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Authors: Katherine Howe

El Libro de los Hechizos (32 page)

BOOK: El Libro de los Hechizos
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Todas ellas tenían los ojos claros, azules y fríos.

Connie se sentó y se pasó las palmas de las manos por la frente acalorada. Cuando las bajó, lo primero que vio fue a
Arlo
, con la barbilla apoyada en su regazo, preocupado, y detrás de él, en la pared, la mujer del retrato, que Connie nunca se había percatado de que incluía una diminuta placa grabada con el nombre de TEMPERANCE HOBBS —con sus hombros del siglo XIX caídos y su cintura de avispa —, observándola con una sonrisa sabia y apenas esbozada.

—¡No puede ser verdad! —susurró ella, abrazándose con fuerza y moviéndose adelante y atrás en la silla del comedor.

Primero pensó en Grace, en que debía hablar con ella de inmediato. Pero ¡la abuela…! Los ojos de Connie recorrieron alocadamente la casa, reparando en los escasos frascos ennegrecidos del comedor, la pequeña muñeca hecha con cáscara de maíz, con su vestido de cotonía y su lazo de hilo desteñido que descansaba sobre la repisa de la chimenea, el nombre de Deliverance en una Biblia familiar…

El círculo quemado en la puerta de la casa…

Se levantó de un salto y corrió hacia el teléfono.

En el mismo instante en que llegó al vestíbulo y agarró el auricular, la puerta se abrió ligeramente. Connie se quedó paralizada.

—¿Connie? —preguntó Sam, asomándose al vestíbulo.

Cuando ella oyó su voz, dejó el auricular con una exclamación de profundo alivio, enlazando el cuello de Sam con sus brazos y respirando el olor salobre de su piel, refrescada por el brillo químico de las salpicaduras de pintura que aún manchaban su coleta.

—¿Eh? —dijo él, intranquilo, sosteniendo los brazos alrededor de su espalda temblorosa a modo de escudo protector antes de bajarlos hasta enlazar su cintura. Ella acentuó la presión alrededor de los hombros, tratando de vencer la resistencia de sus músculos, hundiendo la barbilla en el punto donde el hombro se unía al cuello, hasta que sintió que Sam superaba la sensación de sorpresa y se relajaba.

Ambos permanecieron así durante un momento, Sam abrazándola con la puerta aún abierta.
Arlo
apareció desde el comedor, rodeó sus cuatro pies agrupados, y salió al jardín.

—Sam —dijo Connie con voz apagada. Ella lo había llamado, ahora lo recordaba, tan pronto como hubo regresado a casa. Le había dejado un mensaje ansioso y jadeante en el contestador en el que describía lo que había pasado en el Salem Common y le preguntaba si podía verlo más tarde. Hasta que Sam llegó, se había olvidado por completo del asunto.

—Sentémonos —sugirió él, acompañándola hasta la sala de estar en penumbra.

La instaló en el sillón, las manos sobre las rodillas, y acercó un pequeño taburete bordado para sentarse a sus pies. Apoyó los antebrazos bronceados en las rodillas y alzó la mirada, esperando.

—Bien —comenzó Sam —. ¿Estabas leyendo una tarjeta en voz alta y un diente de león explotó?

Connie vio el interés en el rostro de él, pero era un interés que enmascaraba una preocupación subyacente. En lo profundo de sus ojos, detrás del pequeño brillo de las retinas, vio que Sam no la creía. ¿Y por qué habría de creerla?

—No explotó simplemente, Sam —dijo ella con visible impaciencia, insegura de si quería que él se convenciera de la verdad de lo que había sucedido, o si deseaba que él la convenciera de la locura de algo que ahora sabía que era verdad —. Yo hice que explotase. ¡Sólo con leer unas palabras en latín que había escritas en una de las tarjetas de recetas de mi abuela hice que apareciera de ninguna parte, floreciera y muriese! ¡Todo en un instante!

—De acuerdo —convino él —. Pero seguro que puedes ver por qué alguien supondría que no te habías dado cuenta antes hasta que, de manera accidental, exhalaste o algo así y eso hizo que la flor estallase. ¿Admites que ésa pudiera ser una explicación lógica en este caso? —la sondeó Sam amablemente.

Su rostro parecía cansado, advirtió Connie. Su voz interior propuso que Sam seguramente pensaría que ella había perdido la razón si continuaba investigando ese asunto. Cualquier persona razonable respondería distanciándose de ella. Sam se alejaría, inventando razones que no tenían que ver directamente con ella, y muy pronto desaparecería de su vida. Tragó con dificultad, los ojos muy abiertos.

—Supongo —dijo, dibujando las palabras.

Luego simuló tomar una decisión.

—Sí, estoy segura de que tienes razón. Ésa sería la explicación lógica.

Connie no lo miró a los ojos y, en cambio, cruzó los brazos con fuerza sobre el pecho mientras fijaba la vista en un punto de la alfombra raída.

