Read El libro de los muertos Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)
—Sí, capitana.
—¿Está el otro vigilante? Cómo se llama... Morris. Me gustaría hablar con él.
Visconti dijo algo por radio. Poco después apareció un policía al fondo de la sala en compañía del otro vigilante. El pelo de encima de la calva le colgaba a un lado como un faldón, y tenía la ropa de cualquier manera. Apestaba a alcohol de conservar.
—¿Se encuentra bien? —preguntó ella—. ¿Puede caminar?
—Creo que sí.
Su voz era aguda, entrecortada.
—¿Ha visto el ataque?
—No. Estaba... demasiado lejos y de espaldas.
—Pero debe de haber visto u oído algo en los momentos previos...
Morris hizo un esfuerzo de concentración.
—Pues... parecían gritos de animal. Y ruido de cristales rotos. Luego ha salido algo de la oscuridad...
Dejó la frase a medias.
—¿Algo? ¿No era una persona?
Los ojos de Morris se movieron de un lado a otro de las órbitas.
—Una especie de... de bulto que corría y gritaba.
Hayward se giró hacia otro de los agentes.
—Llevaos abajo al señor Morris y que lo siga interrogando el sargento detective Whittier.
—Sí, capitana.
Aparecieron dos técnicos de urgencias detrás de una montaña de cajas apiladas; en la camilla llevaban un enorme bulto que gemía.
—¿En qué estado está? —preguntó Hayward.
—Lacerado, parece que con un cuchillo tosco o una garra.
—¿Una garra?
El técnico se encogió de hombros.
—Algunos cortes son muy irregulares. Por suerte no han alcanzado ningún órgano vital. Es una de las ventajas de estar gordo. Pérdida de sangre, estado de choque... Se recuperará.
—¿Puede hablar?
—Pruebe si quiere —dijo el de urgencias—. Ya está sedado.
Hayward se inclinó. La cara mojada y bulbosa del vigilante miraba fijamente el techo. El olfato de la capitana fue agredido por un olor a alcohol, formol y pescado.
Habló suavemente.
—¿Wilson Bulke?
Los ojos del vigilante la enfocaron un poco y volvieron a apartarse.
—Me gustaría hacerle unas preguntas.
No hubo respuesta clara.
—Señor Bulke, ¿ha visto al atacante?
Los ojos giraron en las órbitas. La boca húmeda de Bulke se abrió.
—La... cara...
—¿Qué cara? ¿Cómo era?
—Retorcida... Dios mío...
Gimió y masculló algo ininteligible.
—¿Podría concretar un poco más? ¿Hombre o mujer?
Un sollozo, seguido por un movimiento fugaz de la cabeza.
—¿Uno o más de uno?
—Uno —respondió una voz ronca.
Hayward miró al técnico de urgencias, que se encogió de hombros.
Se giró e hizo señas a un detective que esperaba cerca.
—Acompáñelo al hospital. Si recupera un poco la coherencia, consiga una descripción completa del agresor. Quiero saber con qué nos enfrentamos.
—Sí, capitana.
Hayward se irguió y miró uno por uno al reducido grupo de agentes.
—Sea quien sea, o lo que sea, lo tenemos acorralado. Quiero que entremos. Ahora mismo.
—¿No deberíamos llamar a una unidad de las fuerzas especiales? —dijo Visconti.
—Tardarían horas en ponerse en marcha y llegar hasta aquí. Además tienen unos protocolos de intervención tan farragosos que lo ralentizan todo. En la cartera había sangre fresca. Existe la posibilidad de que Lipper aún esté vivo y secuestrado. —La capitana miró a su alrededor—. Quiero que me acompañen tres de ustedes: el sargento Visconti, el agente Martin y el sargento detective O’Connor.
Nadie dijo nada. Los tres policías se miraron.
—¿Ocurre algo? Somos cuatro contra uno.
Más miradas vacilantes.
Hayward suspiró.
—¡No me digáis que creéis los rumores que corren entre los vigilantes del museo! ¿De qué tenéis miedo, de que se nos eche encima una momia?
Visconti se ruborizó, y a modo de respuesta sacó su pistola para comprobarla. Los demás lo imitaron.
—Apagad las radios, los móviles, los buscas... Todo. No quiero estar a punto de sorprender al asesino y que de repente suene la
Quinta
de Beethoven por algún BlackBerry.
Todos asintieron.
Hayward sacó la fotocopia que había pedido, la de la planta del desván del museo, y la alisó sobre una caja.
—Veamos. Esta parte del ático está dividida en dieciséis salas estrechas... aquí... distribuidas en dos largas filas debajo de los tejados paralelos, con un pasadizo que las conecta al final. Imagináoslo como una U. Aparte de por la escalera solo hay una forma de escapar: por un tejado al que se sale por esta hilera de ventanas. Ya he ordenado que la vigilen. En principio las claraboyas tienen rejas, o sea, que la única manera de huir que tiene el asesino es pasar a través de nosotros. Lo tenemos acorralado.
Hizo una pausa para mirar a los agentes.
