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Authors: M. J. Rose

Tags: #Intriga, #Romántico

El libro de las fragancias perdidas (6 page)

BOOK: El libro de las fragancias perdidas
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—Sí, y dentro de pocos años los perfumistas ni siquiera podrán usar alcohol, por el calentamiento global… Ya me conozco todos los argumentos. Siempre hay excepciones.

—Pierdes el tiempo —insistió Jac—. El mercado está saturado. Si Casa L’Etoile estuviera de moda y fuera chic, puede que sí, pero no es el caso. Tenemos una línea de perfumes intemporales. No podemos permitirnos experimentar con nuestra reputación.

—Diga lo que diga me lo discutirás, ¿no? ¿No puedes dejar en suspenso tu cinismo, aunque sea un momento? ¿Y si tengo una solución? ¿Y si no hiciera falta que prescindiéramos de ninguno de nuestros clásicos?

—Robbie, por favor… Tienes que firmar los papeles. Es nuestra única posibilidad de salvar la empresa, conservar la tienda y el almacén de París y seguir adelante.

Al rodear el ángel, Robbie puso una mano detrás de las alas, como para consolarle (o no perder el equilibrio). Jac había visto una foto de Oscar Wilde con solo veintiocho años, la misma edad de Robbie: un joven apuesto, con una chaqueta de terciopelo preciosa y unos zapatos elegantes, sentado en un opulento sillón y rodeado de alfombras persas; tenía un libro en una mano, y en la otra, la cabeza ladeada; la expresión con que miraba al espectador era de intimidad y promesa.

Su hermano la estaba mirando igual.

—Debemos tres millones de euros al banco. No podemos hipotecar el edificio de la rue des Saints-Pères, porque ya lo hizo nuestro padre. Tenemos que desinvertir —dijo Jac.

—Ahora Casa L’Etoile es nuestra, tuya y mía. Ha permanecido casi doscientos cincuenta años intacta. No podemos desmantelarla nosotros. Huele lo que he estado preparando.

—Te has pasado los últimos seis años en Grasse, en un reino mágico de campos de lavanda, trabajando en probetas de aromas como si vivieras anclado en el siglo pasado. Por muy fabulosas que sean tus nuevas fragancias, no nos harán ganar el dinero que debemos. Tenemos que vender Rouge y Noir. Aún nos quedará más de una docena de clásicos.

—Pero no sin que hayas olido lo que he hecho, ni sin que yo intente conseguir pedidos y a alguien que me avale.

—No tenemos tiempo.

—Tengo un plan. Confía en mí, por favor. Dame una semana. Alguien se va a enamorar de lo que he hecho. Es el momento justo para estos aromas. El mundo está alineado con esencias así.

—No estás siendo práctico.

—Y tú no tienes confianza.

—Soy realista.

Robbie señaló con la cabeza el ángel silencioso.

—Por eso llora, Jac.

5

Nanjing

21.55 h

Al volver, Xie se encontró el estudio vacío. Agradeció la tranquilidad. Se puso delante los utensilios y siguió trabajando en el cuadro que había empezado por la tarde. Toda su conciencia se concentraba en los dedos. Silenció su mente, apartando de sí cualquier idea torturante y dubitativa. Retraído en el flujo de los movimientos, vivía en el borde de la línea de tinta que impregnaba el papel. No tardó mucho en dejar de pensar, y de oír los sonidos que entraban por la ventana abierta o el pasillo; solo era consciente de la suave fricción del pincel al evolucionar sobre el papel en blanco.

A diferencia de tantas otras tradiciones, el antiguo arte de la caligrafía había sobrevivido hasta la época moderna, más que nada porque Mao Tse-tung se había dado cuenta de que en un país con cientos de dialectos la caligrafía —pese a lo elitista de su historia— era una herramienta eficaz de comunicación que valía la pena adaptar. La apropiación de la caligrafía por el régimen, como instrumento comunicativo, la desplazaba de su estatus original de arte elevado para situarla en el ámbito de la normalidad.

Algunos artistas daban toques rebeldes a sus obras, y opinaban con sus pinceles y tintas. No así Xie, cuyas pinturas no eran expresiones políticas; él, con su caligrafía, no gritaba, pero sí susurraba. Y le habían oído fuera de China.

El estilo de Xie se apartaba de la tradición por su uso de los sellos, bloques tallados que tradicionalmente contenían los caracteres del nombre del artista, y se aplicaban con pintura roja o tinta de cinabrio. Él, en cambio, los usaba para añadir un elemento narrativo a sus obras. Con el paso de los años había tallado cientos de bloques, cada uno de los cuales llevaba inciso un elemento ilustrativo distinto, desde hojas, flores, nubes y lunas realistas hasta formas humanas, caras, manos, labios, ojos, brazos y piernas.

Era, la del joven calígrafo, una obra expresiva, intrincada y de gran delicadeza; y en cada pintura se jugaba la vida, porque bajo el diseño de cada uno de los sellos se ocultaba en algún punto una minúscula línea en zigzag: un relámpago. Su segunda firma.