Sam apoyó la cabeza entre las manos y se masajeó las sienes con las puntas de los dedos, frotándose la piel de la frente y la barbilla. Connie se dio cuenta de que ni siquiera le había preguntado cómo le iba el trabajo. Había permanecido suspendido en lo alto de una iglesia abandonada durante todo el día, junto al techo, donde se concentraba el calor, solo, aplicando capas de pintura en los rincones de la cúpula.

—¿Cómo ha ido el dorado de la cúpula? —preguntó al tiempo que estiraba la mano para apartar de la frente de Sam un mechón rebelde.

Tenía la frente perlada de sudor y, cuando su dedo tocó su piel, Connie sintió súbitamente que la enorme carga de su cansancio se filtraba a través del cuero cabelludo hacia su mano y su antebrazo, empujándolos hacia abajo con un peso casi físico.

—Ha estado bien. Muy bien. Mucho calor, pero bien.

Sam dejó escapar el aire con fuerza. Connie pasó suavemente el pulgar sobre la piel entre sus cejas; a modo de experimento, sin siquiera decidirse a hacerlo, trató de telegrafiar una orden a través de sus redes neurales, indicándole a su sistema nervioso que se relajase. Entonces, con creciente sorpresa, sintió que el tejido debajo del pulgar se distendía, y oyó que Sam emitía un suspiro casi inaudible. Connie retiró la mano y la miró con evidente asombro. Una pálida huella dactilar azulada brilló por un instante sobre la frente de él y luego desapareció. Ella se quedó boquiabierta, con los ojos fijos en Sam, quien parecía totalmente ignorante de que hubiese ocurrido algo inusual.

Un momento después se trasladó desde el pequeño taburete hasta uno de los sillones situados junto al hogar, apretándose las palmas contra los ojos.

—Me alegro de que estés bien —dijo desde detrás de las manos. Después de un breve momento de vacilación, Connie se instaló sobre su regazo y le rodeó el cuello con los brazos. Sam le enlazó la cintura y la atrajo hacia sí —. ¡Tu mensaje sonaba tan delirante…! Estaba preocupado por ti —musitó con la boca junto a su pelo.

Connie sonrió.

—¿De veras?

—Sí —reconoció él, acentuando la presión de su abrazo.

Connie sintió el calor de su mano contra la piel de su pierna, segura e insistente, y apoyó la cabeza contra su pecho esperando haber desviado su curiosidad por el momento. Por primera vez en el día, su sensación de confusión y ansiedad comenzó a remitir, subsumida en su deliciosa percepción de la proximidad de Sam. Ambos permanecieron sentados así durante unos minutos, entrelazados en el sillón, sin decir nada. El pulgar de él acariciaba la piel de su pierna, probando su textura.

—¿Sam? —preguntó ella con la voz apagada por su camisa de trabajo manchada de pintura.

—¿Sí? —dijo él, bajando la mano por su espalda. Sus labios rozaron el punto donde el cuello se unía a la parte posterior de la oreja, su respiración agitó los diminutos vellos de la nuca y provocó un hormigueo en esa zona. Cambió de posición debajo de ella y reacomodó su peso en el sillón.

Connie se aclaró la garganta.

—Si quieres quedarte a pasar la noche aquí, no hay ningún problema.

La invitación sonó patética a sus oídos, y la memoria de Connie retrocedió vertiginosamente hacia todas las conversaciones que había tenido que sufrir en la universidad, con chicos que exhibían una perfecta capa de arrogancia a través de la cual ella nunca sabía cómo penetrar. Esperó la respuesta de Sam temiendo que se riese de ella.

Él, efectivamente, se echó a reír, pero era una risa cariñosa y, mientras lo hacía, acentuó la presión sobre su cintura. A través de la suave franela de la camisa de trabajo, Connie sintió el calor que irradiaba su piel, y el sonido de su risa reverberó en las profundidades de su pecho. La barbilla de Sam golpeó ligeramente su frente, y ella dejó escapar el aire, súbitamente consciente de que había estado conteniendo el aliento.

—¡Qué alivio! —exclamó él, abriendo los ojos —. Acabas de ahorrarme algún estúpido comentario acerca de protegerte de los vándalos o algo así.

Connie volvió el rostro hacia él y Sam la besó, y luego otra vez, más profundamente, mientras le acariciaba la barbilla con el pulgar.

Antes de que ella fuera consciente de lo que ocurría, Sam estaba de pie, sosteniendo sus piernas alrededor de su cintura y caminando en dirección a la escalera.

—Ya está bien de todo esto —dijo él con voz ronca.

Connie echó la cabeza hacia atrás, riendo encantada, y luego la agachó justo a tiempo de evitar la viga cuando Sam comenzó a subir la escalera que llevaba a la habitación del piso superior.

