El libro de los muertos (34 page)

Read El libro de los muertos Online

Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
12.11Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Esperad que acabe —dijo otro miembro de la pandilla, Roany.

Los demás asintieron.

—Este tío es el que se cepilló a Pocho —repitió Juggy, sintiendo que su voz perdía convicción.

—¿Y qué? —dijo Borges—. Quizá a Pocho le convenía un poco de cepillo.

El Albino siguió hablando en voz baja.

—El primero en salir será Borges —dijo—, por haberme creído antes que nadie. Si quieres tú puedes ser el siguiente, Jug.

—¿Salir? ¿Cuándo? —preguntó Borges.

—Ahora mismo, mientras no están los celadores.

—Vete a la mierda —gruñó Juggy.

—Bueno, pues en vez de a Jug te llevo a ti. —El Albino estaba señalando a Roany—. ¿Estás preparado?

—Ya sabes que sí.

—¡Un momento, joder!

Ochoa amagó otro navajazo, pero con un movimiento brusco y rapidísimo que lo tomó por sorpresa el Albino se apoderó de la navaja.

Ochoa retrocedió.

—Hijo de puta...

—Nos está haciendo perder el tiempo —dijo el Albino—. Como vuelva a hablar le corto la lengua. ¿Algo que objetar?

Miró al grupo.

Nadie contestó.

Ochoa se quedó quieto, jadeando sin decir nada. Aquel cerdo había matado a Pocho y ahora era el jefe. ¿Cómo podía haber ocurrido?

—Quien dude de mí que mire esto.

El Albino se acercó a la tela metálica, cogió una parte soldada a un poste y estiró con fuerza. La malla se abrió sin resistencia. Siguió estirando hasta dejar una abertura con el tamaño justo para que pasase un ser humano.

Todos estaban atónitos.

—Si seguís mis instrucciones saldréis. Incluido usted, señor Jug. En prueba de mi buena fe, yo saldré el último. Lo tengo todo planeado, hasta el último detalle. Cuando estéis al otro lado dispersaos cada uno en una dirección. El plan es el siguiente...

Cuarenta y cuatro

Pendergast esperó a que el último, Jug, saliera por el corte en la malla y se perdiera de vista. Se habían metido tan deprisa por el hueco que les daba lo mismo que él los siguiera. Con ello se cumplían los deseos de Pendergast. Cada uno seguiría un camino distinto en su fuga, caminos exquisitamente coreografiados por Eli Glinn para lograr el máximo revuelo, y la máxima reacción.

Al perder de vista a Jug, cogió la tela metálica cortada, que había vuelto a su sitio, y la separó lo máximo que pudo, forzando el metal para que los celadores que estaban a punto de llegar se dieran cuenta enseguida de que había un hueco. Después se apartó y miró el reloj digital de su muñeca, dotado de un mecanismo mucho más complejo de lo que daba a entender su caja de plástico. Dentro, entre otras cosas, había un receptor que recibía señales por satélite ACTS, las cuales serían de suma importancia para la operación que estaba a punto de empezar. Esperó a que fuera exactamente la hora designada para pulsar un botón del reloj, con lo que pondría en marcha un temporizador. La pantalla inició una cuenta atrás de novecientos segundos.

Se apartó y esperó.A los 846 segundos las sirenas de emergencia hicieron temblar súbitamente el aire. Pendergast dio media vuelta y cruzó rápidamente el patio hacia el rincón del edificio más cercano a la puerta, donde se juntaban en ángulo recto dos deteriorados muros de cemento. Metió la mano en un desagüe y sacó un tubo largo y fino, el que había dejado D’Agosta pocos días atrás. Después de quitar los cierres de las puntas, lo desenrolló como una bandera y le dio una sacudida. Recuperó inmediatamente la forma que tenía que tener, dos cuadrados iguales de tela de unos noventa centímetros de lado unidos con soportes de plástico para crear una forma de V. Los cuadrados tenían un revestimiento finísimo de Mylar reflectante. Era un invento de Glinn a partir de un simple reflector portátil estándar como los que se usan para rodar anuncios al aire libre.

