El libro de Los muertos (25 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El libro de Los muertos
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Las paredes y el techo están pintados de ocre y pardo oscuro, los colores de la tierra, y el suelo de piedra es del color del mar. Todas las puertas son abovedadas, y hay inmensas macetas de acantos lánguidos y apergaminados porque no los riega como es debido, y hay pelos morenos por el suelo. Pelo de la cabeza, vello púbico, de cuando se pasea de aquí para allá, a veces desnuda, mesándose los cabellos. Está dormida en el sofá, de espaldas a él, la calva en la coronilla pálida como una luna llena.

Sus pies descalzos y arenosos avanzan en silencio, y la película continúa. Michael Douglas y Glenn Cióse beben vino mientras suena un aria de
Madame Butterfly
en el equipo de alta fidelidad. Will permanece bajo el arco de la puerta y sigue
Atracción fatal
: se la sabe de cabo a rabo, la ha visto muchas, muchísimas veces, la ha visto con ella del otro lado de la ventana sin su conocimiento. Oye los diálogos en la cabeza antes que los personajes los digan, y entonces Michael Douglas va a marcharse y Glenn Cióse se enfurece y le desgarra la camisa.

Venga desgarrar y rasgar, desesperado por llegar a lo que había debajo. Tenía tanta sangre en las manos que no podía ver el color de su propia piel mientras intentaba remeterle los intestinos a Roger, y el viento y la arena los azotaban a ambos, que apenas podían verse ni oírse.

Ella duerme en el sofá, tan borracha y drogada que no le ha oído entrar. No nota su espectro flotando cerca, a la espera de llevarla consigo. Ella se lo agradecerá.


¡Will! ¡Ayúdame! ¡Ayúdame, por favor! ¡Ay, Dios, por favor!

A voz en grito
—.
¡Cómo me duele! ¡No me dejes morir, por favor!


No vas a morir.

Lo sostiene en brazos
—.
Estoy aquí. Estoy aquí. Estoy aquí mismo.


¡No lo soporto!


Dios no impone nunca más de lo que puedas soportar.

Su padre siempre lo decía, desde que Will era un crío.


No es cierto.


¿Qué no es cierto?

Su padre se lo preguntó en Roma mientras tomaban vino en el comedor y Will tenía entre las manos el antiguo pie de estatua.


Lo tenía en las manos y la cara, y noté su sabor, lo probé. Me embebí de él tanto como pude para mantenerlo vivo en mi interior porque le prometí que no moriría.


Más vale que salgamos. Vamos a tomar un café.

Will hace girar un mando en la pared que sube el
surround
hasta que la película resulta atronadora, y entonces ella se incorpora y al verlo grita, pero él apenas oye sus gritos confundidos con la banda sonora de la película mientras se le acerca, le pone un dedo arenoso sobre los labios y niega con la cabeza, lentamente, para hacerla callar. Vuelve a llenarle el vaso de vodka, se lo ofrece y asiente para que beba. Deja la caja de aparejos, la linterna y la cámara en la alfombra y se sienta a su lado en el sofá y observa sus ojos llorosos, inyectados en sangre y aterrados. No tiene pestañas, se las ha arrancado todas. No intenta levantarse ni huir. Will asiente para que beba y ella lo hace. Ya está aceptando lo que tiene que ocurrir. Se lo agradecerá.

La película hace vibrar la casa entera y los labios de la mujer dicen:

—No me hagas daño, por favor.

Fue atractiva, tiempo atrás.

—Shhhhh. —Niega con la cabeza y la hace callar de nuevo con su dedo arenoso, tocándole los labios y apretándoselos con fuerza contra los dientes. Con dedos recubiertos dearena abre la caja de herramientas, dentro de la que hay más frascos de pegamento y disolvente, y la bolsa de arena, y también una sierra de fibra prensada de doble filo de quince centímetros con mango negro y la correspondiente hoja dentada, y un juego de cuchillos.

Entonces oye la voz dentro de su cabeza. Roger llora y grita mientras en la boca le burbujea espuma ensangrentada. Sólo que no es Roger quien grita, sino la mujer que suplica con labios ensangrentados.

—¡No me hagas daño, por favor!

Mientras tanto, Glenn Close le dice a Michael Douglas que se vaya al infierno y el volumen hace vibrar la sala entera.

Ella solloza aterrada, estremeciéndose como si fuera presa de un ataque. Will sube al sofá y se acuclilla como un indio. La mujer le mira fijamente las manos de papel de lija y las plantas recubiertas de arena de los pies descalzos y mutilados, y también la caja de aparejos, la cámara en el suelo, y en su rostro hinchado y lleno de manchas se trasluce que ha comprendido lo inevitable. Will observa lo descuidadas que tiene las uñas y le sobreviene la misma sensación que lo embarga cuando abraza espiritualmente a la gente que sufre de una manera insoportable y los libera de su dolor.

Nota en los huesos el altavoz que emite los tonos graves de la banda sonora.

Los labios abiertos y ensangrentados de la mujer se mueven.

