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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El libro de Los muertos (23 page)

BOOK: El libro de Los muertos
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—Te he pedido que vinieras para que mantuviéramos una conversación franca y sin tapujos, pero no me parece buen momento. Tengo una habitación de invitados. Igual deberías dormir la mona y ya hablaremos por la mañana.

—A mí me parece un momento tan bueno como cualquier otro. —Lanza un bostezo y se despereza, pero no toca la taza de café—. Venga, ya puedes hablar, o si no, me largo.

—Vamos a la sala y nos sentamos delante de la chimenea. —Scarpetta se levanta de la mesa de la cocina.

—Joder, si ahí fuera estamos a veintitantos grados... —Él también se levanta.

—Entonces pondré el aire acondicionado para que estemos más a gusto. —Se acerca al termostato y pone en funcionamiento el aparato—. Siempre me ha resultado más fácil hablar delante del fuego.

Marino la sigue a su habitación preferida, una salita de estar con chimenea de ladrillo, suelos de tea de pino, vigas a la vista y paredes enlucidas. Ella pone un tronco sintético en el hogar y lo enciende, luego acerca dos butacas y apaga las lámparas.

Marino observa cómo las llamas consumen el papel que envuelve el tronco, y dice:

—No puedo creer que uses esas cosas. Tanto insistir en que todo sea auténtico y luego utilizas troncos de pega.

Lucious Meddick da la vuelta a la manzana al volante de su coche y su resentimiento es cada vez más enconado.

Los ha visto entrar después de que el gilipollas del investigador llegara borracho a lomos de su atronadora moto y molestara a los vecinos. «Premio doble», piensa Lucious. Se le ha bendecido porque ha sido víctima de un agravio y ahora Dios lo está compensando por ello. Dispuesto a darle una lección a ella, Lucious los ha pillado a los dos, y ahora dirige lentamente el coche fúnebre hacia el paseo sin iluminación, preocupado por la posibilidad de tener otro pinchazo, y cada vez más furioso. Hace chasquear la goma elástica a medida que su frustración cobra intensidad. Las voces de los operadores en el escáner de la policía que tiene en el vehículo son un lejano ruido parásito que sería capaz de descifrar en sueños.

No le han llamado. Ha pasado por delante de un accidente de carretera mortal en la autopista William Hilton, ha visto cómo cargaban el cadáver en un viejo coche fúnebre de la competencia, y una vez más han vuelto a pasar por alto a Lucious.

Ahora el condado de Beaufort es terreno de ésa, y a él nadie le llama. Lo ha excluido porque cometió un error con su dirección. Si le pareció que aquello era una violación de su intimidad, no conoce el significado del término.

Filmar a mujeres de noche por la ventana no es nada nuevo. Es sorprendente lo fácil que resulta y cuántas no se molestan en tener cortinas ni persianas, o las dejan abiertas unos centímetros, pensando: «¿Quién va a mirar? ¿Quién va a ocultarse tras los arbustos o subirse a un árbol para verme?» Pues Lucious en persona. A ver qué le parece a esa engreída de doctora verse en una película casera que la gente puede descargar gratis sin saber quién la filmó. Mejor aún, los pillará a los dos con las manos en la masa. Lucious piensa en el coche fúnebre ni remotamente tan bonito como el suyo, y en el accidente, y la injusticia le resulta insoportable.

¿A quién han llamado? A él no. A Lucious no, ni siquiera después de haberse puesto en contacto por radio con la operadora de la policía para decirle que estaba en la zona. Ella le contestó con su tonillo seco y respondón que no le había llamado y a ver qué unidad era la suya. Cuando le contestó que no era de ninguna unidad, ella le dijo que se mantuviera alejado de las frecuencias de la policía y, ya puestos, de todas las demás. Hace chasquear la goma elástica hasta que le escuece como un latigazo. El coche fúnebre brinca al pasar por encima de unas piedras delante de la verja de hierro tras el jardín de la casa cochera de la doctora, donde ve un Cadillac blanco que le corta el paso. Apenas hay luz en la parte trasera. Chasquea la goma elástica y maldice. Reconoce la pegatina oval en el parachoques trasero del Cadillac.

HH de Hilton Head.

Va a tener que dejar su coche fúnebre allí mismo. De todas maneras, nadie circula por ese paseo, y le pasa por la cabeza denunciar el Cadillac y echarse unas risas mientras la policía le pone una multa al conductor. Piensa maliciosamente en You-Tube y en el lío que está a punto de montar. El jodido investigador se está cepillando a la zorra esa. Los ha visto entrar en lacasa, a hurtadillas como adúlteros. Él tiene novia, esa chávala tan sexy con la que estaba en la morgue, y Lucious los vio montárselo creyendo que él estaba distraído. Por lo que ha oído, la doctora Scarpetta tiene pareja en el norte. Hay que ver. Lucious se pone en evidencia, anuncia su negocio y le dice a ese investigador tan cabroncete que estaría agradecido si él y su jefa le hicieran encargos, ¿y cómo le responden? Le faltan al respeto, lo discriminan. Ahora pagarán por ello.