Capítulo 16

Cambridge, Massachusetts

Mediados de julio

1991

E
l banco de madera que había en el vestíbulo frente al despacho de Manning Chilton en el Departamento de Historia de Harvard era una imitación de un asiento Windsor, pintado de negro, con finísimas varillas en el respaldo diseñadas expresamente para desanimar a cualquiera que quisiese sentarse en él. Connie abrió su mano izquierda y contempló la palma, doblando los dedos uno tras otro y tocando con ellos el pulgar. La noche anterior, ante la insistencia de Sam, había sacado finalmente la tarjeta escrita en latín para mostrársela, y él la había leído varias veces. En una ocasión trató de leerla en voz alta mientras mantenía la mano muy cerca de las plantas muertas de la sala de estar, sin éxito alguno.

—¿Lo ves? —dijo él —. Sólo fue una coincidencia.

—Lo sé —contestó Connie —. Supongo que he estado trabajando excesivamente.

—Tienes demasiadas brujas en la cabeza, Cornell —se burló él.

No obstante, eso planteaba la pregunta de por qué la tarjeta con la receta no había funcionado con Sam. Siempre que intentaba encontrar una posible explicación, ésta se deshacía en sus manos como si de papel mojado se tratara. Por parte de Sam, la confirmación de que no era más que una tarjeta pareció dar por concluida la cuestión. En cuanto a Connie, cuando más se alejaba en el tiempo la resurrección de la cinta, menos factible le parecía. Y, sin embargo, había ocurrido.

Hizo girar la muñeca y echó un vistazo a su reloj. No era propio de Chilton hacerla esperar. A diferencia de Janine Silva, que siempre llegaba tarde y casi sin aliento, Chilton mantenía un orden rígido para sus días. Sus horas de despacho permanecían inalterables incluso durante los borrosos días de verano, cuando la mayoría de los académicos abandonaban el campus. Hizo oscilar una chancla en el extremo del pie extendido, evitando mirar el desconcertante paisaje colgado en la pared con el sol y la luna a juego. Cambió de posición contra el respaldo del banco, que mostraba un grabado en relieve del sello universitario con la palabra Veritas —«Verdad» —inscrita con un profundo adorno de voluta. El relieve de la madera se clavaba en sus músculos, y Connie apoyó los codos sobre las rodillas para escapar a su presión. Se preguntó cuánto tiempo más debería esperar. No era propio de Chilton, pero quizá se había olvidado de que tenían concertada una cita.

Cuando buscaba algo para leer en su bolso de bandolera, la puerta del despacho del profesor se abrió y Connie vio por el rabillo del ojo que un par de mocasines perfectamente lustrados aparecían el uno junto al otro. Alzó la vista y se encontró con el rostro preocupado de Manning Chilton, pálido sobre su pajarita azul.

—Connie, mi niña —dijo; su voz sonaba tensa —. Teníamos una cita, ¿verdad? Pase, por favor.

Sin tener oportunidad de contestar, Connie cogió su bolso y lo siguió al interior de su despacho. La visión del rostro preocupado de Chilton empujó los extraños acontecimientos de la noche anterior hasta un profundo rincón de su mente mientras se concentraba en analizar la situación con su tutor.

El escritorio, en lugar de ser la habitual extensión de roble desnudo y pulido, estaba cubierto de desordenadas pilas de papeles que se arrastraban formando dunas hasta los extremos más alejados de la mesa. Tenía media docena de libros al alcance de la mano, los puntos derrumbándose fuera de ellos desde diferentes páginas. Delante de él había un cuaderno cubierto de uno a otro de sus márgenes con notas densamente garabateadas, y en un cenicero ocioso descansaba su pipa con la boquilla marcada por los dientes. Chilton se sentó apoyándose en el respaldo del sillón, los dedos formando un templo delante de la boca, y Connie pensó que incluso veía el fantasma de un círculo de café manchando uno de los papeles que sobresalía de debajo de la lámpara de vidrio verde. El profesor se meció ligeramente en el sillón, sin mirarla, consciente sólo a medias de que ella se había sentado al otro lado del escritorio.

—¿Profesor Chilton? —preguntó Connie, inclinándose hacia adelante para encontrar su mirada.

Él se meció un momento más, luego parpadeó y enfocó la mirada sobre ella. Su tutor parecía incluso mayor de lo que recordaba, el pelo estaba una pizca más blanco, la piel un poco más pálida. Su trabajo debía de estar angustiándolo más de lo que Janine había insinuado. Por primera vez en los años que llevaba siendo su alumna, Connie se sorprendió con una actitud casi protectora hacia Chilton, imaginando el desprecio al que debía de haber hecho frente en la conferencia que había mencionado Janine. Quizá su trabajo se había vuelto demasiado esotérico, demasiado filosófico para los historiadores tradicionales. Sintió un resplandor de aprobación hacia él, de orgullo, por estar trabajando junto a un hombre que tenía el poder de cambiar la forma en que era entendida la historia.

—Dígame, Connie, ¿en qué etapa nos encontramos con respecto a su libro de sombras
[12]
colonial? —preguntó ásperamente, interrumpiendo sus pensamientos, y ella sintió que el resplandor se desvanecía, reemplazado en un instante por la temblorosa ansiedad de la estudiante que elude sus responsabilidades.

—¿Libro de sombras? —preguntó Connie —. Mi última investigación sugiere que el libro es una especie de almanaque.

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