El libro de los muertos (28 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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Al llegar a la primera puerta se paró casi sin querer. El Ojo de Horus, y los jeroglíficos de debajo, atrajeron su mirada. «Que Ammut devore el corazón de quien cruce este umbral.» Una maldición muy habitual. Ya había penetrado sin pestañear en cien tumbas con la misma amenaza u otra parecida. En cambio el Ammut de la pared del fondo era más horrible de lo acostumbrado, y qué decir de la historia de la tumba, tan extraña y oscura, o de lo ocurrido a Lipper...

Los antiguos egipcios creían en los poderes mágicos de los conjuros e imágenes inscritos en los muros de las tumbas, sobre todo en el Libro de los muertos; no eran simples adornos, sino algo cuyo poder sobrepasaba a los vivos. Después de tanto tiempo estudiando Egipto, de aprender a leer con total fluidez los jeroglíficos y de sumergirse en sus antiguas creencias, Wicherly también se lo creía un poco. Naturalmente que eran tonterías, pero en cierto modo las comprendía y casi le parecían reales.

Sacudió la cabeza y siguió caminando con una risa forzada. Estaba permitiendo que su propia erudición y los absurdos chismorreos que circulaban por el museo le metieran el miedo en el cuerpo. A fin de cuentas no se trataba de una tumba perdida en el desierto del Alto Nilo. Encima de Wicherly había una de las mayores y más modernas ciudades del mundo. En ese momento, sin ir más lejos, oía el rumor sordo y lejano del metro nocturno. Le molestó. A pesar de sus esfuerzos no habían podido aislar del todo el ruido de la estación de Central Park West.

Cruzó el pozo, y al ver la apretada inscripción del Libro de los muertos no tuvo más remedio que fijarse en el extraño texto al que tan poca importancia había concedido durante su primera visita:

"El lugar que está sellado. Aquel que yació en el espacio cerrado ha renacido por virtud del alma-Ba que en él está; aquel que caminó en el espacio cerrado ha sido desposeído por el alma-Ba. Por el Ojo de Horus se me libera o condena, oh gran dios Osiris".

Como tantas inscripciones del Libro de los muertos, era prácticamente impenetrable, pero al leerla por segunda vez se le encendió una lucecita de comprensión. Las gentes de la Antigüedad creían que el hombre tenía cinco almas distintas. El alma-Ba era el poder y la personalidad inefables asociados a cada ser humano. Esta alma iba y venía entre la tumba y el mundo subterráneo, y era el medio que permitía al difunto mantenerse en contacto con el segundo. Ahora bien, si el alma-Ba no se reunía cada noche con el cadáver momificado el difunto volvía a morir; esta vez definitivamente.

El pasaje, por lo que a Wicherly le pareció, daba a entender que quienes invadiesen el lugar que estaba sellado —la tumba— serían privados de su alma-Ba, y por consiguiente malditos por el Ojo de Horus. En el antiguo Egipto se consideraba que los locos habían perdido su alma-Ba. En resumidas cuentas, quien profanase la tumba se volvería loco.

Tuvo un escalofrío. ¿No era lo que acababa de ocurrirle al pobre Lipper?

De repente se le escapó una carcajada cuyo eco rebotó desagradablemente por el espacio cerrado de la tumba. ¿Qué le pasaba? Se estaba volviendo más supersticioso que un maldito irlandés. Sacudió la cabeza, esta vez con más fuerza, y se adentró en la tumba. Tenía trabajo. Él doctor Menzies le había hecho un encargo muy especial.

Treinta y cinco

Nora abrió con llave la puerta de su despacho, dejó sobre la mesa el ordenador portátil y el correo y se quitó el abrigo con un encogimiento de hombros, para dejarlo en el perchero. Era una mañana fría de finales de marzo. La luz amarilla que entraba por la ventana creaba una barra de luz casi horizontal que se deslizaba por los lomos de los libros de la estantería de la pared del fondo, llena hasta el último resquicio.

Cuatro días para la inauguración, pensó satisfecha. Luego podría volver a sus fragmentos de cerámica, y a su marido Bill. Desde que se quedaba tantas horas en el museo hacían tan poco el amor que ahora Bill ni siquiera se quejaba. Cuatro días. Había sido un largo esfuerzo, lleno de tensiones y extraño incluso para un museo, pero estaba a punto de terminar. En cuanto a la gran gala, quizá incluso sería divertida. Por un lado estaría Bill, un gran aficionado a las comilonas. Por el otro el museo, que, a pesar de todas sus limitaciones, tenía mucha experiencia organizando fiestas.

Se sentó a la mesa y empezó a abrir las cartas. Justo entonces llamaron a la puerta.

—Adelante —dijo, extrañada de que hubiera alguien tan temprano, ya que ni siquiera eran las ocho.

En el marco de la puerta apareció la figura paternal de Menzies, ceñudo y con una mirada de preocupación en sus ojos azules.

—¿Se puede? —preguntó, señalando con un gesto la silla para las visitas.

—Por favor.

Entró, se sentó con las piernas cruzadas y se estiró la raya de los pantalones de espiga.

—¿Has visto a Adrian?

