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Authors: Åsne Seierstad

El librero de Kabul (27 page)

BOOK: El librero de Kabul
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Le había resultado un calvario presenciar la paliza que el viejo dio a su hijo, y a Mansur le importan un comino las postales. Opina que deben olvidar el asunto, ahora que el botín ha sido devuelto.

—Ni sabría venderlas, olvídalo —ruega el joven.

—Podría tratarse de un robo organizado por otros. ¿Sabes?, todos los dueños de quioscos que solían venir a comprar postales, hace tiempo que no vienen por aquí. Yo pensaba que tenían suficiente género, pero seguramente le habrán comprado las tarjetas al carpintero, que encima es tan tonto que las habrá vendido baratas. ¿Tú qué crees?

Mansur repite el gesto de antes. Conoce a su padre y sabe que querrá llegar al fondo del asunto. También sabe que la tarea recaerá sobre él porque ahora Sultán está a punto de marcharse a Irán y no volverá hasta dentro de un mes.

—¿Y si tú y Mirdzjan indagáis el asunto en mi ausencia? La verdad saldrá a la luz. Nadie le roba a Sultán —afirma el librero con mirada severa—. Podría haberme arruinado todo el negocio. Imagínate, Jalaludin roba miles de postales y las vende a quiosqueros y libreros de toda la ciudad, que a su vez las venden a precio mucho más bajo que yo. Yo perdería a todos los soldados como clientes, la gente ya no vendría a comprar libros porque me quedaría con la fama de ser más caro que los otros. Al final, el negocio quebraría.

Mansur escucha como quien oye llover las teorías alarmistas de su padre. Está furioso y molesto por tener que asumir una obligación más durante la ausencia de su padre. Encima de tener que registrar todos los libros, buscar en la terminal de transportes cajas y más cajas de libros que mandan las imprentas pakistaníes, encargarse del papeleo que conlleva tener una librería en Kabul, actuar como chófer para sus hermanos y llevar una de las tiendas; encima de tener que hacer todo esto, ahora también está a cargo de una investigación policial.

—Me ocuparé —contesta parcamente. Es la única respuesta posible.

—Y no seas blandengue, nada de blandenguerías —es lo último que le inculca Sultán antes de su vuelo a Teherán.

Una vez su padre se ha marchado de Kabul, Mansur se olvida por completo de la historia. Hace tiempo que se desvanecieron sus piadosos propósitos de la peregrinación. Duraron una semana. No le servía de nada rezar cinco veces diarias, la barba empezaba a picarle, y todo el mundo le dijo que tenía aspecto de sucio. Tampoco se sentía a gusto con la amplia túnica.

—Como no soy capaz de tener buenos pensamientos, lo demás también da igual —se dijo a sí mismo, y dejó atrás su devoción tan repentinamente como la había adoptado.

A fin de cuentas, el peregrinaje a Mazar se limitó a ser unas vacaciones en el extranjero.

La primera noche de ausencia de su padre organizó una fiesta con dos colegas. Habían comprado vodka uzbeko, coñac armenio y vino tinto, todo a precios exorbitantes en el mercado negro.

—Esto es lo mejor que hay. Todo es de 40 grados y el vino llega a los 42 —había dicho el vendedor.

Los adolescentes pagaron cuarenta dólares por botella. Ignoraban que el comerciante había añadido dos líneas sutiles convirtiendo el número 12 en 42. La mayoría de sus clientes eran chavales jóvenes que bebían para emborracharse y querían alcohol de la mayor graduación.

Mansur nunca había bebido alcohol, que es una de las cosas más prohibidas en el islam. Esa noche sus dos amigos empezaron a beber temprano mezclando el coñac y el vodka en un vaso. Tras haber ingerido un par de combinados, se tambaleaban por la habitación, una lúgubre habitación de hotel que habían alquilado para que sus padres no se enteraran de sus fechorías. Mansur todavía no había llegado porque primero tenía que llevar en coche a sus hermanos pequeños a casa. Cuando llegó al hotel, sus dos amigos estaban chillando y querían saltar por el balcón, pero un momento después estaban corriendo hacia el lavabo para vomitar.