Pendergast se agachó en el rincón, pegando la espalda a los ladrillos, y se puso delante los dos cuadros, muy cerca de su cuerpo, asegurándose de que los bordes externos del reflector en forma de V estuvieran bien ajustados a los muros, formando un ángulo de noventa grados.

Era una aplicación sencilla pero muy refinada de uno de los trucos más viejos de la magia de escenario: usar espejos calculando bien los ángulos para hacer desaparecer a una persona. Su utilización se remontaba a 1860, cuando triunfaban en Broadway dos espectáculos de magia,
Proteus Cabinet,
del profesor John Pepper, y
Sphinx,
del coronel Stodare. En este último, una mujer entraba en una caja que después aparecía vacía. Encajado en un rincón del patio de la cárcel, el reflector creaba el mismo efecto: formar una caja de espejos que pudiera esconder a Pendergast. Sus superficies reflectantes reproducían la imagen de los muros de cemento de ambos lados, creando la ilusión de un rincón vacío en que se unían las dos paredes. El truco solo se podía descubrir de cerca. Para ello era necesario crear el caos: para evitarlo.

En el segundo 821 Pendergast oyó que se abría la cerradura electrónica. Las dos hojas de la puerta se separaron de golpe y cuatro celadores «de asalto» del puesto de vigilancia número 7 irrumpieron en el patio 4 con los Tasers a punto.

—¡La valla está cortada! —exclamó uno, señalando la brecha del fondo.

Mientras los cuatro corrían hacia el hueco, Pendergast se levantó, juntó los dos lados del reflector Mylar, volvió a formar un tubo compacto y lo metió otra vez en el desagüe. A continuación se deslizó por la puerta, penetró en la cárcel, y corrió hasta el lavabo situado a la vuelta de la esquina. Una vez en el penúltimo compartimiento, subió a la taza y levantó un panel del falso techo, donde había un objeto enganchado por dentro. Era una bolsa de plástico que contenía una memoria flash muy fina de cuatro gigabytes, una tarjeta de crédito, una jeringuilla pequeña, un poco de cinta aislante y una cápsula minúscula de un líquido marrón. Al salir del lavabo, con el contenido de la bolsa en el bolsillo, corrió por el pasillo hacia el puesto de vigilancia 7. Las previsiones de Glinn se habían cumplido. Cuatro de los cinco vigilantes de servicio habían respondido al aviso de fuga, dejando a uno solo en el puesto, rodeado por una pared de pantallas que recogían imágenes en directo. El vigilante daba órdenes a gritos por un micro; cambiaba frenéticamente de canal en busca de los presos desaparecidos. El dispositivo activado para enfrentarse al intento de fuga en masa era abrumador. Según las nerviosas palabras del vigilante, ya habían encontrado y vuelto a capturar a uno de los presos.

Tal como había previsto Glinn, la puerta del puesto de vigilancia 7 no estaba cerrada con llave, debido a las prisas de los celadores.

Pendergast entró, pasó un brazo por delante del cuello del vigilante y le puso una inyección. El centinela perdió el conocimiento sin abrir la boca. Pendergast lo dejó en el suelo, tapó un poco el micro con la mano y dijo con voz ronca:

—¡He visto a uno de ellos! ¡Salgo a por él!

Desnudó rápidamente al vigilante, mientras el altavoz escupía una ráfaga de contraórdenes. Menos de un minuto después llevaba puesto su uniforme, con la insignia, el spray, el Taser, la porra, la radio y el dispositivo de llamadas de emergencia. Estaba más delgado que él, pero con unos simples ajustes logró que el disfraz fuera bastante aceptable.

