Al empezar a investigar el origen de los mitos (viajando a yacimientos arqueológicos de todo el mundo, yendo a museos, colecciones privadas y bibliotecas, y buscando entre las ruinas de antiguas civilizaciones), Jac se había imaginado que sus descubrimientos serían amenos e instructivos, objetivo que la hacía buscar los datos en los que se basaban las grandes ficciones, y seguirles el rastro a las versiones en tamaño natural de los gigantes legendarios. Sus libros explicaban que las grandes hazañas habían sido en realidad actos pequeños, a veces incluso fortuitos. Jac hacía constar que poco tenían de solemnes, metafóricas o meteóricas la mayoría de las muertes de los personajes mitológicos, y que eran los narradores los que habían exagerado la realidad para crear metáforas instructivas y estimulantes.
Y creyendo desacreditar los mitos, creyendo bajarles los humos, había conseguido el efecto contrario.
La demostración de que los mitos se basaban en hechos verídicos (de que los héroes, dioses, parcas, furias y musas de la Antigüedad habían existido en alguna versión) daba esperanza a los lectores y los espectadores.
Por eso le escribían cartas de admiración y gratitud; por eso su programa de televisión iba por el segundo año, y por eso le pedían autógrafos adolescentes como Maddy.
Y por eso Jac tenía la sensación de ser una impostora.
Sabía que creer en héroes podía salvar la vida, pero también que la fe en fantasías de grandeza podía destruirla con idéntica facilidad. Eso a Maddy no se lo dijo. Acabó la dedicatoria, le devolvió el libro, le dio las gracias y subió al coche que la estaba esperando.
Tres cuartos de hora más tarde, un aroma a grandes pinos y ciclamores recién florecidos informó a Jac de su llegada al cementerio de Sleepy Hollow, en pleno valle frondoso del Hudson. Justo cuando despegaba la vista de su lectura, aparecieron las enormes verjas de hierro forjado.
Mientras el coche cruzaba la entrada, Jac deshizo y anudó de nuevo la cinta que apartaba de su frente sus rebeldes rizos. Dos veces. Coleccionaba cintas desde niña. Las tenía en cajas: raso, tarlatán, terciopelo, muaré, jacquard… Casi todas salían de las cestas de retales de los anticuarios. Aquel raso lustroso había formado parte de un carrete de siete metros, con manchas de humedad, donde ponía «Negro
In Memoriam
».
El chófer fue por la calle central del cementerio hasta llegar a una bifurcación, donde tomó la vía de la derecha. Anudando y deshaciendo su bufanda larga y blanca, Jac miraba por la ventanilla en busca del remate que tan bien conocía, con su bola y su cruz, entre las lápidas, los mausoleos y los panteones que delimitaban las angostas calles por donde circulaba el conductor.
Hacía ciento sesenta años que toda la familia materna de Jac era enterrada en aquel cementerio victoriano, encaramado a un caballón con vistas al río Pocantico. Tantos parientes dormidos en aquel camposanto infestado de hierbas le daban la extraña sensación de estar en casa; con incomodidad, y desazón, pero en casa, en aquel país de los muertos.
El conductor frenó ante un grupo de robinias, y después de aparcar bajó y rodeó el coche para abrirle la puerta. El firme propósito de Jac luchó contra sus inquietudes, y tras escasos segundos de vacilación, se apeó.
A la sombra de los árboles, subió hasta la puerta del ampuloso mausoleo a la griega y probó con la llave. No recordaba haber tenido nunca problemas con la cerradura, pero el año anterior no había salido por el agujero aquel río de herrumbre. Quizá se hubiera corroído el conducto. Al mover el astil y ejercer presión en la cabeza, se fijó en que a la derecha de la puerta había musgo en las junturas de muchos sillares.
El dintel presentaba tres cabezas de bronce, corroídas por los elementos. Los rostros —la Vida, la Muerte y la Inmortalidad— contemplaban a Jac, que los miró al seguir moviendo la llave dentro de la cerradura.
Irónicamente, la erosión sufrida por la Muerte endulzaba su expresión, sobre todo alrededor de los ojos cerrados. El dedo con que silenciaba sus labios para siempre estaba en proceso de putrefacción; también la corona de amapolas, antiguo símbolo griego del sueño.
A diferencia de sus dos ancianos compañeros, la Inmortalidad era joven; aun así, la serpiente enroscada en su cabeza, con la cola en la boca, mostraba manchas negras y verdes, deterioro impropio de un antiguo icono de la eternidad. Solo el símbolo del alma humana, la mariposa en medio de la frente, se conservaba prístino.
Jac siguió forcejeando con la llave, mareada casi por la idea de no poder entrar, pero al final el mecanismo emitió una solemne serie de chasquidos, y la cerradura cedió. Jac empujó la puerta, cuyas bisagras emitieron un gemido de anciano. Inmediatamente después salió una ráfaga en la que se mezclaban las notas calizas de la piedra con olores a cerrado, hojas podridas y madera seca. «El olor de lo olvidado», lo llamaba Jac.