—No, pero es muy temprano. Lo más probable es que aún no haya llegado.

—Precisamente por eso, porque sí ha llegado. A las tres de la madrugada. Según el registro electrónico de seguridad, después de pasar por el control se ha metido en la tumba y ha salido a las tres y media, dejándolo todo bien cerrado. Lo raro es que no se ha ido del museo. No ha vuelto a pasar por el control. Los de seguridad dicen que aún está aquí dentro, pero no lo encuentro ni en su despacho ni en el laboratorio. No está en ninguna parte. Pensaba que a ti quizá te hubiera dicho algo.

—No, nada. ¿Sabe por qué ha venido a las tres?

—Es posible que quisiera empezar pronto. Ya sabes que a las nueve tenemos que empezar a trasladar las últimas piezas. He movilizado a todo el mundo: a los carpinteros, al departamento de exposiciones y al equipo de conservación, pero me falta Adrian. No me entra en la cabeza que haya podido desaparecer.

—Ya se presentará. De momento nunca ha fallado.

—Eso espero.

Al mirar hacia arriba, Nora se pegó un susto. Wicherly la estaba observando desde la puerta.

El propio Menzies pareció sorprendido, antes de reaccionar con una sonrisa de alivio.

—¡Ah, estás aquí! Estaba empezando a preocuparme.

—Por mí no se preocupe.

Menzies se levantó.

—Bueno, pues no he dicho nada. Adrian, me gustaría que habláramos en mi despacho sobre la colocación de las piezas. Nos espera un día muy largo.

—¿Te importa que hable primero con Nora? Ahora mismo voy a verte.

—Perfecto.

Menzies se fue, cerrando la puerta.

Wicherly se sentó sin previa invitación en el sillón de orejas que acababa de dejar libre Menzies. Nora tuvo una punzada de irritación. Esperaba que no repitiera el estúpido comportamiento del otro día.

Las siguientes palabras de Wicherly estaban llenas de sarcasmo.

—¿Qué ocurre, tienes miedo de que intente meterte algo en las bragas?

—Adrian, no es el momento. Hoy tengo mucho trabajo. Tú también. Déjalo.

—Ni hablar. Con lo fatal que te portaste...

—¿Yo? —Nora respiró profundamente. No era el momento de enzarzarse en discusiones—. Ahí tienes la puerta, por favor.

—Solo cuando hayamos zanjado este asunto.

Tras mirar más atentamente a Wicherly, Nora empezó a alarmarse. Hasta entonces no se había fijado en su cara de cansancio; parecía al límite de sus fuerzas. Tenía la cara pálida, le habían salido bolsas grises debajo de los ojos azules y llevaba el pelo húmedo y despeinado, pero lo más sorprendente eran las arrugas y el aspecto un poco sucio de su traje y su corbata, que hasta entonces siempre habían sido inmaculados. Tenía gotas de sudor en la frente.

—¿Te encuentras bien?

—¡Perfectamente!

En el mismo momento de decirlo sufrió una brusca contractura en un lado de la cara, que se le crispó en una mueca grotesca.

—Francamente, Adrian, creo que necesitas descansar. Has trabajado demasiado.

Nora mantuvo un tono sereno, En cuanto Wicherly se fuera llamaría a Menzies para proponerle que le diera el día libre. Aunque necesitaran tanto sus conocimientos —de los que ya había dado pruebas más que sobradas, por muy detestable que fuera su comportamiento— no podían permitirse una crisis nerviosa justo antes de la inauguración.

La cara de Wicherly sufrió una nueva y espantosa contracción muscular que convirtió sus facciones de hombre guapo en una mueca pasajera, ya que al cabo de un segundo volvió a ser el de siempre.

—¿Por qué me lo preguntas, Nora? ¿No me ves bien?

Su voz había subido de volumen. Nora observó que sus dedos se aferraban tanto al brazo del sillón que se le clavaban las uñas en la tela.

Se levantó.

—La verdad, con lo que has trabajado creo que mereces un día libre.

Decidió no consultárselo a Menzies. Lo mandaría ella misma a casa, por algo era la comisaria de la exposición. Wicherly no estaba en condiciones de supervisar el traslado de unas piezas cuyo valor ascendía a varios millones de dólares.

Otra mueca espeluznante.

—Aún no has contestado mi pregunta.

—Lo que ocurre es que estás agotado. Te doy el día libre. No es opcional, Adrian. Quiero que te vayas a casa a descansar un poco.

—¿Que no es opcional? ¿Desde cuándo eres mi jefa?

—Desde el día que llegaste. Vamos, vete a casa, por favor. No me obligues a llamar a seguridad.

—¿Seguridad? ¡Si son de chiste!

—Haz el favor de abandonar mi despacho.

Nora acercó la mano al teléfono.

Al segundo siguiente Wicherly estaba de pie, abalanzándose hacia el aparato. Lo tiró de la mesa, pisoteó la base, arrancó el cable de detrás y lo arrojó al suelo.

Nora se quedó de piedra. Algo terrible le pasaba a Wicherly, algo que ella nunca había visto.

—Oye, Adrian —dijo con calma—, ¿y si nos tranquilizamos?