Mansur entonces cambió de idea. El alcohol no le tentaba, desde luego. Si te hacía sentir tan mal, no era difícil abstenerse.

La bebida es un gran problema en Afganistán. No son muchos los que asumen el riesgo que supone importar el alcohol de contrabando, y las botellas preciosas se venden a escondidas en los cuartos traseros de las tiendas. Pero no siempre ha sido así. En los tiempos liberales del rey Zahir Shah, los restaurantes y bares servían alcohol, y con la ocupación soviética, el vodka entró a raudales con los soldados, quienes lo vendían barato. Luego vinieron la guerra civil y el gobierno
muyahid,
y los islamistas impusieron condenas severas por la venta, la compra y el consumo de alcohol. Con el régimen talibán, las penas se hicieron todavía más duras.

Los dos chicos, un poco mayores que Mansur, seguían gangueando y comenzaron a hacer planes aviesos. Había una chica que les gustaba particularmente, una joven y guapa periodista de Japón. Vivía en el mismo hotel y los dos adolescentes se preguntaron si debían invitarla a la habitación. Concluyeron que ahora era mal momento, pero uno propuso otro despreciable plan. Había trabajado durante un año en la farmacia de su padre, y al acabar se había llevado una gran cantidad de medicamentos. Podían contar con un anestésico.

—Podemos invitarla una noche cuando estemos sobrios y se lo metemos en la copa, y cuando se duerma, ¡podemos acostarnos con ella sin que se dé cuenta siquiera!

Al otro le gustó la idea.

—No nos olvidemos de hacerlo algún día.

En casa de Jalaludin nadie puede dormir. Los niños yacen en el suelo llorando en silencio. Las últimas veinticuatro horas han sido las peores de sus vidas. Han visto al abuelo pegándole a su bondadoso padre y tachándole de ladrón. Era como si la vida entera hubiera sido puesta patas arriba. Ahora el abuelo está dando vueltas por el patio exclamando:

—¿Cómo he merecido un hijo así, que causa vergüenza a toda la familia? ¿Qué he hecho mal?

El hijo primogénito de Faiz, el ladrón Jalaludin, está sentado encima de una estera en una de las habitaciones de la casa. No puede estirarse porque tiene la espalda llena de las rojas cicatrices de los azotes que le ha dado Faiz con una gran rama. Los dos habían vuelto a casa después de la paliza en la librería: primero el viejo en bicicleta, luego su hijo, que hizo todo el camino a pie. El viejo había proseguido el maltrato donde lo había dejado en la librería, y Jalaludin no había opuesto resistencia. Toda la familia había sido testigo de los azotes y de los insultos. Las mujeres habían intentado alejar a los niños de la escena, pero no tenían adónde ir.

La casa estaba construida alrededor de un patio de losas, al que miraban las ventanas cubiertas por hules. El carpintero, su esposa y los siete hijos compartían una habitación; sus padres y su abuela, otra; una hermana, el cuñado y sus cinco hijos, otra. Además, había un comedor y una cocina con horno en tierra, un fogón de queroseno y unos estantes.

Las esteras en las que se acurrucaban ahora los hijos de Jalaludin eran una confusión de trapos y cartones, plásticos y tela de arpillera. Las dos niñas con polio tenían tablillas en un pie y sendas muletas a su lado. Otros dos niños presentaban violentas erupciones de eccema en todo el cuerpo y costras que ellos se habían rascado y que sangraban.

Hasta que los amigos de Mansur no se hubieron levantado un par de veces a vomitar, no se durmieron los niños de la familia del carpintero en el otro extremo de la ciudad.

