El libro de los muertos (19 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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La abrió. El primer documento era una carta manuscrita con un membrete rojo y dorado en relieve. Era del bey de Bolbassa, sin duda el mismo personaje a quien se referían los artículos de prensa que había visto con anterioridad. El texto reiteraba que la tumba estaba maldita, una estratagema muy burda para conseguir su devolución a Egipto.

Consultó los siguientes documentos. Eran informes de la policía, largos informes en letra muy bonita —la estándar del país durante aquella época— firmados por un tal sargento Gerald O’Bannion. Después de una lectura atenta pasó al montón de papeles de debajo: informes y cartas a funcionarios del ayuntamiento y de la policía que testimoniaban un esfuerzo, al parecer coronado por el éxito, por silenciar la realidad descrita en los informes de la policía, y así esconderlos a la prensa. Nora ojeó los documentos, fascinada por lo que contaban. Por fin entendía el ansia del museo por clausurar la tumba.

Un ruido la sobresaltó. Era el anuncio de que se estaba abriendo la puerta de la cámara. Al girarse vio a Adrian Wicherly apoyado en la jamba de metal, estilizado, pulcro, sonriente.

—Hola, Nora.

—¿Qué tal?

Se irguió estirando un poco el traje y ajustándose el nudo Windsor de la corbata, que ya estaba perfecto.

—¿Ya has firmado?


Je suis en regle
—dijo él con una risita al acercarse e inclinarse hacia Nora, que detectó un olor de aftershave caro y un aliento de dientes cepillados—. ¿Qué, qué has encontrado?

La archivera se asomó.

—¿Preparados para que los encierre?

—Eso, eso, enciérrenos.

Wicherly guiñó el ojo a Nora.

—¿Por qué no te sientas, Adrian? —dijo ella con frialdad.

—Con mucho gusto.

Wicherly acercó una vieja silla de madera a la mesa, quitó el polvo del asiento con un pañuelo de seda y se sentó.

—¿Qué, algún esqueleto en el armario? —preguntó, inclinándose.

—Bastantes.

Estaba demasiado cerca. Nora se apartó lo más sutilmente que pudo. Al principio, Wicherly había dado la impresión de ser un dechado de exquisitez, pero desde hacía unos días sus guiños melosos y sus caricias con las puntas de los dedos indicaban mayor obediencia al dictado de las glándulas de lo que había sospechado en un inicio. Aun así, se habían mantenido en una estricta profesionalidad, y Nora tenía la esperanza de que siguieran de ese modo.

—Cuenta, cuenta.

—Aún no lo sé todo, porque acabo de leer los documentos por encima, pero te lo resumo. El 3 de marzo de 1933 por la mañana los vigilantes que se disponían a abrir la tumba se dieron cuenta de que alguien había forzado la entrada. Había muchas piezas destrozadas y faltaba la momia. La encontraron en una de las salas de al lado, muy mutilada. Al mirar el sarcófago encontraron otro cuerpo. Resultó ser un cadáver reciente.

—¡Increíble! Igual que el hombre ese... ¿Cómo se llamaba? DeMeo.

—Más o menos, aunque el parecido termina ahí. El cadáver era de Julia Cavendish, una mujer muy rica, miembro de la alta sociedad de Nueva York. Resulta que era nieta de William C. Spragg.

—¿Spragg?

—El hombre que compró la tumba al último barón Rattray y la hizo enviar al museo.

—Ajá.

—Cavendish era mecenas del museo. Parece que tenía bastante fama de... bueno, de vividora, por decirlo de algún modo.

—¿En qué sentido?

—Iba a los bares en busca de hombres jóvenes de clase obrera. Estibadores, gente del puerto...

—¿Para qué los quería? —preguntó Wicherly con cara de picarón.

—Utiliza tu imaginación, Adrian —dijo ella secamente—. El caso es que el cadáver apareció mutilado, pero la prensa no dio más detalles.

—Supongo que era escandaloso para los años treinta.

—Sí. La familia y el museo quisieron encubrirlo a toda costa, cada cual por sus motivos, y parece que no les salió mal.

—Supongo que la prensa de esa época se prestaba más que la de ahora, que lo único que quiere es carnaza.

Nora se preguntó si Wicherly sabía que su marido era periodista.

—En definitiva, mientras aún estaba en marcha la investigación del asesinato de Cavendish se repitió la historia. Esta vez el cadáver mutilado era de Mongomery Bolt, que al parecer era un descendiente colateral de John Jacob Astor; una especie de mantenido, de oveja negra de la familia. A esas alturas ya había vigilancia nocturna en la tumba, pero antes de echar el cadáver de Bolt al sarcófago el asesino dejó inconsciente al guardia. El cadáver tenía una nota encima. En esta carpeta hay una copia.

Nora sacó una hoja amarillenta con el Ojo de Horus y varios jeroglíficos. Wicherly la miró, pensativo.

—«La Maldición de Ammut cae sobre todos los que entran» —recitó—. Esto lo escribió un ignorante. Apenas sabía los jeroglíficos. Ni siquiera están correctamente dibujados. Es una falsificación malísima.

