Mansur se quede a catalogar y vender libros y a controlar al carpintero que viene a hacer nuevos estantes; Sultán no se fía ni de Rasul, su futuro cuñado. Si supiera las veces que éste se ha quedado a solas en la tienda... Mansur está a punto de explotar. Como temía pedir permiso a su padre, lo pospuso hasta la noche anterior al viaje, y ahora, en el último momento, Sultán no se lo concede. Mansur insiste, su padre se niega.

—Eres mi hijo y me tienes que obedecer —arguye Sultán—. Te necesito en la tienda.

—Libros y más libros, dinero y más dinero, es lo único que te interesa —grita Mansur—. Me haces vender libros sobre Afganistán sin haber visto siquiera el país; apenas he salido de la capital —añade cortante.

A la mañana siguiente, el iraní se marcha. Mansur está indignado. ¿Cómo su padre ha podido negarle algo así? Lo lleva en coche a la librería sin decir palabra y contestando con monosílabos cuando su padre le hace una pregunta. Se acrecienta el odio acumulado contra su padre. Mansur no llevaba más de diez años estudiando cuando Sultán le sacó de la escuela y le hizo trabajar en la tienda, no terminó el instituto; todo lo que pide le es negado. Lo único que le da su padre es un coche para que pueda hacerle de chófer y la responsabilidad de una librería donde se pudre entre las estanterías.

—De acuerdo, como tú quieras —dice de repente Mansur—. Haré lo que me mandas, pero que sepas que lo hago sin alegría. Nunca me dejas hacer lo que quiero, me machacas.

—Puedes irte el año que viene —contesta Sultán.

—No, no me iré jamás y nunca más te volveré a pedir nada.

Según la leyenda, sólo el que está llamado por Alí puede viajar a Mazar. ¿Por qué no quiere Alí que él vaya? ¿Tan imperdonables fueron sus actos? ¿O simplemente es que su padre no oye la llamada de Alí?

La animosidad de su hijo deja pasmado a Sultán. Contempla al gran adolescente abatido a su lado y se siente un poco asustado.

Después de dejar a su padre en su tienda y a sus dos hermanos en la que llevan ellos, Mansur abre su librería y se sienta de nuevo detrás del polvoriento mostrador, pone los codos en la mesa y se hunde en sombríos pensamientos. Siente que la vida le tiene preso y que no hace más que llenarse cada vez más del polvo de los libros.

Ha llegado un nuevo envío de libros, y para salvar las apariencias Mansur tiene que saber de qué van, de modo que los hojea de mala gana. Hay una colección de poesía de Rumi, uno de los poetas favoritos de su padre y el más importante de los sofís afganos, que son los místicos del islam. Rumi nació en el siglo XIII en Balkh, junto a Mazar—i—Sharif. «Otra señal», piensa Mansur, y se pone a buscar algo en los poemas que le dé la razón a él y se la quite a su padre. Los poemas versan sobre la purificación y el camino a Alá, que es la perfección. Hay que tratar de olvidarse de sí mismo y del ego, y así Rumi afirma que «el ego es un velo entre el hombre y Alá». Mansur lee cómo debe encaminarse a Alá y cómo la vida debe girar alrededor de Dios y no de uno mismo. Mansur vuelve a sentirse impuro; cuanto más lee, más necesario le parece purificarse. Presta atención a uno de los poemas más simples:

El agua dijo al impuro: «Ven aquí».
El impuro respondió: «Me avergüenzo».
El agua insistió: «¿Cómo lavarás tu pecado sin mí?».

Tanto el agua como Alá y Rumi parecen abandonar a Mansur. Seguro que el amigo iraní ya está en lo alto de las montañas Hindu Kush, piensa el joven. Pasa el día entero furioso hasta el anochecer, cuando ya es hora de cerrar la tienda con llave, ir a buscar a su padre y a sus hermanos para llevarlos a casa, cenar una fuente más de arroz y pasar otra noche más con su pesada familia.

Cuando se dispone a bajar la puerta metálica y cerrarla con una fuerte cadena, llega de repente Akbar. Mansur cree estar alucinando.

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