El libro de los muertos (32 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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Viola... Viola Maskelene. Un nombre extraño, aunque le sonaba de algo. ¿De habérselo oído pronunciar a Menzies? No, a Menzies no. A otra persona.

Se acordó de golpe.

—¡Usted es la persona a quien secuestró el ladrón de los diamantes!

Le salió de sopetón, sin haber tenido tiempo de pensar. Se sonrojó enseguida.

Viola se levantó con calma de delante de la vitrina, quitándose el polvo de las rodillas.

—Sí, soy yo.

—Perdone. No quería decirlo así, a los cuatro vientos.

—La verdad es que me alegro de que lo haya hecho. Más vale airearlo y olvidarlo.

Nora notaba que le ardían las mejillas.

—Tranquila, Nora, no pasa nada. En serio. En realidad ha sido otro de los incentivos para aceptar el trabajo y volver a Nueva York.

—¿De verdad?

—Yo lo comparo a caerse de un caballo. Si pretendes volver a montar, tienes que subirte de nuevo a él enseguida.

—Muy bien visto. —Nora hizo una pausa—. O sea, que es amiga del agente Pendergast.

Esta vez fue Viola Maskelene la que se sonrojó.

—Podría decirse así.

—Mi marido, Bill Smithback, y yo conocemos muy bien al agente especial Pendergast.

El interés de Viola se avivó.

—¿En serio? ¿De qué se conocen?

—Lo ayudé hace unos años en una investigación. Siento muchísimo que haya acabado así.

No mencionó las actividades de su marido, por la insistencia de Bill en no divulgarlas.

—El agente Pendergast es la otra razón de mi regreso —dijo Viola en voz baja, y se quedó callada.

Después de la cámara sepulcral, repasaron por encima las estancias laterales. Nora miró su reloj.

—La una. ¿Le apetece comer algo? Antes de medianoche no saldremos, y no es cuestión de trabajar con el estómago vacío. Vamos, que la sopa de gambas de la cafetería de empleados justifica el viaje.

Al oírlo, Viola Maskelene se animó.

—Usted primero, Nora.

Cuarenta

En la profunda oscuridad de la celda 44, situada en lo más hondo del bloque de aislamiento del Correccional Federal de Herkmoor, el agente especial Aloysius Pendergast descansaba con los ojos abiertos, mirando el techo. No todo estaba negro. Una continua rendija de luz que entraba por la única ventana, reflejo del resplandor de los patios y zonas abiertas, cruzaba el techo de punta a punta. En la celda de al lado seguían los suaves sonidos del percusionista, convertidos en un triste y pensativo
adagio
en sordina al que Pendergast había descubierto la curiosa virtud de ayudarle a concentrarse.

Su oído, tan sensible, también recogía otros sonidos: choques de acero sobre acero, un grito lejano y gutural de rabia, una tos repetida hasta el infinito en secuencias de tres, los pasos de un celador en su ronda... La gran cárcel de Herkmoor descansaba, pero no dormía. Toda ella era un mundo, con sus propias reglas, su propia cadena alimentaria y sus costumbres.

Mientras Pendergast seguía acostado, en la pared de enfrente apareció un punto verde que temblaba. Era el haz de un láser proyectado desde muy lejos hacia la ventana. Dejó rápidamente de temblar. Al cabo de un momento empezó a parpadear. Pendergast leyó el mensaje en clave. La única señal de comprensión por su parte fue que hacia el final del mensaje respiró ligeramente más deprisa.

La desaparición del punto fue tan repentina como su aparición. En la oscuridad de la celda se oyó murmurar muy quedamente la palabra «magnífico».

Pendergast cerró los ojos. A las dos del día siguiente tendría que volver a enfrentarse con la pandilla de Lacarra, los Dientes Rotos, en el patio 4. Después, suponiendo que sobreviviera al encuentro, lo esperaba una tarea todavía más ardua.

De momento lo que necesitaba era dormir.

Usando una técnica muy especializada y secreta de meditación que recibía el nombre de Chongg Ran, identificó y aisló el dolor de sus costillas rotas y lo fue neutralizando costilla a costilla. Después su conciencia se enfocó en la lesión del hombro, en la herida de arma blanca de su costado y en los cortes y los moratones que hacían que le doliera toda la cara. Paso a paso, mediante una fría disciplina mental, aisló y eliminó el dolor de cada parte.

Era una disciplina necesaria. Le esperaba un día lleno de desafíos.

Cuarenta y uno

La vieja mansión de estilo Beaux Arts de Riverside Drive 891 contaba con muchas salas espaciosas, pero ninguna superaba en majestuosidad a la ancha galería que ocupaba toda la parte de fachada del primer piso. La pared orientada hacia la calle se componía de una serie de ventanales que iban desde el suelo hasta el techo, cerrados y con los postigos puestos. En cada punta de la sala había un arco que comunicaba con otras partes de la mansión. Entre los dos arcos, una sucesión ininterrumpida de retratos al óleo de tamaño natural cubría la pared. La galería estaba iluminada con arañas eléctricas cuya tenue luz bañaba suavemente los grandes marcos dorados. Se oían notas de piano que salían de altavoces ocultos; eran densas, suntuosas, de una diabólica complejidad.