Apaga el motor y las luces y se apea mientras mira ferozmente el Cadillac. Abre la puerta trasera del coche y saca una camilla con patas extensibles con un montón de sábanas blancas y bolsas blancas para restos humanos pulcramente dobladas encima. Busca la cámara y las baterías de repuesto que guarda en una caja de herramientas y cierra la puerta. Luego mira el Cadillac y pasa por su lado, sopesando la mejor manera de acercarse a la casa de la doctora.

Alguien se mueve detrás de la ventanilla del conductor, un levísimo indicio de algo oscuro que se desplaza en el interior del coche. Al poner en marcha la cámara, Lucious se alegra de ver cuánta memoria queda, y la sombra en el interior del Cadillac vuelve a moverse, y Lucious rodea el vehículo por detrás y filma la matrícula.

Probablemente se trata de una pareja dándose el lote, y se excita al pensar en ello. Han visto los faros de su coche y no se han apartado: qué desfachatez. Le han visto aparcar en la oscuridad porque no podía pasar, y no podrían haberse mostrado más desconsiderados. Se arrepentirán. Llama a la ventanilla con los nudillos para darles un buen susto.

—Tengo la matrícula. —Eleva el tono—. Y voy a llamar a la poli, maldita sea.

El tronco crepita al arder y en la repisa de la chimenea se oye el tictac de un reloj de sobremesa inglés.

—¿Qué es lo que te pasa? —le pregunta Scarpetta, mirándolo—. ¿Qué ocurre?

—Eres tú la que me ha dicho que venga, así que es de suponer que a quien le ocurre algo es a ti.

—Nos ocurre a los dos, ¿no crees? Pareces muy desdichado, y me estás haciendo desdichada a mí. Esta semana pasada las cosas se han salido de madre. ¿Quieres decirme lo que has hecho y por qué? —le insta—. ¿O quieres que te lo digayo?

El fuego crepita.

—Venga, Marino. Habla conmigo, por favor.

Él contempla el fuego. Durante un rato ninguno habla.

—Sé lo de los correos —dice ella al final—. Aunque probablemente ya estás al corriente, porque la otra noche le pediste a Lucy que comprobara la supuesta falsa alarma.

—Así que le hiciste husmear en mi ordenador. Eso sí que es confianza.

—Vaya, no creo que sea buena idea por tu parte hablar de confianza.

—Yo hablo de lo que me da la gana.

—El paseo que le diste a tu novia quedó todo grabado, y lo he visto, hasta el último minuto.

A Marino se le crispa la cara. Claro que sabía de la existencia de las cámaras y los micrófonos, pero no le pasó por la cabeza que los estuvieran observando. Sin duda era consciente de que todos sus actos y palabras estaban quedando registrados, pero dio por sentado que, con toda probabilidad, Lucy no tendría motivo para revisar las grabaciones. No le faltaba razón en eso: Lucy no hubiera tenido motivo alguno. Marino estaba seguro de que se saldría con la suya, y eso empeora su proceder.

—Hay cámaras por todas partes —le recuerda ella—. ¿De verdad pensabas que nadie averiguaría lo que hiciste?

No responde.

—Creía que te importaba ese niño asesinado. Y, sin embargo, abriste la cremallera y se lo enseñaste a tu novia como si se tratara dé un juego. ¿Cómo pudiste hacer tal cosa?

No quiere mirarla ni responder.

—Marino. ¿Cómo pudiste hacerlo?

—Fue idea de ella. Eso debiste verlo en la grabación —se defiende.

—Que la metieras aquí sin mi permiso ya es bastante grave, pero ¿cómo pudiste enseñarle los cadáveres? En especial el del pequeño.

—Ya viste la grabación. —La mira con ceño—. Shandy no estaba dispuesta a aceptar una negativa, y tampoco quería salir de la cámara de refrigeración. Lo intenté.

—No tienes excusa.

—Estoy harto de que me espíen.

—Y yo estoy harta de traición y falta de respeto —replica Scarpetta.

—De todos modos, estaba pensando en marcharme —continúa él con tono desagradable—. Si has metido las narices en mis correos de la doctora Self, deberías saber que tengo mejores oportunidades que quedarme aquí el resto de mi vida.

—¿Marcharte? ¿Quieres que te despida? Porque eso es lo que te mereces después de lo que hiciste. No hacemos visitas turísticas por el depósito ni convertimos en un espectáculo a la pobre gente que acaba aquí.

—Joder, odio esa manera que tenéis las mujeres de reaccionar de forma tan exagerada ante cualquier cosa. Qué susceptibles e irracionales os ponéis, maldita sea. Venga, adelante, despídeme —dice con lengua espesa, pronunciando con más énfasis del necesario, como suele pasar cuando uno se esfuerza por parecer sobrio.

—Eso es lo que quiere que ocurra la doctora Self.

—Lo que pasa es que estás celosa porque ella es mucho más importante que tú.

—No hablas como el Pete Marino que conozco.

—Tú no eres la doctora Scarpetta que conozco. ¿Leíste lo demás que decía de ti?