Al despertarse Mansur, le invadió una ebria sensación de libertad. ¡Estaba libre! Sultán no estaba en Kabul, y el carpintero, olvidado. El joven se puso las gafas de sol de Mazar y condujo a toda máquina por las calles de la ciudad, pasando burros con mucha carga, cabras sucias, mendigos y bien entrenados soldados alemanes. A los últimos les hizo un gesto obsceno mientras avanzaba dando tumbos y botando por los baches del asfalto, maldecía y hacía que los transeúntes saltasen asustados a un lado. Mansur pasaba manzana tras manzana del confuso mosaico de Kabul de ruinas acribilladas y casas a punto de desmoronarse.

—Hay que darle responsabilidades, es bueno para él —había dicho Sultán refiriéndose a su hijo mayor.

Mansur bosteza en el coche y decide que a partir de ahora le tocará a Rasul buscar las cajas de libros y hacer los recados. Ahora él se lo va a pasar en grande hasta que vuelva su padre. Aparte de llevar a sus hermanos a las tiendas cada mañana para que no puedan delatarlo, no hará nada en absoluto. Sultán es la única persona a la que Mansur tiene miedo; con él no se atreve ni a protestar, pues es la única persona que respeta, al menos cuando está cara a cara con él.

La meta de Mansur es conocer a chicas, algo que no es nada fácil en Kabul, donde la mayoría de las familias cuida a sus hijas como si fueran tesoros de oro. Pero ha tenido una idea y ha decidido asistir a un curso de inglés para principiantes. Él ya sabe inglés, lo aprendió en los años en que fue al colegio en Pakistán, pero imagina que en la clase de principiantes encontrará las chicas más jóvenes y más guapas. Y no se equivoca. Después de la primera lección ya tiene una favorita e intenta prudentemente hablar con ella. En una ocasión, ella hasta le deja llevarla cerca de su casa. Él la invita a ir a la librería, pero ella no acude, solamente la ve en la clase. Le compra un teléfono móvil para que puedan hablar, y le enseña cómo hacer que vibre en vez de sonar, para que su familia no se entere de que lo tiene. Le promete matrimonio y bonitos regalos. Una vez le dice que no puede quedar con ella porque tiene que hacer de chófer para amigos de su padre que han venido del extranjero; esto último lo dice para darse importancia. Esa misma tarde ella le ve con otra chica en el coche y eso no se lo perdona. Le llama canalla y sinvergüenza y declara no querer verle nunca más. Deja de asistir a clase y Mansur no sabe dónde buscarla porque no tiene su dirección. Ella ya no contesta al teléfono y Mansur la echa de menos. Pero sobre todo lo siente por ella, porque dejó el curso. Ella que tanto quería aprender inglés.

Poco después, la estudiante de inglés ya está olvidada, porque en la vida de Mansur en esta primavera nada es para siempre y nada es de verdad. Una vez es invitado a una fiesta en la periferia de la ciudad. Unos conocidos suyos han alquilado una casa, cuyo dueño vigila en el jardín.

—Fumamos escorpión seco —cuenta entusiasmado a un amigo al día siguiente—. Lo redujimos a polvo y lo mezclamos con tabaco. Pillamos un buen colocón y quedamos un poco enfurecidos también. Yo fui el último en dormirme. Una fiesta estupenda —se pavonea.

Abdur, el ayudante, se ha dado cuenta de que Mansur busca chicas y le ofrece conocer a una de sus parientes. Al día siguiente, el joven tiene a una chica hazara de ojos rasgados en el sofá de la tienda. Pero antes de poder hablar con ella, llega un mensaje de Sultán en el que le dice que volverá al día siguiente. Mansur se despierta enseguida de su ensoñación: no ha hecho ninguna de las cosas que su padre le ha ordenado. No ha registrado los libros, no ha arreglado la trastienda, no ha hecho las nuevas listas de pedidos y no ha recogido los paquetes de libros que se han acumulado en el almacén de transporte. No ha pensado ni un minuto en el asunto del carpintero, ni en la investigación que debió poner en marcha.