—Sí, se dieron cuenta enseguida. —Nora sacó algunos papeles más—. Mira, el informe de la policía sobre el asesinato.

—Esto se pone interesante.

Wicherly hizo un guiño y acercó un poco la silla.

—La policía se fijó en la relación familiar con John Jacob Astor, que había ayudado a financiar la instalación de la tumba de Senef, y empezó a plantearse la posibilidad de que alguien estuviera vengándose de los responsables de su traslado al museo. Lógicamente sospecharon del bey de Bolbassa.

—El que decía que la tumba estaba maldita.

—Exacto. Ya había indispuesto a los periódicos contra el museo. La verdad es que ni siquiera era bey, aunque tampoco sé qué es... Aquí hay un informe sobre su trayectoria.

Wicherly lo cogió y arrugó la nariz.

—Un vendedor de alfombras enriquecido.

—Esta vez el museo también logró evitar cualquier publicidad con la ayuda de la familia Astor. Lo que ya era imparable eran los rumores dentro del propio museo. Posteriormente las autoridades dictaminaron que el bey de Bolbassa había vuelto a Egipto justo antes de los asesinatos, aunque sospechaban que tenía esbirros en Nueva York. En todo caso, si los tenía eran muy listos y no se dejaron pillar. Y cuando se produjo el tercer asesinato...

—¿Otro?

—Esta vez fue una vieja que vivía en el barrio. Tardaron un poco en establecer la conexión. Resulta que era descendiente lejana de Cahors, el descubridor de la tumba. Para entonces el museo ya era un hervidero de rumores, que habían empezado a extenderse por el exterior. El museo atrajo a espiritistas, médiums, tarotistas y pirados en general. Los neoyorquinos, por su parte, tenían muchas ganas de creer que había una maldición sobre la tumba.

—Credulidad de tontos.

—Puede ser. El caso es que el museo casi se quedó sin visitantes. Como las investigaciones de la policía estaban en punto muerto, el museo decidió tomar medidas preventivas y aprovechó la construcción del túnel peatonal de la estación de la calle Ochenta y uno para clausurar la tumba y tapiarla. Ya no hubo más asesinatos, los rumores se fueron apagando y la tumba de Senef cayó prácticamente en el olvido.

—¿Y las investigaciones?

—No llegaron a ninguna parte. La policía estaba convencida de que el instigador era el bey, pero no encontró pruebas.

Wicherly se levantó de la silla.

—Menuda historia, Nora...

—Ni que lo digas.

—¿Cómo piensas usarla?

—Por un lado podría ser interesante como nota al pie cuando la prensa publique la historia de la tumba, pero me temo que el museo no tendrá muchas ganas de darle publicidad, y personalmente tampoco sé si me apetece mucho. Preferiría concentrarme en el aspecto arqueológico, en que la gente aprenda cosas del antiguo Egipto.

—Estoy de acuerdo, Nora.

—Hay otra razón, quizá más importante. Este asesinato que ha habido en el museo... Se parece un poco a los anteriores. La gente empezaría a hablar y correrían rumores.

—Ya han empezado a correr.

—Sí, ya los he oído... En fin, que no nos interesa que nada pueda estropear la inauguración.

—En eso tienes toda la razón.

—Perfecto, entonces le escribiré un informe a Menzies diciendo que nosotros no vemos que tenga ninguna relevancia y que no conviene divulgarlo. —Nora cerró la carpeta—. Asunto zanjado.

Se quedaron callados. Wicherly, que se había levantado de la silla, volvió a acercarse a Nora por la espalda para observar el contenido de la carpeta, esparcido por la mesa. Cogió un papel, se quedó mirándolo y lo dejó. Nora se puso tensa al sentir su mano en el hombro.

Poco después sintió sus labios en la nuca. Fue una caricia de mariposa que apenas rozó su piel.

Se levantó de golpe y se giró. Wicherly estaba muy cerca, con un brillo en sus ojos azules.

—Perdona por el susto. —Sonrió, enseñando su dentadura de porcelana—. No he podido evitarlo. Te encuentro irresistiblemente atractiva, Nora.

Persistió en su sonrisa, que irradiaba encanto y confianza; era elegante y más guapo de lo que tenían derecho a ser los hombres.

—Estoy casada, por si no te has dado cuenta —dijo ella.

—Pues nada, lo pasamos fenomenal sin que se entere nadie.

—Me enteraría yo.

Wicherly sonrió y le puso en el hombro una mano de seda.

—Quiero hacer el amor contigo, Nora.

Ella respiró hondo.

—Mira, Adrian, eres un hombre encantador e inteligente. Estoy segura de que hay muchas mujeres que desearían hacer el amor contigo.

Su sonrisa se hizo más amplia.

—Pero no es mi caso.

—Pero Nora, guapísima...

—¿Aún no he sido bastante clara? No me interesa en absoluto hacer el amor contigo, Adrian. Aunque fuera soltera.