—Decía muchas cosas sobre mí.

—La mentira en la que vives. ¿Por qué no lo reconoces de una vez? Igual es de ahí de donde le viene a Lucy. De ti.

—¿Mi orientación sexual? ¿Es eso lo que quieres saber tan desesperadamente?

—Te da miedo reconocerlo.

—Si lo que daba a entender la doctora Self fuera cierto, desde luego no tendría miedo de reconocerlo. Es la gente como ella, la gente como tú, quienes parecen tener miedo.

Él se repantiga en la silla y por un instante parece a punto de echarse a llorar. Luego vuelve a adoptar una expresión dura mientras contempla el fuego.

—Lo que hiciste ayer —dice ella— no es propio del Marino que conozco desde hace años.

—Quizá sí lo es y sencillamente no querías verlo.

—Sé que no lo es. ¿Qué te ha ocurrido?

—No sé cómo he llegado hasta aquí —suspira—. Al volver la vista atrás, veo a un tipo al que se le dio bien el boxeo durante una temporada, pero no quería que el cerebro se le quedara hecho papilla. Me harté de ser un poli de uniforme en Nueva York. Me casé con Doris, que se hartó de mí, tuve un hijo pirado que ahora está muerto, y aún sigo persiguiendo a cabrones pirados, no sé muy bien por qué. De todas maneras, nunca he sido capaz de entender por qué haces tú lo que haces, y probablemente no me lo dirás —añade con hosquedad.

—Quizá porque crecí en una casa donde nadie me hablaba para decirme nada que necesitara oír, o que me hiciera tener la sensación de que me escuchaban y era importante. Quizá porque estuve viendo morir a mi padre. Día tras día, eso era lo único que veíamos. Quizá porque he pasado el resto de mi vida intentando entender lo que me frustró de niña: la muerte. No creo que haya razones sencillas ni lógicas siquiera para ser como somos y hacer lo que hacemos. —Aunque ella le mira, Marino no le sostiene la mirada—. Quizá no haya razones sencillas ni lógicas que expliquen tu comportamiento, pero ojalá las hubiera.

—En los viejos tiempos, yo no trabajaba para ti, eso es lo que ha cambiado. —Se levanta—. Voy a tomarme un bourbon.

—Más bourbon es justo lo que no necesitas —dice ella, consternada.

Marino no escucha, y sabe dónde se guarda la bebida. Ella le oye abrir un armario y sacar un vaso, y luego otro para coger una botella. Vuelve a la salita con un vaso de licor en una mano y la botella en la otra. Scarpetta nota un desasosiego en la boca del estómago y le gustaría que se marchara, pero no puede despacharlo en plena noche borracho como está.

Él deja la botella en la mesita de centro y dice:

—Nos llevamos bastante bien en Richmond todos aquellos años cuando yo era detective en jefe y tú la mandamás. —Levanta el vaso. Marino no toma sorbos, sino grandes tragos—. Después te despidieron y yo lo dejé. Desde entonces, nada ha resultado tal como pensaba. Florida me gustaba de la hostia. Teníamos unas instalaciones deportivas de cine. Yo a cargo de las investigaciones, buen sueldo, hasta tenía mi propia loquera para famosos. Aunque no es que necesitara una loquera, pero perdí peso, estaba en una forma estupenda. Me iba de maravilla hasta que dejé de verla.

—Si hubieras seguido viendo a la doctora Self, te habría arruinado la vida. Y me resulta increíble que no veas cómo el que se haya puesto en contacto contigo no es sino una manipulación. Ya sabes cómo es. Viste cómo era ante los tribunales. La has oído.

Marino echa otro trago de bourbon.

—Por una vez hay una mujer más poderosa que tú, y no lo soportas. Igual es que no puedes soportar mi relación con ella. Así que te pusiste a vilipendiarla porque era lo único que podías hacer. Estás aquí atrapada en tierra de nadie y a punto de convertirte en ama de casa.

—No me insultes. No quiero pelearme contigo.

Marino bebe, y su vileza está plenamente despierta.

—Quizá fue mi relación con ella lo que te animó a que nos fuéramos de Florida. Ahora lo veo claro.

—Me parece que si nos mudamos de Florida fue por el huracán
Wilma
—le recuerda ella, y la sensación en el estómago empeora—. Eso y mi necesidad de volver a disponer de unas instalaciones como es debido, una auténtica consulta.

Él se termina la copa y se sirve otra.

—Ya es suficiente —le advierte ella.

—En eso tienes razón. —Levanta el vaso y echa otro trago.

—Creo que ha llegado el momento de llamar un taxi para que te lleve a casa.

—Quizá deberías poner en marcha una consulta como es debido en otra parte y marcharte de aquí de una puta vez. Sería lo mejor para ti.

—No te toca a ti decidir lo que es mejor para mí —responde ella, observándolo con detenimiento mientras la luz del fuego le ilumina la enorme cara—. No bebas más, por favor. Ya es suficiente.

—Ya es suficiente, desde luego.

—Marino, no dejes que la doctora Self haga cuña para distanciarnos, por favor.

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