Un mensaje, para todo el que supiera qué buscar, de que no le habían matado; de que seguía vivo.

A pesar de sus esfuerzos, vio turbado su estado de meditación por imágenes del monje inmolado. No solía perder así el control. Pugnando por enmudecer los ruidos de su mente, borró su conciencia y la bañó en el denso remolino de la tinta negra. Normalmente, al pintar, era libre. Ese día no. Ese día la carga de violencia trágica pesaba demasiado.

Al compartir tantos artistas el estudio, siempre entraba o salía alguien, y por eso en el instante en que se abrió la puerta y oyó los pasos de dos personas no levantó la vista. Todavía no. Se mantuvo en el último trazo de una curva, y solo se apartó al oír su nombre. Entonces sí miró hacia arriba, aprensivamente. Había reconocido la voz de Lui Chung. Esperaba el encuentro para algún momento de la semana siguiente, pero no aquella noche.

—Durante una cena deliciosa, aquí el profesor Wu —Lui Chung señaló con la cabeza a su acompañante— me ha dicho cosas estupendas sobre tu obra reciente. —Se acercó y miró la pintura inacabada por encima del hombro del artista—. Ya veo por qué.

Chung comía, mascaba y tragaba constantemente, con pequeños ruidos como de escupir. El sonido que hacía al masticar el caramelo que tenía en la boca dio náuseas a Xie, como de costumbre.

Las visitas sorpresa de aquel funcionario de Pekín, con cara de bebé y cuerpo rollizo, nunca eran bienvenidas, pero aquella resultaba especialmente inquietante, por su proximidad al vídeo ilegal que acababa de ver Xie en internet.

—Gracias —murmuró Xie en voz baja y reservada, sin alzar la vista; respetuoso, como le habían enseñado mucho tiempo atrás.

—¿Quieres uno? —preguntó Chung, enseñando la bolsa de dulces envueltos en papel comestible—. Son tus favoritos. Caramelos de arroz.

Xie cogió uno de aquellos horribles caramelos y lo dejó en el taburete que tenía detrás.

—Me lo guardo para más tarde. No me gusta comer cuando trabajo.

De niño, en su orfanato de las afueras de Pekín, Xie había tenido muchos profesores, que le enseñaban matemáticas, historia, geografía, lengua, ciencias naturales y sociales, dibujo y violín, pero Lui Chung era un tipo especial de profesor. Desde que Xie tenía seis años, y a lo largo de otros seis, Chung dedicaba dos horas diarias a educar al niño, lejos de los demás alumnos, en lo que llamaban «instrucción moral», lo cual incluía la ética, pero hacía hincapié en el amor a la patria, el partido y el pueblo. Todas las sesiones empezaban con diez minutos de música interpretada por Chung, y al final el programador siempre elogiaba a Xie y le daba un caramelo de arroz en recompensa por sus buenos resultados.

En ese momento, al introducir la mano en la bolsa, Xie siempre tenía un ataque de miedo: sin saber por qué, ya se veía sin dedos; imaginaba que se le caerían y que Chung se llevaría la bolsa sin darle tiempo de sacarlos.

Om mani padme hum.

Aun siendo un niño tan inteligente, cuando empezaron las sesiones desconocía la expresión «lavado de cerebro»; entendía, eso sí, que Chung trataba de cambiar su modo de pensar, y las sesiones le atemorizaban. Por eso aprendió a escindir su conciencia durante aquellos episodios de dos horas: sin desatender el presente (al menos lo necesario para oír desgranar a Chung su propaganda y contestar siempre que hiciera falta), podía usar su mantra como escudo. Al repetir la frase, nacía en lo más hondo de su cuerpo un murmullo que emanaba hacia fuera, apartando cualquier intromisión (ruidos, palabras, preocupaciones), y manteniendo inviolado su núcleo interior.

Om mani padme hum.

Y de paso aprendió a tener dos conciencias distintas a la vez.

—¿Usted quiere uno?

Chung estaba ofreciendo la bolsa de caramelos al profesor Wu.

—Sí, gracias —dijo el mentor de Xie, cogiendo uno.

Decano del departamento de caligrafía, Wu tenía la vivacidad y la vitalidad de un hombre treinta años más joven. Según él, era su trabajo lo que le mantenía sano y satisfecho. Solía arengar a sus alumnos sobre las virtudes espirituales y psicológicas de la caligrafía (y del arte en general), de cómo conecta al artista con la historia y el continuo del universo; de cómo pasa por encima de la política, incluso cuando es político, y de cómo habla directamente con lo que de mejor hay en el hombre.

—Exquisito —dijo Wu al ponerse la golosina en la boca.

Chung metió la mano y cogió otra para él.

Ahora que comían los dos, en poco tiempo la zona de trabajo se impregnó de un olor repulsivo. Xie sintió un fuerte impulso de vomitar, pero se controló.

—Para nosotros es un honor que visite el estudio —dijo respetuosamente Wu a Chung.