Se puso de pie y empezó a rodear despacio el escritorio.

—¡Furcia barata! —dijo él roncamente, en tono de amenaza.

Nora vio que habían empezado a temblarle los dedos. Con cada contracción los cerraba un poco más, hasta que quedaron reducidos a un puño que se agitaba espasmódicamente. La violencia que estaba acumulándose alrededor de Wicherly casi se podía palpar. Nora salió de detrás de la mesa, lenta pero decididamente.

—Me voy —dijo con toda la firmeza que pudo, al mismo tiempo que se preparaba para una pelea. Si Wicherly se le echaba encima, lo atacaría directamente a los ojos.

—¡Y una puta mierda!

Wicherly le cortó el paso, a la vez que giraba la llave de la puerta de espaldas, con una mano.

—¡Apártate ahora mismo!

Se quedó donde estaba, con los ojos inyectados en sangre y unas pupilas como perdigones negros. Nora reprimió un ataque de pánico. ¿Qué era lo más eficaz? ¿Persuasión y calma u órdenes severas? Wicherly olía a sudor, un sudor acre como la orina. Su cara se había vuelto a crispar tras diversos tirones espasmódicos, y abría y cerraba continuamente la mano derecha. Su aspecto era el de alguien poseído por alguna fuerza demoníaca.

—Adrian, no pasa nada —dijo ella, deslizando una nota tranquilizadora en el temblor de su voz—. Necesitas ayuda. Deja que llame a un médico.

Más convulsiones y un abultamiento de los músculos del cuello.

—Creo que estás teniendo un ataque —dijo Nora—. ¿Me entiendes, Adrian? Necesitas un médico ahora mismo. Déjame ayudarte, por favor.

Wicherly quiso decir algo, pero solo emitió un balbuceo y un hilo de saliva se quedó colgando de su barbilla.

—Adrian, voy a salir para avisar a un médico.

La mano derecha de Wicherly salió despedida como un proyectil y se estampó con fuerza en la parte derecha de la cara de Nora, pero ella tenía los músculos tensos, justamente en previsión de algún ataque, y consiguió parar casi toda la fuerza del golpe. Tropezó hacia atrás.

—¡Auxilio! ¡Guardias! ¡Que llamen a los guardias!

—¡Cállate, zorra!

Wicherly se acercó arrastrando una pierna y le dio otro puñetazo con todas sus fuerzas. Nora chocó con un lado de la mesa y perdió el equilibrio. Wicherly se le echó encima inmediatamente, tirando al suelo el ordenador portátil.

—¡Auxilio! ¡Me están atacando!

Nora puso rígidos los dedos y se los quiso clavar en los ojos, pero él desvió el golpe y le dio un puñetazo en un lado de la cabeza, mientras cogía su blusa con la otra mano y hacía saltar los botones del cuello.

Nora volvió a gritar. Intentó soltarse, pero la mano libre de Wicherly se encajó en su nuca con una fuerza extraordinaria, ahogando cualquier sonido. Pataleó para encontrar algún apoyadero, pero Wicherly trabó sus piernas con las suyas.

—Crees que eres la jefa, ¿eh?

Entre golpes y ciegos arañazos, Nora contrajo vanamente el diafragma para aspirar un aire que no quería entrar. La presión de Wicherly era tan fuerte que tuvo miedo de que le aplastara la laringe. Como había cortado el flujo de la sangre hacia el cerebro, sintió que se le iban las fuerzas como el agua por una manguera rota. De golpe sus ojos se llenaron con un millón de estrellas que estallaban. Una mancha de oscuridad empezó a nublar los bordes de su campo visual, como cuando se vierte tinta en el agua.

—¿Qué, zorra, te gusta?

Oyó un ruido de fondo, como si estuviera muy lejos; martillazos, astillas que saltaban, y de pronto, en el límite de su conciencia, la sensación de que los puños de hierro de Wicherly se apartaban, soltándola. En su mar de penumbra la sobresaltaron unos gritos, y una detonación de una intensidad salvaje.

Se giró, tosiendo violentamente, con una mano en su nuca amoratada. De repente se encontró en brazos de Menzies, que pedía un médico. Estaba tan confusa... Detrás de la mesa había mucho movimiento. Un grupo de guardias dando gritos... De repente vio que por el suelo se extendía un río de sangre. ¿Qué había pasado?

—¡No he tenido más remedio! ¡Quería clavarme un cuchillo! —dijo una voz desesperada, que penetró despacio en la conciencia recién recuperada de Nora.

—¡... un abrecartas, idiota!

—¡... un médico! ¡Deprisa!

—... ha intentado estrangularla...

Y así, en una incesante cacofonía de voces tensadas por el pánico, entre fragmentos de frases que se le clavaban en la cabeza, Nora empezó a recuperar la orientación. Tosió intentando no acordarse ni pensar, mientras Menzies la sentaba cuidadosamente en el sillón de orejas sin dejar de susurrarle:

—Tranquila, querida, no ha pasado nada. Ya viene el médico. No, no mires... Cierra los ojos y no pasará nada... Tú no mires, no mires...

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