Jac se levantó y empezó a desenvolver las flores de manzano que traía. Ella, con el espectro, nunca hablaba. Su madre no estaba allí de verdad. La causa de la manifestación era una anomalía cerebral. Había visto la resonancia en el escritorio de su padre. Había leído la carta del médico.
Eso fue a los catorce, aunque algunas palabras aún las tendría que buscar en el diccionario. En la resonancia se apreciaba, por usar las palabras de los médicos, una reducción muy leve de volumen en la materia blanca frontal, la zona donde a veces se encontraban indicios de trastornos psicóticos: prueba de que la sensación de estar enloqueciendo no era fruto de una imaginación hiperactiva, sino de una anomalía perceptible por los médicos.
Perceptible, pero sin perspectivas claras de curación. El pronóstico a largo plazo del paciente era dudoso. Podía ser que la dolencia no se pronunciase nunca, o bien que apareciesen tendencias bipolares de mayor gravedad.
El médico aconsejaba terapia inmediata, junto con un ciclo de psicofármacos, para ver si se aliviaban los síntomas.
Jac desgarró el envoltorio de celofán. El ruido de arrugarlo no fue suficiente para silenciar la voz de su madre.
«Ya sé que te inquieta, cariño, y lo siento.»
Una vez introducidas en la urna que estaba al pie de la vidriera de la pared oeste, las ramas empezaron a perfumar el aire. Jac solía preferir aromas más umbríos, más amaderados: especias fuertes, almizcle, musgo y pimienta con un ligero matiz de rosas… Pero la flor preferida de su madre era aquella, de olor dulce, y por eso la traía cada año, dejando que le recordase todo lo que echaba de menos.
El cielo se oscureció y una súbita tormenta azotó los cristales. Jac se puso en cuclillas delante de la urna y escuchó el fuerte sonido del impacto de las gotas que martilleaban las ventanas. Normalmente le urgía pasar al siguiente compromiso, cambiar de aires y no entretenerse; cualquier cosa con tal de evitar el aburrimiento, que incitaba a un exceso de contemplación nocivo. En cambio en esa cripta, una sola vez al año, sentía una especie de alivio morboso al ceder a su miedo, su pena y su desilusión; allá, en aquel abismo, bajo la triste luz azul, podía limitarse a estar callada, y dar demasiadas vueltas a las cosas, en vez de no darles ninguna. Podía permitirse las visiones; asustarse de ellas, pero sin combatirlas. Solo una vez al año. Solo allá.
«De pequeña, creía que esta luz era un puente por el que podía caminar desde los vivos hasta los muertos, y viceversa.»
Jac casi sentía en el pelo las caricias de su madre, cuyos susurros eran como cuando la acostaba. Cerró los ojos. El ruido de la tormenta llenó el silencio, hasta la siguiente intervención de Audrey.
«Es lo que es para nosotros, cariño, ¿a que sí? Un puente.»
No dijo nada. No podía. Esperó que su madre dijera algo más, pero solo oyó la lluvia, seguida por el quejido de las bisagras de la pesada puerta de hierro forjado y cristal. Justo cuando entraba una ráfaga de viento frío y húmedo, se giró y vio la sombra de un hombre, de cuya realidad, por un momento, tampoco estuvo segura.
Nanjing
Martes, 10 de mayo, 21.05 h
El joven monje inclinó un momento la cabeza como si rezara. Después encendió un fósforo de madera. Su mutismo y su calma eran casi beatíficos, un momento de profunda paz interior. Ni siquiera cambió de expresión al aplicar el fósforo encendido a sus prendas ceremoniales, embebidas de queroseno. Quedó envuelto en llamas del mismo color azafrán que su túnica.
Xie Ping apartó la vista de la web para fijarse en los ojos de Cali Fong, en los que no le sorprendió ver un brillo de lágrimas.
—Es indignante —susurró ella, con un temblor en el labio inferior.
Cali tenía veintitrés años, pero con su estatura inferior al metro y medio podía pasar por una adolescente. Casi era inconcebible que pintara unos cuadros tan refinados y tan grandes, de hasta seis metros de altura. Tampoco la pasión con la que hablaba de derechos humanos y libertad artística cuadraba con su físico menudo. Por parte de Xie no era muy inteligente elegir como amiga a alguien con tan pocos pelos en la lengua. Hacía tiempo, no obstante, que había decidido que evitar la relación sería tan sospechoso como embarcarse en ella.
—Mejor que cierres la sesión —dijo Xie—. Y no llores, por favor. En público no.
Aunque los sentimientos despertados por el último brote de disturbios en el Tíbet ya fueran objeto de debate entre muchos estudiantes y profesores, para Xie podía ser especialmente peligroso llamar la atención.
—Ya, pero es que es importante, y…
—Cali, tengo que volver —dijo, intentando centrarla—. Tengo que entregar un proyecto, y media noche trabajando ya no me la quita nadie. ¿Y si borras el historial del navegador, para que podamos irnos?
