Read El libro de los muertos Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)
Antes de hablar, Coffey dejó que el silencio aumentara la tensión del despacho.
—Señor Imhof —dijo—, nos prometió que se encargaría personalmente del asunto.
—Es lo que he hecho —dijo Imhof con fría neutralidad.
Coffey se apoyó en el respaldo.
—El agente especial Rabiner y yo acabamos de salir de una entrevista con el prisionero y lamento decir que no ha habido ningún progreso en inculcarle el valor del respeto. La otra vez ya le dije que no me interesaba particularmente cómo cumple la misión que le hemos encargado, y que lo único que me interesa son los resultados. Pues bien, no sé qué hace pero no funciona. El preso sigue igual de gallito, de cabrón y de arrogante que cuando llegó. Se ha negado a contestar nuestras preguntas. Encima es insolente. Cuando le he preguntado si le gustaba el régimen de aislamiento, me ha dicho: «La verdad es que lo prefiero».
—¿Que lo prefiere a qué?
—A mezclarse con «antiguos clientes». El muy cabrón lo ha dicho así, con sarcasmo, poniendo énfasis en que no quiere mezclarse con la población general de la cárcel. Está tan poco arrepentido y tan combativo como siempre.
—Agente Coffey, a veces estas cosas necesitan tiempo.
—Pero es justo lo que no tenemos, señor Imhof. Se acerca el segundo juicio para la fianza, y Pendergast dispondrá de todo un día para hablar en los tribunales. No podemos impedir eternamente que hable con su abogado. Necesito que se haya venido abajo para entonces. Necesito una confesión.
A lo que no aludió fue a los problemas que estaban teniendo para conseguir algunas de las pruebas. El juicio de la fianza se presentaba bastante peliagudo, mientras que una confesión allanaría el camino.
—Ya le he dicho que hace falta tiempo.
Coffey respiró, acordándose de cómo había que tratar a Imhof para conseguir algo de él: un poco de zanahoria y un poco de palo.
—Mientras tanto sigue allá abajo echando pestes contra usted y contra Herkmoor a todos los que quieren escucharlo: los celadores, el personal... Quien sea. Y además de cabrón es elocuente, Imhof.
El director no dijo nada, pero Coffey se dio cuenta, con satisfacción, de que le temblaba un poco una de las comisuras de la boca. Aun así Imhof no hizo nada para proponer medidas más enérgicas. Quizá no existiera ninguna...
Entonces se le ocurrió la idea, el golpe maestro. El desencadenante fue la expresión «antiguos clientes». Por lo visto Pendergast tenía miedo de que lo mezclasen con «antiguos clientes» ...
—Señor Imhof —dijo con calma, para disimular que aquella idea se le acababa de ocurrir—, ¿el ordenador de su mesa está conectado a la base de datos del Departamento de Justicia?
—Naturalmente.
—Veamos qué pone sobre «antiguos clientes».
—No entiendo.
—Acceda al historial de detenciones de Pendergast y cotéjela con la lista actual de presos de la cárcel, para buscar coincidencias.
—¿Qué quiere decir? ¿Que averigüemos si alguno de los delincuentes detenidos por Pendergast está actualmente en Herkmoor?
—Sí, esa es la idea.
Coffey miró a Rabiner por encima del hombro. El agente sonreía abiertamente.
—Jefe, me gusta su manera de pensar —dijo.
Imhof se acercó al teclado y empezó a escribir. En cierto momento se quedó mirando la pantalla, mientras Coffey empezaba a impacientarse.
—Qué raro... —dijo el director—. Por lo visto el índice de mortalidad de los detenidos de Pendergast es bastante alto. La mayoría ni siquiera llegaron a juicio.
—Pero seguro que hay alguno que acabó en la cárcel después de pasar por el sistema judicial.
Imhof siguió tecleando y se apoyó en el respaldo.
—Actualmente hay dos de ellos residiendo en Herkmoor.
Coffey lo miró con atención.
—¿Quiénes son?
—El primero se llama Albert Chichester.
—¿Qué más?
—Es un asesino en serie.
Coffey se frotó las manos y volvió a mirar de reojo a Rabiner.
—Envenenó a doce pacientes del hospital donde trabajaba —siguió explicando Imhof—. Enfermero de profesión. Setenta y tres años.
La euforia de Coffey desapareció tan rápidamente como había aparecido.
—Ah... —dijo.
—¿Y el otro? —preguntó el agente especial Rabiner.
—Un tío duro. Se llama Carlos Lacarra, pero lo llaman Pocho.
—Lacarra —repitió Coffey.
Imhof asintió con la cabeza.
—Es un antiguo narcotraficante muy duro de pelar. Fue ascendiendo en las pandillas callejeras del este de Los Angeles. Luego se vino al este, donde acaparó gran parte de las actuaciones policiales de los condados de Hudson y Newark.
—Ah, ¿sí?
—Torturó hasta la muerte a toda una familia, incluidos tres niños. Fue una venganza por un negocio fallido. Aquí dice que Pendergast era el agente encargado del caso. Qué curioso... No me suena.