—Iremos por parejas. Observación rápida de cada sala y retirada. Avance y repliegue, avance y repliegue. Mi pareja será O’Connor. Martin, tú y Visconti quedaos media sala por detrás. Nada de lanzarse. Y os recuerdo que tenemos que actuar partiendo de la premisa, o la esperanza, de que Lipper aún esté vivo y lo tengan secuestrado. No podemos arriesgarnos a matarlo. No disparéis a matar a menos que se haya confirmado que Lipper ya está perdido. Incluso en ese caso, limitad el uso de la fuerza a lo estrictamente necesario. ¿Me explico?
Todos asintieron.
—Iré yo primero.
Como ninguno de los tres protestaba ni hacía los habituales comentarios de falsa galantería sobre que era un trabajo de hombres, Hayward lo interpretó como que por fin la policía aceptaba a las mujeres. A menos que callaran por miedo.
Atravesaron cautelosamente la escena del crimen, con Hayward en cabeza y O’Connor justo detrás. El suelo estaba manchado de sangre. Había una estantería de tarros de especímenes por el suelo, con charcos apestosos de alcohol donde flotaban trozos de cristal y restos podridos de anguilas. Entraron en la siguiente sala del desván, tras pasar junto al vigilante apostado al fondo de la escena del crimen. Ahí no llegaban con tanta fuerza las luces distribuidas temporalmente alrededor de la escena del crimen, por lo que la sala estaba en penumbra.
Hayward y O’Connor se apostaron a ambos lados de la puerta. La capitana se asomó rápidamente, volvió a esconder la cabeza, hizo una señal a O’Connor y entró.
Nada. Solo había más estanterías por el suelo, sembrado de cristales, y olía tanto a alcohol que casi no se podía respirar. Por lo visto aquellos tarros habían contenido pequeños roedores. También había un fajo de papeles tirado por el suelo, así como diversos objetos almacenados que alguien había arrojado sin ton ni son. A Hayward le recordó el informe preliminar de la autopsia de DeMeo: el asesino había hurgado al azar en sus órganos internos, arrancando y sacando cosas con una especie de violencia demente y desorganizada. Un nauseabundo tipo de vandalismo.
Se acercó con sigilo a la siguiente puerta, y cuando vio que todos estaban en sus posiciones se asomó para hacer un reconocimiento visual. Otra sala completamente patas arriba, como la anterior. Una de las claraboyas sucias estaba rota, pero con la reja intacta. Por ahí no había escapado nadie.
De repente se quedó muy quieta y a la escucha. Un eco muy tenue salía de la oscuridad del fondo del desván.
—¡Chis! —susurró—. ¿Lo habéis oído?
Era un ruido muy raro, como alguien que cojeara y tropezara; una especie de fricción seguida por un golpe inquietante. Chis... ¡pum! Chis... ¡pum!
Entró en la siguiente sala. La oscuridad ya era casi total. Sacó la linterna para iluminar los rincones oscuros. La sala contenía miles de caras de yeso, máscaras mortuorias, que los observaban desde cada palmo de pared. Algunas mostraban indicios de un deterioro reciente. Alguien, que podía ser el asesino, las había acuchillado y les había sacado los ojos, dejando manchas de sangre en todas partes.
En la siguiente sala las luces estaban apagadas. Agazapada junto al marco de la puerta, Hayward hizo señales a sus hombres de que no se movieran.
Se inclinó, escuchando atentamente. Ya no se oía el ruido de antes. El asesino estaba a la espera, oído avizor. Hayward intuyó, más que saberlo, que estaba cerca, muy cerca.
Sintió que aumentaba el grado de tensión de su pequeño grupo. Más valía seguir. Cuanto menos pensaran mejor.
Se asomó rápidamente para hacer un barrido con la linterna. Había algo agazapado en el centro de la siguiente sala, algo desnudo, bestial, sangriento... pero decididamente humano, y de una sorprendente menudez y delgadez.
Tras avisar a los demás por señas, levantó un dedo y lo giró despacio hacia la puerta: un sospechoso en la sala de al lado.
Cuando ya estaban preparados, dijo con voz nítida y firme:
—Policía. No se mueva. Estamos armados y lo tenemos rodeado. Acerqúese a la puerta con las manos levantadas.
Oyó como si algo se arrastrara; golpes parecidos a los que haría un animal de cuatro patas.
—¡Está corriendo!
La capitana cruzó la puerta con la pistola en la mano, justo a tiempo para ver que algo oscuro se escabullía por la oscuridad de la sala del fondo. Después se oyó un estrépito descomunal.
—¡Vamos!
Corrió hasta el fondo de la sala. Al llegar a la puerta hizo una pausa y echó un rápido vistazo con la linterna. No se veía ni rastro del extraño personaje, pero sobraban rincones para esconderse.
—¡Otra vez!
Se lanzaron hacia la siguiente habitación, donde se desplegaron rápidamente y se pusieron a cubierto.
La sala, mayor que todas las anteriores, estaba llena de estanterías metálicas grises recubiertas de tarros. Cada tarro contenía un solo ojo de mirada fija, un ojo del tamaño de un melón Cantaloupe cuyas raíces oscilaban como tentáculos. Alguien había tirado al suelo una fila de tarros. Los globos oculares se habían reventado en el suelo y derramaban gelatina entre cristales y alcohol.