Todos los ordenadores comprados en China llevaban preinstalado un software de bloqueo de páginas web, para que nadie pudiera entrar en la BBC, en Twitter, en YouTube ni en la Wikipedia, ni tampoco en ningún blog. Según el gobierno era una medida contra la pornografía, pero todo el mundo sabía que el objetivo era evitar que la opinión pública recibiera noticias sobre la democracia, el Tíbet o los miembros del movimiento espiritual ilegalizado Falun Gong. Era delito navegar por páginas web políticamente subersivas o pornográficas, como lo era recurrir a cualquier medio para saltarse el control de internet.
Unos medios en los que Cali se había vuelto toda una experta. Mientras ella borraba el historial, Xie cerró los ojos y viajó mentalmente en busca de un lugar tranquilo. Entonó en silencio un mantra aprendido a la corta edad de seis años.
Om mani padme hum.
Lo hizo despacio, cuatro veces. Durante unos segundos, los que se permitió, no quedó nada del bullicio del cibercafé. El vídeo le había afectado más de lo que le convenía exteriorizar, ante Cali o cualquier posible observador.
Cali le devolvió al presente poniéndole una mano en el brazo.
—¿Hasta dónde llegará esta tragedia antes de que intervengan los organismos internacionales?
—No pueden intervenir. Hay demasiadas ramificaciones económicas. Nos deben todos demasiado dinero. China tiene al mundo entero de rehén.
La racionalidad de sus palabras distaba mucho de lo que sentía. La farsa que tenía a su país natal por escenario se estaba exacerbando por momentos. Era hora de implicarse. No había más remedio. Demasiado tarde. Basta de esconderse. Por duro, y peligroso, que fuera el camino que tenía por delante.
Al mirar por la ventana, vio acercarse a un grupo de policías con uniforme azul. Las redadas y búsquedas de subversivos estaban a la orden del día, y él no quería que le pillaran en ninguna.
—Vámonos —dijo, levantándose.
—Ya son ciento tres los monjes que se han inmolado en los últimos seis días.
—Sí, Cali, ya lo sé. Vámonos.
—Ciento tres monjes —repitió ella, sin poder asimilar el número.
Xie la asió por el brazo.
—Tenemos que irnos.
Justo cuando salían ellos dos por la puerta, atravesaron la calle hacia el cibercafé los cuatro policías a quienes había visto por la ventana. Una vez fuera de peligro, Cali hizo la pregunta que Xie pensaba pero no quería decir.
—¿Y todo esto en qué le va a ayudar, al pobre niño? ¿Alguna vez le encontrarán? ¿Qué sentido tiene hacer ahora una redada por la Orden Número Cinco? ¿No sabían que solo serviría para liarlo todo aún más? ¿Y cómo pueden haber disimulado tan poco? ¿Qué peligro puede representar un solo niño?
—¿Tratándose de un niño como Kim? Mucho.
La Orden Número Cinco era una ley vigente desde 2007, que otorgaba al gobierno el derecho de regular la reencarnación de los budas vivientes mediante el requisito de que todas las personas se registrasen para reencarnarse.
El objetivo final no era dar el visto bueno a las encarnaciones, sino negárselo a las que interfiriesen con la opresión china del Tíbet y del budismo tibetano. La orden obligaba a llevar un registro estatal de los «permisos de budas vivientes», al mismo tiempo que prohibía rigurosamente las encarnaciones en determinadas zonas. No era de extrañar que figurasen en la lista las dos ciudades más sagradas del Tíbet, Xingjiang y Lhasa.
Xie aún se acordaba de cuando su abuelo le contaba que en 1937 había oído la noticia de la identificación del actual Dalai Lama, líder espiritual del budismo tibetano, y jefe del Estado. Fue hallado con dos años de edad por un grupo que buscaba la reencarnación del decimotercer lama, Thubten Gyatso (Dalai desde 1879, a los tres años, hasta su muerte, en 1933).
La primera pista sobre el paradero del pequeño la dio el giro de la cabeza del cuerpo embalsamado del lama. De pronto el cadáver, orientado hasta entonces hacia el sur, miraba hacia el nordeste.
Más tarde, un lama de alto rango tuvo una visión de edificios y letras en el reflejo de un lago sagrado. Estos indicios condujeron al grupo a un determinado monasterio de la región de Amdo, cuyos monjes les ayudaron a encontrar al niño.
A continuación, ejecutaron la última prueba de rigor para revelar la veracidad de una posible reencarnación: darle al niño una serie de objetos, que en algunos casos habían pertenecido al lama muerto.
—Esto es mío, es mío —dijo el niño al elegir tan solo las reliquias del difunto lama, e ignorar las demás: primero las cuentas de oración y después las gafas del líder fallecido.
Trece años más tarde, en 1950, el Partido Comunista chino invadía el Tíbet y tomaba el control del gobierno. Transcurridos otros nueve años, el decimocuarto Dalai Lama huyó de su país natal con solo veinticuatro años para exiliarse en la India. Cincuenta años después, el conflicto era más violento que nunca. Aquel último incidente había desembocado en graves episodios de agitación y de brutalidad.