Wicherly se quedó atónito; su cara reflejaba el esfuerzo por asimilar un revés tan brusco en sus expectativas.

—No quiero ofenderte. Solo quiero evitar ambigüedades, ya que no parece que las anteriores tentativas por expresar mi falta de interés hayan llegado a su destinatario. Por favor, no me obligues a ser más hiriente de lo necesario.

Nora vio que se quedaba pálido, sin sangre en la cara. Por un momento su compostura se desvaneció y quedó a la vista lo que ya había empezado a sospechar: que era un niño mimado, agraciado por un buen aspecto físico y notable inteligencia, que había acabado convenciéndose de que tenía que conseguir todo lo que quería.

Wicherly empezó a balbucear algo que podía querer ser una disculpa. Nora suavizó su tono.

—Oye, Adrian, lo olvidamos y punto, ¿vale? No ha pasado. No volveremos a hablar de ello.

—Claro, claro. Es todo un gesto. Gracias, Nora.

Ahora se había sonrojado de vergüenza. Al ver su ánimo por los suelos Nora no tuvo más remedio que compadecerse. Se preguntó si era la primera mujer que lo rechazaba.

—Tengo que escribir un informe para Menzies —dijo lo más suave y alegremente que pudo—. Creo que a ti te convendría un poco de aire fresco. ¿Por qué no das una vuelta por el museo?

—Sí, muy buena idea. Gracias.

—Hasta dentro de un rato.

—Sí.

Y con la rigidez de una máquina Wicherly se acercó al interfono y pulsó el botón para que lo dejasen salir. Cuando se abrió la puerta de la cámara, se fue sin decir nada. Nora volvió a quedarse sola, con la calma necesaria para tomar notas y redactar su informe.

Veinticinco

D’Agosta giró el volante de la furgoneta de reparto de carne y pisó un poco el freno a la salida del bosque. Frente a él se erguía Herkmoor; un gran racimo de luces de sodio bañaba de un irreal color topacio el laberinto de muros, torres y pabellones. Siguió frenando al acercarse a la primera verja, junto a una serie de carteles que avisaban a los conductores de que tuviesen preparada la documentación y de que se les sometería a un registro. A continuación había una lista de artículos prohibidos tan larga que ocupaba dos carteles, desde fuegos artificiales a heroína.

Respiró hondo, intentando aplacar su nerviosismo. No era la primera vez que entraba en una cárcel, por supuesto, pero hasta entonces siempre lo había hecho por motivos oficiales. Entrar así, con una furgoneta, por asuntos que no tenían absolutamente nada de oficiales, era jugársela. Jugársela de verdad.

Se paró en la primera verja de tela metálica. Un vigilante salió de una garita y se acercó despacio con un portapapeles.

—Esta noche llegas muy temprano —dijo.

D’Agosta se encogió de hombros.

—Es que es la primera vez que vengo, y he salido temprano por si me perdía.

El vigilante gruñó e introdujo la tabla por la ventanilla. D’Agosta puso los documentos debajo de la pinza y se la devolvió. El vigilante los hojeó con la punta de un bolígrafo, asintiendo con la cabeza.

—¿Sabes cómo funciona?

—La verdad es que no —contestó D’Agosta sin mentir.

—Esto te lo devolverán a la salida. Enseña la identificación en el siguiente puesto de control.

—Vale.

La verja se abrió sobre sus ruedas, traqueteando.

D’Agosta quitó el freno; podía oír los latidos de su corazón. Según Glinn todo estaba planeado al milímetro, y había que reconocer que había sido muy fácil conseguir trabajo en la empresa cárnica con un nombre falso y lograr que le asignaran aquella ruta, pero en realidad las reacciones de la gente eran imprevisibles. En eso el desacuerdo entre D’Agosta y Glinn era total. Aquella aventura podía torcerse en menos que cantaba un gallo.

Condujo hasta la segunda puerta. También esta vez salió un vigilante.

—¿Identificación?

D’Agosta le tendió el falso carnet de conducir y la falsa autorización. El vigilante los revisó.

—¿Nuevo?

—Sí.

—¿Te orientas?

—Bueno, si puedes recordármelo...

—Primero todo recto y luego a la derecha. Cuando veas la zona de descarga, entra de culo por la primera puerta.

—Vale.

—Puedes bajar para controlar cómo descargan. Lo que no puedes es tocar la mercancía o ayudar al personal de la cárcel. Nunca te apartes del vehículo. Cuando ya no quede nada para descargar, te vas. ¿Lo has entendido?

—Perfectamente.

El vigilante dijo unas palabras por una radio. La última verja de tela metálica se abrió hacia arriba.

Al cruzarla con la camioneta y girar a la derecha, D’Agosta metió la mano en el bolsillo de su chaqueta y sacó una pinta de bourbon Rebel Yell. Desenroscó el tapón, bebió un poco y se lo pasó por toda la boca antes de tragárselo. Sintió el ardor del líquido en el esófago y en la barriga. Después de rociarse la chaqueta por si acaso, se guardó la botella en el bolsillo.

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