—¿Qué cuenta el expediente de Lacarra aquí dentro?
—Es el jefe de una banda que se hace llamar «los Dientes Rotos» y que hace la vida imposible a nuestros celadores.
—Los Dientes Rotos —murmuró Coffey. Su euforia renacía a gran velocidad—. Oiga, señor Imhof... Este Pocho Lacarra... ¿Actualmente dónde ejerce su derecho al ejercicio físico?
—En el patio 4.
—Y ¿qué pasaría si se trasladase al agente Pendergast al... patio 4 para su ejercicio diario?
Imhof frunció el entrecejo.
—Si Lacarra lo reconociera tendría problemas. Aunque, si no lo hace también.
—¿Por qué?
—Lacarra... En fin, no hay una forma fina de decirlo. Le gusta tener a un blanco a quien darle por el culo.
Coffey pensó un poco.
—Ya. Por favor, dé la orden ahora mismo.
A Imhof se le marcó aún más el ceño.
—Es una medida muy radical, agente Coffey...
—Me temo que Pendergast no nos deja otra alternativa. Durante mi carrera he visto a muchos tipos duros de roer, a muchos insolentes y a muchos resentidos, pero no podían compararse con él. Su manera de faltar al respeto al proceso judicial y a esta cárcel, particularmente a usted, es escandaloso. Se lo digo de verdad.
Imhof respiró. Coffey observó con satisfacción que se le abrían fugazmente las aletas de la nariz.
—Trasládelo al patio 4 —dijo con calma—. Hágalo, pero esté al tanto de lo que sucede. Si la situación se les va de las manos, sáquenlo. Pero sin darse demasiada prisa. No sé si me entiende.
—Si pasa algo malo podrían pedir responsabilidades. Necesitaré que me respalde.
—Cuente conmigo, Imhof. Goza de todo mi apoyo.
Dicho lo cual, Coffey se giró, le hizo una señal con la cabeza a Rabiner, que aún sonreía, y salió del despacho.
La capitana de Homicidios Laura Hayward estaba sentada, observando los papeles que cubrían hasta el último rincón de su mesa. Odiaba el desorden. Odiaba verlo todo revuelto. Odiaba los fajos de papeles sin alinear y las montañas mal hechas. Aun así, por mucho que distribuyera, alineara, organizara, algo hacía que su mesa siguiera pareciendo una manifestación física del desorden y la frustración reinantes en su cabeza. En buena ley debería estar redactando un informe sobre el asesinato de DeMeo, pero se sentía paralizada. Era muy difícil trabajar en una investigación abierta teniendo la sensación de haber metido la pata hasta el fondo en otra investigación anterior, y de que podía haber un inocente, o prácticamente, en la cárcel, injustamente acusado de un delito que podía acarrearle la pena de muerte.
Volvió a hacer un gran esfuerzo por ordenar sus ideas. Siempre las había organizado por listas. Se pasaba la vida haciendo sublistas de sublistas de sublistas, y ahora le costaba mucho pasar a otras investigaciones sin haber resuelto mentalmente la de Pendergast.
Suspiró y se concentró para empezar de cero.
Uno: había un posible inocente en la cárcel, acusado de un delito de la máxima gravedad.
Dos: su hermano, a quien se creía muerto desde hacía mucho tiempo, había reaparecido, había secuestrado a una mujer que no parecía tener nada que ver con el resto y había robado la colección de diamantes más valiosa del mundo... para luego destruirla. ¿Por qué?
Tres...
La interrumpieron unos golpes en la puerta.
Hayward había pedido a su secretaria que no la molestaran bajo ningún concepto. Reprimió una reacción de enfado, sorprendida por su virulencia. Después de serenarse, dijo con frialdad:
—Adelante.
La puerta se abrió despacio, con vacilación. Al otro lado estaba Vincent D’Agosta.
—Laura...
Se quedó callado.
Ella notó que se ruborizaba, pero mantuvo su frialdad. Lo único que se le ocurrió decir en ese momento fue: «siéntate, por favor».
Mientras miraba cómo D’Agosta entraba en el despacho y se sentaba, Hayward aplastó con mano de hierro las emociones que surgían en su interior. D’Agosta, que la había sorprendido por su delgadez, iba razonablemente bien vestido, con traje, corbata de veinte dólares y el pelo ralo peinado hacia atrás.
El incómodo silencio se prolongó.
—Esto... ¿Qué, cómo va todo? —preguntó D’Agosta.
—Yo muy bien. ¿Y tú?
—El tribunal disciplinario tiene previsto reunirse a principios de abril.
—Muy bien.
—¿Muy bien? Como me encuentren culpable ya puedo despedirme de mi carrera, de la jubilación, de los pluses... De todo.
—Quería decir que estará bien cuando haya pasado —dijo ella lacónicamente.
¿Era posible que viniera para eso, para quejarse? Esperó a que fuera al grano.
—Oye, Laura, antes que nada quería decirte una cosa.
—¿Qué?