Sharifa camina alrededor de Mansur a pequeños pasos:

—¿Qué te pasa, hijo mío? ¿Estás enfermo?

—¡No me pasa nada! —rezonga el joven.

Su madre sigue insistiendo.

—¡Vuélvete a Pakistán, que no sabes estar callada! —grita Mansur—. Después de tu llegada, aquí no hay más que problemas.

Su madre rompe a llorar.

—¿Cómo he podido criar yo a semejantes hijos? ¿Qué he hecho para merecer semejante destino? ¡Si ni siquiera quieren estar en compañía de su pobre madre!

Sharifa chilla y riñe a toda su prole, y Latifa empieza a llorar. Bibi Gul se balancea suavemente. Bulbula mira fijamente hacia delante. Sonya intenta consolar a su bebé y Leila lava la vajilla. Mansur cierra de un portazo la puerta de la habitación que comparte con Yunus, que ya está roncando. Ha contraído la hepatitis B y se pasa el día en la cama tomando medicinas. Tiene los ojos amarillos y la mirada todavía más apagada y triste que normalmente.

Cuando Sultán regresa al día siguiente, Mansur está tan nervioso que evita su mirada. Pero no hacía falta que se preocupara tanto, porque su padre sólo tiene ojos para su joven segunda esposa. No pregunta a su hijo hasta el día siguiente si ha cumplido con lo que le había encargado hacer. Y antes de que Mansur tenga tiempo para contestar, Sultán ya está dando nuevas órdenes. Su viaje a Irán ha resultado un éxito. El librero ha vuelto a contactar con antiguos colaboradores y pronto llegarán cajas con libros persas. Pero hay algo que no ha olvidado: el carpintero.

—¿No has averiguado nada? —Sultán mira asombrado a su hijo—. ¿Intentas sabotear mi negocio? Mañana mismo vas a la policía y presentas una denuncia. Su padre me tenía que dar la confesión al cabo de un día, ¡y ya ha pasado un mes! Si Jalaludin no está entre rejas cuando yo vuelva de Pakistán, tú habrás dejado de ser mi hijo —amenaza—. Quien osa invadir mi territorio no será feliz nunca más —declara con énfasis.

Sultán se iba a Pakistán al día siguiente. Mansur respiró aliviado. Había tenido miedo de que alguna de sus amigas pasara por la tienda a verle estando su padre presente. Tendría que describirles a su padre; de este modo, en caso de que estuviera en la tienda, ellas debían limitarse a mirar un poco las estanterías y salir luego tranquilamente. De todas formas, su padre nunca se dirigía a las clientes femeninas veladas.

Al día siguiente, Mansur se dirigió al Ministerio del Interior a denunciar al carpintero, y con la ayuda de Mirdzjan obtuvo los sellos necesarios en pocas horas. Llevó los papeles a la comisaría local de Deh Khudaidad, que consistía en una chabola de adobe con varios policías armados en la puerta. De ahí se llevó a un policía vestido de paisano para mostrarle la casa del carpintero. Esa misma noche irían a detenerlo.

Al día siguiente, antes del alba, dos mujeres acompañadas por dos niños llaman a la puerta de la familia Khan. Soñolienta, Leila abre la puerta a las mujeres que son un mar de lágrimas y de lamentaciones. Al cabo de un rato, Leila logra enterarse de que se trata de la abuela y la tía del carpintero y los hijos de él.

—Por favor, perdónenlo —dicen—. ¡Por favor, en nombre de Alá! —gritan.

La abuela tiene casi noventa años, es pequeña y reseca con una cara parecida a un ratón; la mandíbula es puntiaguda y está poblada de pelos. Es la madre de Faiz, el padre de Jalaludin, quien se ha pasado las últimas semanas intentando sacarle la verdad a su hijo a fuerza de golpes.

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