Se quedó en el umbral, mirando el interior.
La luz matinal que penetraba por las dos vidrieras, con sus lirios morados, saturaba el espacio de tonos cobalto llenos de melancolía, derramándose en el ángel de piedra que yacía postrado en el altar; ángel de rostro invisible, pero cuyo dolor quedaba de manifiesto en el delicado abandono de los dedos de mármol al borde del pedestal, y en el abatimiento de sus alas, cuyas puntas rozaban el suelo.
Bajo cada ventana había una urna de alabastro con lo que había dejado Jac un año antes: ramas florecidas de manzano, ya mustias y resecas.
En el centro del pequeño espacio, sobre un banco de granito, la observaba una mujer, con una sonrisa triste y conocida. La luz azul que recorría su cuerpo sentado salpicaba las piernas de Jac.
«Empezaba a pensar que no vendrías.» Más que del interior del traslúcido espectro, la suave voz parecía brotar del aire que lo rodeaba.
«No es real», se recordó Jac al entrar, cerrando la puerta. El fantasma de su madre era una aberración, una falacia de su fantasía, un vestigio de su enfermedad; la última reliquia de la horrible época en que el rostro con el que topaba en el espejo no era el suyo, sino el de alguien irreconocible; la época en que estaba tan segura de que los dibujos que hacía con sus ceras no eran paisajes imaginarios, sino lugares donde había vivido, que los iba buscando; la época en que oía gritos de personas enterradas en vida… quemadas en vida… sin que las viera nadie más.
La primera vez en que le habló su madre muerta, Jac tenía catorce años. En las horas inmediatas a su muerte, la oyó muy a menudo; después la frecuencia pasó a ser diaria, y se fue aminorando con el tiempo. Ahora que Jac ya no vivía en Francia, sino en Estados Unidos, oía a su madre una sola vez al año: allá, en el panteón, en cada aniversario del sepelio. Una madre que, esencialmente, había abandonado a su hija demasiado pronto y con demasiado dramatismo; «esencialmente» en sentido literal, dado que Audrey había muerto en el taller de perfumes, rodeada por los más exquisitos olores del mundo. Para Jac, que fue quien la encontró, era un recuerdo sensorial truculento e impactante: aromas de rosas y de lirios, de lavanda, almizcle y pachulí, de vainilla, violetas y verbena, de sándalo y salvia, y la imagen de aquellos ojos muertos mirando abiertos al vacío… de aquel rostro tan lleno de vida, que ya no se movía… de una mano extendida en el regazo, como si en el último momento Audrey se hubiera acordado de que se dejaba algo importante y hubiera querido cogerlo…
Cruzó el umbral sin apartar del pecho las ramas nuevas de manzano que traía. Las dejó en el suelo de mármol, al lado de la antigua urna. Tenía trabajo por delante. Las ramas secas del año anterior se le desmenuzaron en las manos, ensuciándolo todo. Arrodillada, recogió y amontonó los trozos. Podría haber contratado un servicio de mantenimiento, que entre otras cosas se encargara de aquel rito anual de limpieza, pero al menos así estaba ocupada, ligada a algo tangible y concreto en su visita anual.
Jac no era hija única, pero cada año se encontraba sola en la cripta. Siempre le recordaba la fecha a su hermano Robbie, con la esperanza de que se presentase, pero sin darlo por hecho. Las expectativas solo eran fuente de desilusión. Así se lo había enseñado su madre, empeñada siempre en advertir a su niña que no cayera en las promesas tentadoras de la vida.
«Los supervivientes —solía decirle— aceptan las cosas como son»; dura (y posiblemente perniciosa) lección para una niña sin edad aún para sopesar de quién procedía la advertencia: de una mujer incapaz de seguir sus propios consejos. «Tú eres de familia de soñadores, pero no es lo mismo la realidad que la ficción. ¿Me entiendes? Te irá bien saberlo, te lo prometo.»
Entre los sueños de infancia de Jac y los de los demás había una diferencia, sin embargo: los suyos estaban llenos de ruidos horribles y visiones espantosas, peligros a los que era imposible escapar. Los de Robbie eran fantásticos. Él estaba convencido de que algún día encontrarían el libro de fragancias traído de Egipto por su antepasado, y usarían sus fórmulas para crear maravillosos elixires. Cada vez que lo decía, Jac sonreía con la condescendencia de los hermanos mayores.
—Mamá me ha dicho que eso son fantasías —decía.
—Pues a mí papá me ha dicho que es verdad —replicaba Robbie, y se iba a la biblioteca en busca del antiguo libro encuadernado en piel que a esas alturas ya se abría por la página indicada. Señalaba el grabado del escritor y filósofo romano Plinio el Viejo—. Este señor vio el libro de fórmulas de perfumes de Cleopatra. Lo explica justo aquí.
A Jac no le gustaba nada desilusionar a su hermano, pero era importante que entendiese que eran simples exageraciones. Si lograba convencerle, tal vez pudiera creérselo ella misma.