—No me hagas daño, por favor, por favor, no... —Y llora y le moquea la nariz y se humedece los labios ensangrentados con la lengua—. ¿Qué quieres? ¿Dinero? No me hagas daño, por favor. —Sus labios ensangrentados se mueven.

Él se quita la camisa y el pantalón caqui, los dobla con esmero y los deja sobre la mesita de centro. Se quita los calzoncillos y los deja encima de las demás prendas. Siente el poder, lo nota punzante en el cerebro como una descarga eléctrica, y la coge con fuerza por las muñecas.

Capítulo 11

Amanecer. Parece que va a llover.

Rose mira por una ventana de su apartamento en la esquina mientras el océano rompe suavemente contra el malecón al otro lado de Murray Boulevard. Cerca de su edificio

—antaño un espléndido hotel— están algunas de las casas más caras de Charleston, formidables mansiones a orillas del mar que Rose ha fotografiado y dispuesto en un álbum que examina con detenimiento de vez en cuando. Le resulta casi imposible creer lo ocurrido, que está viviendo una pesadilla y un sueño al mismo tiempo.

Cuando se mudó a Charleston, su única petición fue vivir cerca del mar. «Lo bastante cerca para saber que está ahí mismo —así lo describió—. Sospecho que ésta es la última vez que te sigo a otra parte —le dijo a Scarpetta—. A mi edad, no quiero un jardín del que preocuparme, y siempre he deseado vivir cerca del agua, aunque no de un pantanal con olor a huevos podridos. El océano: me gustaría tener el océano al menos lo bastante cerca como para pasear hasta allí.»

Pasaron mucho tiempo buscando. Rose acabó en el Ashley River en un apartamento destartalado que remozaron Scarpetta, Lucy y Marino. A Rose no le costó ni un penique, y además Scarpetta le subió el sueldo. De otro modo, Rose no habría podido permitirse el alquiler, pero aquello nunca se mencionó. Lo único que dijo Scarpetta es que Charleston esuna ciudad cara en comparación con otros lugares en los que habían vivido, pero aunque no lo fuera, Rose se merecía un aumento.

Prepara café y ve las noticias mientras espera a que llame Marino. Transcurre otra hora y Rose se pregunta dónde estará. Otra hora y nada, y cada vez está más frustrada. Le ha dejado varios mensajes para avisarle que esa mañana no puede ir y que a ver si se pasa él para ayudarla a mover el sofá. Además, tiene que hablar con él. Le dijo a Scarpetta que lo haría y ahora es un momento tan bueno como cualquier otro. Son casi las diez. Ha vuelto a llamarle al móvil y salta el buzón de voz. Mira por la ventana abierta y la brisa fresca sopla procedente de más allá del malecón, donde el agua de color peltre está picada y malhumorada.

Sabe que no debería mover el sofá ella sola, pero está lo bastante impaciente y molesta como para hacerlo. Tose mientras sopesa la locura de una hazaña que habría estado a su alcance no mucho tiempo atrás. Permanece sentada con aire de desaliento y se pierde en los recuerdos de la noche anterior, de hablar y cogerse de la mano y besarse en ese mismo sofá. Tiene sentimientos que ya no creía poder tener, pero al mismo tiempo no deja de preguntarse cuánto durarán. No puede renunciar a ello pese a que no durará, lo sabe, y siente una tristeza tan honda y oscura que no tiene sentido indagar en ella.

Suena el teléfono. Es Lucy.

—¿Qué tal fue? —le pregunta Rose.

—Nate te envía recuerdos.

—Estoy más interesada en lo que dijo sobre ti.

—Nada nuevo.

—Eso es una noticia estupenda. —Rose se llega hasta la encimera de la cocina y coge el mando a distancia de la tele. Respira hondo—. Marino tenía que haber venido a cambiar el sofá de sitio, pero como suele ocurrir...

Una pausa, y Lucy dice:

—Ésa es una de las razones de mi llamada. Iba a pasarme por ahí para ver a tía Kay y hablarle de la visita a Nate. No sabe que fui. Siempre se lo digo después, para que no se vuelva loca de preocupación. La moto de Marino está aparcada delante de su casa.

—¿Esperaba tu visita?

—Acabo de decirte que no.

—¿A qué hora fue?

—A eso de las ocho.

—Imposible —dice Rose—. Marino sigue en coma a las ocho, al menos de un tiempo a esta parte.

—Fui al Starbucks y luego volví a casa de Kay hacia las nueve, y adivina qué. Me crucé con la novia de Marino, la de las patatas, al volante de su BMW.

—¿Seguro que era ella?

—¿Quieres el número de matrícula? ¿Su fecha de nacimiento? ¿Su saldo bancario? Que no es mucho, por cierto. Me parece que ya se ha fundido la mayor parte del dinero. Que no era de su papaíto muerto, además. El que no le dejara nada te da una idea de por dónde van los tiros. Pero hace cantidad de ingresos dudosos en su cuenta, y lo gasta tal como le va llegando.

—Esto no es bueno. ¿Te ha visto cuando regresabas del Starbucks?