El siguiente paso fue palpar las conexiones de servidores por detrás hasta encontrar el puerto que buscaba. Sacó la memoria flash de la bolsa de plástico y la enchufó en el puerto. Después se acercó otra vez al vigilante y usó la cinta aislante para dejarlo amordazado, con las manos en la espalda y las rodillas juntas. Entonces lo arrastró al lavabo que quedaba más cerca, lo sentó en la taza, ató su tronco al depósito con cinta aislante para que no cayese y salió a rastras por debajo de la puerta, dejándola cerrada con pestillo.

Se quitó las vendas de la cara delante del espejo y las echó a la papelera. Después rompió la cápsula de cristal en la pila y se extendió el tinte por el pelo, con lo que cambió el color blanco por un anodino castaño oscuro. Salió al pasillo y siguió caminando. Al otro lado de un recodo en ángulo recto, justo antes de la primera cámara de vídeo, se paró a mirar su reloj: 660 segundos.

Esperó a que la pantalla indicase 640 para seguir caminando a paso tranquilo mientras echaba miradas de soslayo a su reloj. Sabía que la señal de la cámara llegaba a muchos ojos, y a pesar de su uniforme de vigilante iba en la dirección incorrecta, alejándose del lugar de la fuga. Por otro lado aún tenía la cara llena de morados. En el pabellón C era muy conocido. Solo tenían que verlo de refilón para reconocerlo.

Pero también sabía que durante diez segundos —entre los 640 y los 630— aquella cámara la controlaría el dispositivo que estaba conectado al ordenador de seguridad. La memoria almacenaría temporalmente los diez segundos anteriores de grabación de la cámara y los reproduciría de nuevo. A continuación saltaría a la siguiente cámara de la cadena para repetir el proceso. El bucle se pondría en marcha una sola vez por cámara. Pendergast solo disponía de diez segundos para cruzar cada campo de visión. Tenía que calcular perfectamente el tiempo.

Tras superar sin incidentes la cámara siguió caminando por los pasillos largos y vacíos del pabellón C. Los vigilantes se habían desplazado a otras zonas en busca de los fugitivos. En algunos momentos Pendergast aceleraba el paso, mientras que en otros lo ralentizaba, para pasar frente a cada una de las cámaras en el momento exacto en que estaría repitiéndose la grabación. La radio captaba muchas voces. En una ocasión un grupo de celadores lo adelantó corriendo y él se arrodilló para atarse el zapato, escondiendo la cara hinchada y amoratada. Pasaron sin mirarlo. Tenían otras cosas que hacer.

Dejando atrás el comedor y la cocina del pabellón G, con su fuerte olor a desinfectante, giró por otras dos esquinas y acabó llegando al último tramo de pasillo antes del puesto de control y de la puerta de seguridad entre el pabellón C (federal) y el pabellón B (estatal).

En el pabellón C la cara de Pendergast era muy conocida; en cambio en el B no lo conocían de nada.

Se acercó a la puerta de seguridad, pasó la tarjeta de crédito, colocó la mano en el lector de huellas y esperó.

Su corazón latía más rápido de lo habitual. Era el momento de la verdad.

Exactamente en el segundo 290 la luz de seguridad se puso verde y la cerradura metálica se abrió.

Pendergast entró en el pabellón B y se detuvo en la oscuridad de la primera esquina para ponerse la mano en la mejilla y arrancarse los puntos de la herida más profunda con un fuerte estirón. Cuando empezó a manar sangre, se embadurnó la cara, el cuello y las manos. A continuación se quitó la camisa para examinar los puntos del costado, donde le habían clavado el cuchillo. Respiró hondo y también se los arrancó.

Tenían que parecer lo más recientes posible.

Cuando faltaban ciento diez segundos, oyó que alguien corría. Tal como estaba planeado, era uno de los fugitivos, Jug, que había seguido fielmente el plan de huida elaborado por Glinn. Naturalmente no tendría éxito —lo atraparían en la salida al pabellón B, si no antes—, pero también formaba parte del plan. La pandilla de Pocho era una cortina de humo. Solo eso. En realidad ninguno de ellos escaparía.