Un rápido registro demostró que la sala estaba vacía. Hayward reunió a sus hombres.
—Lo estamos arrinconando despacio pero con seguridad —dijo—. Acordaos de que la gente se vuelve más peligrosa cuando más acorralada está, como los animales.
Gestos de asentimiento generalizados.
Hayward miró a su alrededor.
—Esto parece una colección de ojos de ballena.
Risas nerviosas para tranquilizarse.
—Bien, vamos, sala por sala. No hay prisa.
Se arrimó al borde de la puerta siguiente, escuchó, sacó la cabeza y enfocó la linterna. Nada.
De repente, cuando entraban en la sala, Hayward oyó un grito atroz que salía de la puerta del fondo, seguido por un estruendo de cristales y el ruido de un líquido vertiéndose. Los hombres saltaron como si les hubieran pegado un tiro. Llegó una ráfaga de olor de alcohol etílico.
—Esto es inflamable —dijo Hayward—. Si tiene una cerilla, preparaos para correr.
Avanzó iluminando la sala del fondo.
—¡Ya lo veo! —exclamó O’Connor.
Chis... ¡pum! Primero se oyó un chillido como de un alma en pena. Luego una oscura silueta, que se movía de lado pero con una determinación aterradora, se les echó encima con la mano en alto y empuñando un cuchillo gris de pedernal. Hayward se apartó justo cuando aquel ser cruzaba el umbral. El cuchillo cortó el aire.
—¡Policía! —exclamó—. ¡Suelte el arma!
La silueta, sin embargo, no le hizo el menor caso y siguió abalanzándose como un cangrejo hacia los hombres, dando constantes puñaladas al aire.
—¡No disparéis! —gritó la capitana—. ¡Echadle spray!
Esquivó a la silueta y la hizo correr en redondo, mientras los otros tres policías se acercaban por los lados enfundando las pistolas y sacando las porras y el spray. Visconti dio un salto hacia delante y roció a la figura, que aulló como un demonio y se giró en redondo agitando ciegamente su cuchillo de piedra. En una ágil intervención, Hayward le dio una patada con todas sus fuerzas en la parte interior de una pierna, tirándolo al suelo. La segunda patada hizo que el cuchillo saliera disparado por el suelo.
—¡Esposadlo!
Visconti, sin embargo, ya había entrado en acción. Primero cerró las esposas alrededor de una muñeca. Luego, con la ayuda de O’Connor, pegó al suelo el otro brazo y también lo esposó.
La silueta gritaba y corcoveaba con furia.
—¡Los tobillos!—ordenó Hayward.
Un minuto más tarde el asesino estaba boca abajo, inmovilizado a la fuerza, pero retorciéndose y pegando tales alaridos que su voz cortaba el aire como un escalpelo.
—Que suban los de urgencias —dijo Hayward—. Necesitamos un sedante.
La mayoría de los sospechosos se calmaban cuando tenían esposados los brazos y las piernas y se les impedía levantarse. Aquel no. Siguió retorciéndose, pegando gritos, girándose y dando patadas. A pesar de lo menudo que era, Hayward y los policías tuvieron dificultades para no soltarlo.
—Debe de haber tomado polvo de ángel —dijo uno de los agentes.
—Nunca he visto que el polvo de ángel tenga este efecto.
Al cabo de un minuto llegó un técnico de urgencias y clavó una jeringuilla en una de sus nalgas; no tardó mucho en calmarse. Hayward se levantó, quitándose el polvo.
—¡Joder! —dijo O’Connor—. Parece que se haya duchado con sangre.
—Sí, y con el calor se ha agriado. Apesta.
—Y encima va desnudo, el muy cabrón.
Hayward se apartó. El asesino, que aún estaba boca abajo, con la cara apretada contra el suelo por Visconti, lloriqueaba y se agitaba en un vano esfuerzo por combatir los efectos del sedante.
La capitana se agachó.
—¿Dónde está Lipper? —le preguntó—. ¿Qué le has hecho?
Más lloriqueos.
—Giradlo. Quiero verle la cara.
Visconti obedeció. El asesino tenía una capa de sangre y visceras secas por toda la cara y el pelo. Hacía muecas raras y tenía tics que agitaban todas sus facciones.
—Limpiadlo.
El técnico de urgencias abrió un paquete de gasas estériles y le limpió la cara.
—Santo Dios... —dijo Visconti sin querer.
Hayward se limitó a mirar fijamente. Casi no daba crédito a sus ojos.
El asesino era Jay Lipper.
Spencer Coffey se acomodó en una silla del despacho del director, toqueteando impacientemente la raya de sus pantalones. Imhof estaba al otro lado de la mesa con el mismo aspecto que en la primera reunión: sereno, pulcro y con el pelo castaño claro peinado con secador en forma de casco. Aun así, Coffey se fijó en su mirada incómoda, quizá a la defensiva. El agente especial Rabiner se quedó de pie, apoyado en la pared con los brazos cruzados.