—Yo iba con el Ferrari. Así que a menos que sea ciega además de una putilla insípida... Perdona.

—Sé lo que es una putilla, y desde luego ella encaja con la descripción. Marino tiene un detector especial que lo lleva directamente hacia las putillas.

—No pareces muy animada. Das la impresión de que te cuesta respirar —dice Lucy—. ¿Me paso luego por allí y te ayudo a mover el sofá?

—Aquí mismo estaré —responde Rose, y tose en el momento de colgar.

Enciende la tele justo a tiempo para ver cómo una pelota de tenis levanta una nubecilla de polvo rojo muy cerca de la línea, el servicio de Drew Martin tan rápido y esquivo que su contrincante ni siquiera intenta restarlo. La CNN emite pasajes del Roland Garros del año pasado: el asunto de Drew sigue incesantemente. Repeticiones de partidos, y de su vida y su muerte. Una y otra vez. Más metraje. Roma, la ciudad ancestral, luego el pequeño solar en construcción acordonado por la policía y la cinta amarilla. Las luces de emergencia destellantes.

«¿Qué más sabemos a estas alturas? ¿Hay algún avance en el caso?»

«Las autoridades romanas mantienen un hermético silencio. Da la impresión de que no hay pistas ni sospechosos, y el terrible crimen sigue envuelto en misterio. Aquí la gente se pregunta por qué. Se ve a muchos dejando ramos de flores en el margen del solar donde se encontró el cadáver.»

Más repeticiones. Rose intenta no mirar. Lo ha visto infinidad de veces, pero sigue hipnotizándola.

Drew da un revés como si soltara un mandoble.

Se adelanta a la carrera hasta la red y lanza una volea por alto con tanta fuerza que rebota hasta las gradas. El público se pone en pie y la aclama con entusiasmo.

El hermoso rostro de Drew en el programa de la doctora Self. Habla aprisa y salta de un tema al siguiente, entusiasmada porque acaba de ganar el Open de Estados Unidos y la están llamando la Tiger Woods del tenis. La doctora sigue apretándole las tuercas y le hace preguntas impropias.

«¿Eres virgen, Drew?»

Sonrojada, entre risas, la joven se tapa la cara con las manos.

«Venga. —Self sonríe, encantada consigo misma—. A esto precisamente me refiero —le dice al público—. A la vergüenza. ¿Por qué nos avergüenza hablar de sexo?»

«Perdí la virginidad cuando tenía diez años —dice Drew—. Por culpa de la bici de mi hermano.»

El público se pone como loco.

«Drew Martin, fallecida a sus dulces dieciséis años», dice una presentadora.

Rose se las arregla para empujar el sofá a través de la sala de estar y apoyarlo contra la pared. Luego se sienta en él yllora. Se levanta y camina de aquí para allá y llora, y se lamenta del error que es la muerte y de que la violencia es insoportable y la aborrece. Lo aborrece todo. En el cuarto de baño, coge un frasco de la medicina que le han recetado. En la cocina, se pone una copa de vino. Toma una pastilla y se la traga con el vino, y unos momentos después, tosiendo tanto que apenas puede respirar, se toma otra pastilla. Suena el teléfono y se nota temblorosa cuando va a contestar. Se le cae el auricular y lo recoge con torpeza.

—¿Sí?

—¿Rose? —Es Scarpetta.

—No debería ver las noticias.

—¿Estás llorando?

La habitación le da vueltas y empieza a ver doble.

—No es más que la gripe.

—Voy para allá.

Marino apoya la cabeza en el respaldo del asiento, los ojos enmascarados tras las gafas de sol, las manazas en los muslos.

Va vestido con la misma ropa que la víspera. Ha dormido sin desvestirse y tiene precisamente ese aspecto. La cara se le ve de un intenso tono rojizo y despide el hedor rancio de un borracho que se baña una vez al mes. Verlo y olerlo le traen a la cabeza imágenes demasiado horribles para describirlas, y nota el escozor y el dolor en esa piel que Marino no debería haber visto ni tocado. Lleva puestas prendas de seda y algodón, tejidos agradables al tacto, la camisa abrochada hasta el cuello, la cremallera de la chaqueta subida también, para ocultar las lesiones, para ocultar su humillación. En torno a él, se siente impotente y desnuda.

Otro silencio horrible mientras conduce. El coche huele a ajo y queso fuerte, y eso que Marino lleva la ventanilla abierta.

—La luz hace que me duelan los ojos —dice—. Es increíble cómo me está haciendo polvo los ojos la luz.

Lo ha dicho numerosas veces, en respuesta a la preguntaque nadie le ha planteado de por qué no la mira ni se quita las gafas de sol a pesar del cielo encapotado y la lluvia. Cuando Scarpetta preparó café y tostadas hace apenas una hora y se lo llevó a la cama, Marino gimió mientras se incorporaba y se llevaba las manos a la cabeza. De una manera poco convincente, preguntó:

—¿Dónde estoy?

—Anoche estabas muy borracho. —Dejó el café y las tostadas en la mesilla de noche—. ¿Lo recuerdas?

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