En cuanto Jug pasó de largo, Pendergast gritó y se echó al suelo del pasillo al mismo tiempo que pulsaba el botón de emergencia de su intercornunicador.

—¡Vigilante herido! ¡Respuesta inmediata! ¡Vigilante herido!

Cuarenta y cinco

El enfermero Ralph Kidder se arrodilló ante el cuerpo boca arriba del celador, que lloriqueaba como un bebé mientras intentaba contarle que lo habían atacado y que tenía miedo de morir. Kidder intentó concentrarse en el problema. Le auscultó el corazón con el estetoscopio. Rápido y fuerte. Examinó su cuello y sus extremidades por si tenía huesos rotos. Le tomó la presión. Perfecta. Examinó el corte de la cara. Feo pero superficial.

—¿Dónde le duele? —volvió a preguntar, exasperado—. ¿Dónde tiene las heridas? ¡Dígame algo!

—¡La cara! ¡Me ha hecho un corte en la cara! —gritó el hombre, recuperando un poco de coherencia.

—Ya lo veo. ¿Dónde más?

—¡Me ha dado un navajazo! ¡Ay, el pecho! ¡Me duele mucho!

Al palpar suavemente la caja torácica, el enfermero apreció hinchazón y un tacto algo rugoso, señal de que había un par de costillas rotas pero en su sitio. También había una herida de arma blanca, efectivamente, pero aunque sangraba copiosamente bastó una rápida inspección para constatar que la hoja había sido desviada por una costilla, lo que había evitado que perforase la pleura.—Esto se arregla con un poco de reposo —dijo Kidder con brusquedad, girándose hacia los dos ayudantes de urgencias—. Ponedlo en la camilla y lleváoslo a la enfermería B. Le haremos un análisis de sangre y unas placas y le coseremos las heridas. Que le pongan la antitetánica y un tratamiento de amoxicilina. De momento no veo motivo para trasladarlo a un hospital.

Uno de los ayudantes bufó.

—De aquí no entra ni sale nadie hasta que hayan cogido a todos los fugitivos y hayan hecho el recuento de presos. Además, hace media hora que hay una unidad del depósito de cadáveres esperando en la verja.

—Bueno, esos nunca tienen prisa —dijo Kidder, mordaz.

Anotó el nombre y el número de insignia del celador en su portapapeles. No lo reconocía, pero al ser del pabellón C y tener tantos cortes en la cara...

En un momento dado, mientras subían al paciente a la camilla, oyó gritos al fondo del pasillo. Era el intento de fuga más importante en casi veinte años, los que Kidder llevaba trabajando en Herkmoor. Sus posibilidades eran nulas, por supuesto. Esperó que los celadores no zurraran demasiado a aquellos aspirantes a fugados.

El equipo de urgencias levantó la camilla y se llevó a la enfermería al celador quejica. Kidder, que iba detrás, pensó que cuando todo estaba controlado se hacían los duros, pero cuando les atizaban un poco se desmoronaban.

Como todas las enfermerías de Herkmoor, la del pabellón B estaba dividida en dos zonas totalmente aisladas entre sí; una para empleados y celadores y la otra para presos. Llevaron al celador a la primera y lo taparon con una manta. Kidder rellenó la ficha y pidió algunas placas. Justo cuando empezaba a prepararlo para coserle los puntos, sonó su radio. Se la llevó a la oreja y escuchó. Después de unas palabras se giró hacia el paciente.

—Tengo que irme un momento.

Other books

Nobody Cries at Bingo by Dawn Dumont
Light of the Diddicoy by Eamon Loingsigh
Don't Tempt Me by Barbara Delinsky
Rebellion by Sabine Priestley
Wild Ride: A Bad Boy Romance by Roxeanne Rolling
Talk of the Town by Mary Kay McComas