—Es posible que hubiera un inventario de los perfumes que fabricó el taller de Cleopatra, pero no lo tenemos; y tampoco existe ninguna fragancia de la memoria. No puede haber ningún perfume que haga acordarse de las cosas. Es un cuento que se inventaron nuestros antepasados para darle un punto de exotismo a Casa L’Etoile. Hace más de doscientos años que nuestra familia crea y elabora perfumes, y los vende en nuestra tienda. Solo perfumes, Robbie; mezclas de aceites y alcohol. Ni sueños, ni fantasías. Eso son puros inventos, Robbie, para entretenernos.
Su madre la había instruido a fondo sobre las historias: las que se inventan adrede y las que aparecen sin querer. «Siempre se pueden controlar, aunque te asusten y dominen», decía Audrey, con cara de quien sabe de qué habla; y Jac lo entendía: su madre le estaba dando pistas. La estaba ayudando a manejárselas con lo que las diferenciaba a ellas dos de los demás.
Pero ni siquiera los consejos de su madre habían evitado que la fantasía colocase a Jac al borde de la locura. Si en vida de Audrey ya eran terribles sus visiones, con la muerte de su madre se intensificaron, y le resultó imposible convencerse de que no fueran reales.
Después de meses de recetas y fármacos de varios médicos, que no solo no la ayudaron, sino que en ocasiones la hicieron sentirse todavía más loca, hubo un experto, finalmente, que la vio por dentro y la entendió: fue quien le enseñó a destilar los miedos del mismo modo que los perfumistas cogen flores y extraen sus esencias. El paso siguiente fue emprender juntos la labor de entender esas gotitas de alucinaciones de alaridos y sangre. Él le enseñó a encontrar el simbolismo de sus fantasías, y a usar arquetipos mitológicos y espirituales para interpretarlas. Le explicó que los símbolos no tienen por qué guardar relación con la vida real de una persona, sino que lo más habitual es que formen parte del inconsciente colectivo. Los arquetipos constituyen un lenguaje universal. Eran las pistas que necesitaba Jac para descifrar su tormento.
Uno de los delirios recurrentes más horrendos era verse encerrada en una habitación en llamas, con una ciudad apocalíptica a sus pies. La cuarta pared era todo ventanas. Desesperadamente, mientras el humo amenazaba con vencerla, buscaba la manera de abrir los montantes, consciente de que, si lograba salir, podría volar hacia un lugar seguro con las grandes alas traslúcidas que llevaba atadas en la espalda.
Oía voces fuera de la habitación, sin saber dónde, a pesar de que el estruendo de las llamas lo imposibilitaba. Entonces pedía auxilio a gritos, pero nadie acudía a rescatarla. Iba a morir.
Con la ayuda del médico, examinó su inconsciente y logró identificar algunas constantes del mito de Dédalo e Ícaro. Una diferencia importante (que demostró ser la pista para entender el significado del sueño) era que en la pesadilla Jac estaba sola. La habían abandonado sus dos progenitores, mientras que Ícaro estaba con su padre, que le daba consejos, aunque cayeran en saco roto. En cambio a Jac no la avisaba nadie de que no volase demasiado cerca del sol, ni del mar. Estaba abandonada, prisionera, sin esperanza. Su destino era morir entre las llamas.
El aprendizaje de los arquetipos y de la imaginería simbólica fue el primer paso de un largo camino que la llevó a escribir
Buscadores de mitos
, y a producir después el programa de televisión por cable. En vez de hacerse perfumista, como su hermano, y su padre, y el padre de su padre, Jac se hizo exploradora: rastreaba los orígenes de los mitos antiguos y les insuflaba vida para que bajasen a la realidad. En sus viajes, de Atenas a Roma y de Roma a Alejandría, buscaba descubrimientos arqueológicos y documentos históricos que le suministrasen pruebas sobre las personas y los hechos que habían derivado en mitos.
Su objetivo era ayudar a que la gente entendiera que las historias existían como metáforas, enseñanzas y mapas, no como verdades. La magia puede ser peligrosa, mientras que la realidad da poder. No existían los minotauros, ni los monstruos; no había unicornios, hadas ni fantasmas. Entre los hechos y la fantasía existía una clara divisoria; y ahora que era una mujer adulta, Jac nunca la perdía de vista.
Excepto al acudir allí una vez al año, cada 10 de mayo, en el aniversario de la muerte de su madre.
La luz iba cambiando. Jac sabía que era por el movimiento de las nubes, pero la impresión era que el ángel respiraba. Qué bonito habría sido creer que un ángel de piedra podía tomar vida, que existían héroes que no decepcionaban nunca, y que era cierto que su madre hablaba con ella desde la tumba…
«Es que lo hago —fue el susurro de respuesta a lo que Jac había pensado sin decirlo—. Tú lo sabes. Sé que crees que sería muy peligroso creerme, pero habla conmigo, cariño; te sentará bien.»