Constance Greene y Diógenes Pendergast paseaban despacio por la galería, parándose delante de cada retrato para que Diógenes murmurase la historia del correspondiente personaje. Constance llevaba un vestido azul claro, con una pechera negra de encaje abrochada hasta el cuello que le daba realce. Diógenes llevaba pantalones oscuros y una chaqueta gris plateada de cachemira. Ambos llevaban copas de cóctel en forma de tulipa.

—Y este —dijo Diógenes al detenerse ante el retrato de un noble magníficamente vestido, cuyo porte, de gran dignidad, contrastaba extrañamente con un bigote de libertino— es el duque Gaspard de Mousqueton de Prendergast, el mayor terrateniente de Dijon de finales del siglo XVI. Fue el último miembro respetable de un linaje aristocrático que arranca con Sieur de Monts Prendergast, quien ganó su título luchando en Inglaterra junto a Guillermo el Conquistador. Gaspard era una especie de tirano que se vio obligado a huir de Dijon el día en que se rebelaron los campesinos y los siervos que labraban sus tierras. Se llevó a su familia a la corte real, pero un escándalo los obligó a marcharse de Francia. Desde ese momento no se sabe con exactitud qué le ocurrió a la familia, pero hubo una escisión. Una rama se instaló en Venecia, mientras que la otra (los que se quedaron sin favores, títulos ni dinero) se refugió en América.

Se acercó al siguiente retrato, el de un hombre joven con el pelo rubio, los ojos grises y la barbilla hundida; sus labios carnosos y sensuales casi parecían un reflejo de los del propio Diógenes.

—Este es el vastago de la rama veneciana de la familia, el hijo del duque, el conde Lunéville. Por desgracia en esa época el título ya era honorífico. Cayó en la ociosidad y la disipación; marcó la pauta para varias generaciones de sus descendientes. Hubo un período en que el linaje se vio penosamente reducido y tardó cien años en recuperar su plenitud, cuando las dos ramas de la familia se reunieron en América por matrimonio. Pero claro, incluso esa gloria acabó siendo fugaz.

—¿Por qué fugaz? —preguntó Constance.

Diógenes la miró fijamente.

—La familia Pendergast ha experimentado una larga y lenta decadencia. Mi hermano y yo somos los últimos. A pesar de que mi hermano se casó, su encantadora esposa... murió de forma prematura antes de poder darle descendencia. Yo no tengo ni mujer ni hijos. Si morimos, el linaje de los Pendergast desaparecerá de la faz de la tierra.

Caminaron hasta el siguiente retrato.

—La rama americana de la familia recaló en Nueva Orleans —siguió explicando Diógenes—. Se movían cómodamente en los círculos de la rica sociedad de antes de la guerra. Fue ahí donde el último de la rama veneciana de la familia, el marqués Orazio Paladin Prendergast, se casó con Eloise de Braquilanges en una ceremonia tan suntuosa y brillante que se habló de ella durante varias generaciones. Sin embargo, su único hijo quedó fascinado por las costumbres y las gentes que vivían en los pantanos circundantes, y llevó a la familia en una dirección del todo inesperada. —Diógenes señaló el retrato, que representaba a un hombre alto con perilla, brillante traje blanco y ancha bufanda azul—. Augustus Robespierre St. Cyr Pendergast. Fue el primer fruto de la unión de ambos linajes, un médico y filósofo que le quitó una erre a su apellido para que fuera más americano. Fue el favorito de la alta sociedad de Nueva Orleans, pero solo hasta que se casó con una joven extraordinariamente bella de lo más profundo de los pantanos que no hablaba inglés y era dada a extrañas prácticas nocturnas.

Diógenes hizo una pausa, como si pensara en algo, y rió entre dientes.

—¡Qué interesante! —musitó Constance, fascinada a su pesar—. Llevaba tantos años observando estas caras, intentando atribuirles un nombre y una historia... Las más recientes podía adivinarlas, pero el resto...

Sacudió la cabeza.

—¿Mi tío abuelo Antoine nunca te contó nada de sus antepasados?

—No. Nunca sacó el tema.

—La verdad es que no me sorprende, porque rompió con la familia. De hecho yo también. —Diógenes titubeó—. Y es evidente que mi querido hermano tampoco te ha contado gran cosa sobre ella.

La respuesta de Constance fue dar un sorbo a su copa.

—Yo sé mucho de mi familia, Constance. Me he dedicado a descubrir sus secretos. —Diógenes volvió a mirarla—. No sabes qué feliz me hace poder contártelo. Tengo la sensación de que contigo puedo hablar... como con nadie.

La mirada de Constance coincidió brevemente con la suya, antes de posarse de nuevo en el retrato.

—Mereces saberlo —continuó él—. A fin de cuentas también eres un miembro de la familia, en cierto modo.