La nueva y trágica revuelta tenía su origen en los hechos ocurridos hacía dos semanas en Lhasa, al desaparecer durante veinticuatro horas un niño de tres años identificado previamente como un lama encarnado.
Desde entonces, todas las ciudades del Tíbet habían vivido disturbios en sus calles, y la dureza e inclemencia de las tácticas policiales habían convertido la situación en la crisis más violenta desde las horribles protestas y matanzas de las olimpiadas de 2008.
—¿Verdad que es lo mismo que ya había pasado? —preguntó Cali.
—Sí, casi idéntico.
Hacía más de veinte años que había desaparecido, junto a toda su familia, un niño tibetano de cuatro años, identificado pocos días antes como el nuevo Panchen Lama.
Durante cientos de años, el Panchen Lama había ayudado a identificar al siguiente Dalai Lama. El gobierno chino mantenía su postura oficial de que el niño estaba vivo y sano, y trabajaba en Pekín como ingeniero, pero extraoficialmente casi todos daban por supuesto que le habían matado. Pocos alimentaban la esperanza de que reapareciese algún día.
Los dos amigos recorrieron en silencio las últimas manzanas que les separaban del Instituto de Artes de Nanjing, donde ambos eran alumnos de posgrado y profesores ayudantes.
A la entrada del edificio, Xien se despidió de Cali con un beso en la mejilla.
—¿Nos vemos mañana?
Ella asintió.
Xie la cogió con suavidad del brazo y le dijo en voz baja, pero con determinación:
—Ya sé lo afectada que estás, pero no le cuentes a nadie lo que has visto, por favor. Es peligroso, y yo no quiero que te pase nada.
—Ojalá fueras un poco valiente.
Xie habría querido decir muchas cosas. Entre todos los sacrificios que se le pedían, ninguno le dolía tanto como no poder explicarle a Cali la verdad.
—Necesito que no te pase nada —repitió.
Cementerio de Sleepy Hollow, Nueva York
9.30 h
Jac se quedó impactada al ver a su hermano en la puerta. El viaje desde la rue des Saints-Pères de París hasta un mausoleo de piedra caliza de un cementerio a cincuenta kilómetros de Nueva York era muy largo.
—Me has asustado —dijo, en vez de manifestar cuánto se alegraba de que hubiera venido.
—Lo siento —dijo Robbie al entrar, sonriéndole a pesar de la acogida.
El agua caía a gotas del espléndido manojo de ramas de manzano en flor que sostenía con su brazo izquierdo, y a chorros del paraguas de nudoso mango que había sido del abuelo de los dos. A pesar de la lluvia, Robbie llevaba los zapatos de piel a medida que eran su sello distintivo. El hermano de Jac mostraba siempre un gran esmero en el vestir, pero no daba importancia a las prendas que llevaba. Jac siempre había envidiado su desenvoltura; ella, que a menudo se sentía como si viviese en cuerpo ajeno…
Robbie tenía los ojos como Jac, almendrados y de color verde claro; también se parecía a ella en lo ovalado del rostro, y en el pelo ondulado de color caoba (aunque él se hacía una coleta). En su oreja izquierda relucía una esmeralda, y se veían brillar gotas de lluvia en los anillos de platino que llevaba en casi todos los dedos, salvo en los pulgares. Cuando Robbie entraba en una sala, siempre ocurría algo mágico. La luz reparaba en su presencia, y el aire se cargaba de nuevos olores.
Casi nunca se habían peleado, hasta hacía unos meses. Jac aún se acordaba de la discusión que habían tenido tres días antes por teléfono, la peor hasta la fecha. Observó a su hermano, cuya presencia llenaba el pequeño recinto. Al ver que sus labios seguían sonriendo, supo que ya no pensaba en la pelea. Solo se le veía silenciosamente complacido de verla.
Esperó a que dijera algo más, pero Robbie era como su padre: prefería la comunicación gestual a la verbal, cosa que a veces fastidiaba tanto a Jac como lo había hecho a Audrey. Lanzó una mirada al banco de mármol. La aparición ya no estaba. ¿La habría ahuyentado Robbie? Volvió a mirar a su hermano.
Siempre le había dado rabia que de los dos el guapo fuera Robbie, y ella meramente bien parecida. Tenían facciones similares, pero las de él eran demasiado refinadas para un hombre, y Jac tenía la sensación de que las suyas eran ligeramente demasiado rudas para una mujer. Mirarle era como hacerlo en un espejo misterioso, y ver una versión distinta de sí misma. Pensó que la androginia de ambos les daba una proximidad de la que carecían la mayoría de los hermanos y hermanas. También su tragedia común.
—Me sorprende que hayas venido —dijo finalmente. En vez de alegrarse de la presencia de Robbie, sentía rencor porque la hubiera dejado venir sola tantas veces—. ¿No me dices tú siempre que no hay que celebrar el aniversario de ninguna muerte? ¿Y que ni siquiera te crees que mamá esté muerta de verdad?