Vio que le costaba.
—Lo siento —dijo él—. Lo siento de verdad. Ya sé que te hice daño y que tienes la impresión de haber sido tratada como un perro. Me gustaría saber cómo hacer las paces.
Hayward esperó.
—Yo entonces creía que hacía lo correcto. Lo creía en serio. Quería protegerte y que Diógenes no te hiciera daño. Creía que la mejor manera de evitarte problemas era irme. En lo que no pensé fue en tu punto de vista. Decidía sobre la marcha. Pasaban muchas cosas muy deprisa, y no tuve tiempo para reflexionar. Desde entonces he podido pensar largo y tendido, y me doy cuenta de que dejándote plantada sin explicación quedé como un hijo de puta sin sentimientos. Debió de parecer que no me fiaba de ti, pero ni mucho menos...
D’Agosta vaciló y se mordió el labio como si estuviera a punto de decir algo importante.
—Mira —continuó—, tengo muchas ganas de que volvamos a estar juntos. Sigo queriéndote, y sé que podemos solucionarlo...
Dejó la frase a medias, abatido. Hayward esperó por si seguía.
—En fin, que solo quería decirte que lo siento.
—Considéralo dicho.
Otro silencio insoportable.
—¿Querías algo más? —preguntó ella.
D’Agosta cambió incómodamente de postura. El sol que se filtraba por las persianas dibujaba rayas en su traje.
—Es que he oído...
—¿Qué has oído?
—Que aún estás investigando lo de Pendergast.
—Ah, ¿sí? —preguntó ella fríamente.
—Sí, lo he oído de un tío que conozco que trabaja para Singleton. —D’Agosta volvió a cambiar de postura—. Me ha dado esperanzas. Esperanzas de que quizá aún pueda ayudarte. Hay cosas que no te dije porque estaba seguro de que no las creerías, pero si es verdad que sigues con el caso después de todo lo ocurrido... He pensado que quizá te interesaría oírlas. Para que tengas el máximo de munición, como quien dice.
Hayward mantuvo una expresión neutral. No quería dar nada a D’Agosta que no fuera un silencio atronador. Se lo veía mayor y un poco demacrado, pero llevaba ropa nueva y la camisa bien planchada. Se hizo una pregunta tan breve como dolorosa: ¿quién lo cuidaba? Al final dijo:
—La investigación está cerrada.
—Sí, oficialmente sí, pero este amigo me contó que...
—No sé qué te han contado, y me importa un pepino. Parece mentira que te dediques a escuchar cotilleos de departamento de supuestos amigos.
—Pero Laura...
—Trátame de capitana Hayward, por favor.
Otro silencio.
—Todo esto: los asesinatos, el robo de los diamantes, el secuestro, lo orquestó Diógenes. Todo. Era su plan. Usó a la gente como un violinista que toca su instrumento. Primero cometió los asesinatos y luego se los cargó a Pendergast. Robó los diamantes, secuestró a Viola Maskelene...
—Eso ya me lo habías dicho.
—Sí, pero ahora te diré algo que no sabes, algo que nunca te había contado...
Hayward sufrió un ataque de ira que estuvo a punto de acabar con su gélido control.
—Teniente D’Agosta, no me gusta nada oír que ha seguido ocultándome información...
—No lo he dicho en ese sen...
—Sé perfectamente en qué sentido lo ha dicho.
—Pero ¡escucha! La razón del secuestro de Viola Maskelene es que ella y Pendergast... Que están enamorados, en definitiva.
—¡Por favor!
—Yo estaba delante cuando se conocieron, el año pasado en la isla de Capraia. Pendergast la entrevistó para la investigación sobre Bullard y los Stradivarius. En cuanto se vieron me di cuenta de que había algo especial. No sé cómo, pero Diógenes se enteró.
—¿Se han seguido viendo?
—No exactamente, pero Diógenes logró que viniera usando el nombre de Pendergast.
—Qué raro que ella no lo comentara cuando la interrogamos...
—Intentaba proteger a Pendergast, y a sí misma. Si llegaba a saberse que sentían algo el uno por el otro...
—Por un breve encuentro en una isla.
D’Agosta asintió.
—Exacto.
—El agente Pendergast y lady Maskelene. Enamorados.
—Sobre la fuerza de los sentimientos de Pendergast no puedo poner la mano en el fuego, pero los de Maskelene... De ellos sí estoy convencido.
—Y ¿cómo descubrió Diógenes esta conmovedora debilidad sentimental?
—Solo hay una posibilidad: en Italia, mientras velaba por el restablecimiento de Pendergast después de rescatarlo del castillo del conde Fosco. Pendergast deliraba, y es probable que dijera algo. ¿Lo entiendes? Diógenes secuestró a Viola para que Pendergast estuviera totalmente distraído cuando cometía el robo de los diamantes.
D’Agosta se quedó callado. Hayward aprovechó el silencio para respirar profundamente y hacer otro esfuerzo de control.
—Todo esto —dijo con calma— es pura novela rosa. En la vida real las cosas no ocurren así.