Xie se había resistido a explicar su pasado al profesor Wu. Era mejor callarse que arriesgarse. Tenía un deber kármico que cumplir. Llamar la atención por cualquier otro motivo que por su destreza con el pincel y la tinta podía echar por tierra sus posibilidades de cumplir con su objetivo. Wu, sin embargo, perspicaz y sabio, se había dado cuenta de que el muchacho escondía un terrible secreto que le sofocaba.

—El profesor Wu también me ha dicho que tu obra ha ganado el primer premio en el concurso de posgrado —dijo Chung, hablando a la vez que masticaba—. Felicidades.

Xie asintió y volvió a apartar la vista, como si el elogio le llenase de humildad.

—Gracias.

—¿Sigues encontrando satisfactorios tus estudios aquí en el instituto de arte?

Siempre las mismas preguntas. Siempre las mismas respuestas.

—Sí, aquí estoy muy satisfecho.

—La naturaleza es un buen tema en el que concentrarse —dijo Chung.

—Me alegro de que le guste.

Xie había elegido su especialidad justamente por ser neutral. Nunca habían acusado a nadie de pensamiento subversivo por pintar una montaña, un río o unas nubes. Además, la poesía que engalanaba su obra era de una antigüedad inmemorial.

Si bien seguía alentándose a los artistas a glorificar al estado, durante la última década habían aparecido, e incluso prosperado, artistas socialmente críticos. Los más radicales, que creaban obras de arte sexualmente explícito, o cuestionaban abiertamente las decisiones del gobierno, vivían bajo radar, pero los más moderados ya eran aceptados como parte del
establishment
cultural chino, y hasta tenían cargos en universidades. A pesar de aquellos cambios, Xie no podía permitirse levantar sospechas, y por eso evitaba cualquier mensaje con carga política.

Al menos lo parecía.

—Y también me ha dicho el profesor Wu que en esta universidad, contándote a ti, solo hay cuatro alumnos de posgrado cuyas pinturas hayan sido elegidas para participar en una exposición itinerante por Europa. Es un gran honor. Estamos todos muy orgullosos de ti.

Xie entonó otro «gracias».

Chung suspiró.

—¿Ya está? ¿Gracias?

Xie sabía lo frustrante que era su silencio para su antiguo tutor de Pekín, pero resulta difícil decir algo inapropiado cuando no dices nada. O casi nada. Desde su llegada al orfanato había hablado poco.

Al oler las llamas por primera vez, Xie se extrañó de que los monjes prendieran las hogueras sacrificiales antes del amanecer, pero a pesar de sus ganas de investigar, no se levantó. A sus seis años, Dorjee (como se llamaba entonces) llevaba pocos meses viviendo en el monasterio de Tsechen Damchos Ling, donde aprendía la práctica del
dzogchen
, y uno de los pilares del antiguo y directo flujo de sabiduría era la disciplina. Dorjee estaba practicando la meditación, y eso, en principio, nada debía turbarlo.

De lo que no pudo abstraerse fue de los gritos, ni del ruido de pies corriendo.

—Ven conmigo, Dorjee. —De pronto apareció Ribur Rinpoche en la puerta—. Deprisa. Se ha incendiado el monasterio.

El pasillo estaba lleno de un humo que olía a goma quemada. Así olía el combustible que usaban. Las llamas estaban consumiendo el estiércol de yak. ¿Cómo se calentarían en invierno?

Una vez fuera, el Rinpoche dejó a Dorjee al pie de un árbol con la copa nevada, y le dijo a su joven alumno que no se acercase a los edificios incendiados.

—Podrías hacerte daño. Es peligroso. Me entiendes, ¿verdad?

Dorjee asintió con la cabeza.

—Si tienes miedo, usa tu mantra y practica la atención.

Fue lo último que dijo antes de regresar corriendo junto al resto de los monjes para intentar salvar el santuario, las seculares pinturas
thanka
, las reliquias sagradas y las valiosas escrituras.

Om mani padme hum.

Dorjee repetía el mantra sin descanso, pero no surtía efecto. Las llamas habían hecho un agujero en el tejado del templo y se dirigían al sagrado monte Kailash. ¿Qué sucedía en el interior del monasterio? ¿Estaba bien el Rinpoche? ¿Por qué no había vuelto a salir?

En ese momento le pusieron una mano en la boca, sin contemplaciones, y unos dedos apretaron su muñeca. Dorjee intentó gritar, pero sus labios se movían contra carne. Dio patadas para intentar soltarse. Le cogían demasiado fuerte.

—¡Tonto, te estamos salvando del fuego! No te resistas más.

Chung creía, y no era el único, que el fuego, la inmolación de sus maestros y el posterior «rescate» del niño (así se referían todos al secuestro) le habían traumatizado, y dejado prácticamente mudo.

Xie (el nuevo nombre que le pusieron al esconderle en el orfanato de Pekín) sabía que no, pero era conveniente dejar que lo pensaran.

Chung había tratado de incitarle a conversar con el argumento de que si no hablaba no encontraría nunca esposa ni tendría hijos, pero a Xie no le daba ningún miedo esa amenaza; ya le había explicado el Rinpoche, allá en el Tíbet, que su destino no era una vida tradicional.

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