Ella negó con la cabeza.

—Solo soy una pupila —dijo.

—Para mí eres mucho más que eso. Mucho más.

Ambos habían vacilado ante el retrato de Augustus. Queriendo romper un silencio que amenazaba con volverse incómodo, Diógenes dijo:

—¿Qué, te gusta el cóctel?

—Interesante. Al principio es amargo, pero luego, en la lengua, se convierte en... no sé, en algo totalmente distinto. Nunca había probado nada parecido.

Miró a Diógenes para ver si le daba el visto bueno. Él sonrió.

—Sigue.

Constance bebió un poco más.

—Detecto regaliz y anís, eucalipto, tal vez hinojo... Y notas de alguna sustancia que no puedo identificar. —Bajó la copa—. ¿Qué es?

Diógenes sonrió y bebió un poco de la suya.

—Absenta. La mejor del mercado, macerada y destilada de forma artesanal. Hago que me la manden de París en avión para mi consumo personal. Ligeramente diluida con azúcar y agua, que es la forma clásica de tomarla. El sabor que no identificas es thujone.

Constance se quedó mirando la copa con cara de sorpresa.

—¿Absenta? ¿Hecha a base de ajenjo?. Creía que era ilegal.

—Eso son fruslerías que no deberían preocuparnos. Es fuerte y abre el pensamiento. Por eso fue la bebida favorita de muchos grandes artistas, desde Van Gogh a Hemingway, pasando por Monet.

Constance bebió cautelosamente otro sorbo.

—Mírala bien, Constance. ¿Habías visto una bebida con un color tan puro y sin adulterar? Acércala a la luz. Es como mirar la luna a través de una esmeralda sin defectos.

Constance permaneció un momento inmóvil, como si buscara respuestas en las profundidades verdes del alcohol. Después tomó otro sorbo un poco menos vacilante.

—¿Qué sensación te provoca?

—De calor. De ligereza.

Siguieron caminando despacio por la galería.

—Me llama la atención —dijo ella al cabo de un momento— que Antoine decorara este interior como una copia exacta de la mansión familiar de Nueva Orleans. Hasta el último detalle, incluidos estos cuadros.

—Encargó copias a un famoso artista de la época. Colaboró con él durante cinco años; reconstruyó las caras de memoria y a partir de algunos grabados y dibujos descoloridos.

—¿Y el resto de la casa?

—Es casi idéntica al original con la excepción de los libros de la biblioteca. En cambio la función de todas las salas del sótano era... única, por decirlo tibiamente. Dado que la mansión de Nueva Orleans estaba por debajo del nivel del mar, tenía revestidos los cimientos con láminas de plomo, cosa que aquí no hacía falta. —Diógenes bebió un trago—. Desde que mi hermano se quedó con la casa ha habido muchos cambios. Ya no es la misma donde vivía el tío Antoine, pero bueno, qué te voy a contar...

Constance no contestó.

Llegaron al final de la galería, donde los esperaba un diván largo y sin respaldo con cojines de terciopelo. Al lado había una elegante bolsa inglesa de John Chapman que Diógenes había usado para llevar la botella de absenta. Diógenes tomó grácilmente asiento en el diván e hizo un gesto a Constance para que lo imitara.

Constance se sentó a su lado y dejó la copa de absenta al lado, en una bandeja.

—¿Y esta música? —preguntó con un gesto de la cabeza, como si señalara las notas de piano que flotaban en el aire con su titilación sonora.

—Ah, sí. Es Alkan, un genio olvidado de la música del siglo XIX. Nunca oirás a un artista más exuberante, cerebral y difícil de interpretar. Nunca. La primera vez que se interpretaron sus obras, cosa que se hace con muy poca frecuencia ya que hay pocos pianistas que estén a la altura, a la gente le parecieron inspiradas por el diablo. Todavía hoy la música de Alkan provoca comportamientos extraños en los oyentes. Hay quien cree percibir olor de humo mientras las escucha, y hay quien sufre temblores o desvanecimientos. Esta obra es la
Grande Sonate «Les Quatre Âges».
En la grabación de Hamelin, huelga decirlo. Nunca he oído un virtuosismo más sólido, ni una técnica digital tan soberbia. —Diógenes hizo una pausa para escuchar con atención—. Por ejemplo esta fuga. ¡Si cuentas las octavas dobles, tiene más partes que dedos un pianista! Sé que eres capaz de valorarlo como pocos, Constance.

—Antoine nunca fue un gran amante de la música. Yo aprendí a tocar el violín por mi cuenta.

—Lo cual te permite apreciar el peso intelectual y sensual de la música. ¡Escucha! Menos mal que el máximo filósofo de la música era un romántico, un decadente, no alguien pagado de sí mismo como Mozart, con la puerilidad de sus falsas cadencias y la previsibilidad de sus armonías...

Constance escuchó unos instantes en silencio.

—Da la impresión de que usted haya invertido un gran esfuerzo en que este momento sea agradable.

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