El libro de los muertos (27 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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Coffey asintió con la cabeza.

Se acercaron a la puerta de la celda. Uno de los celadores dio varios golpes con la porra.

—¡Ponte guapo, te vienen a ver!

¡Pam, pam!, sonó la porra en la puerta. El celador desenfundó su pistola y se apartó mientras el otro abría la puerta y se asomaba.

—Puedes pasar —dijo.

El primero enfundó el arma y entró.

—¿Cuánto tiempo necesitan? —preguntó Imhof.

—Calculo que una hora. Cuando acabemos le diré al celador que le avise.

Coffey esperó a que se fuera Imhof para entrar en la pequeña e inmaculada celda, seguido por Rabiner. El segundo celador cerró la puerta con llave por fuera y se dispuso a montar guardia.

El preso estaba en el catre, con la cabeza sobre una fina almohada. Llevaba un mono limpio, de un color tan naranja que casi brillaba. Su aspecto impactó a Coffey: la cabeza vendada, un ojo demasiado hinchado para poder abrirlo, el otro morado, manchas negras, azules y verdes en toda la cara... Vio un brillo plateado detrás de la ranura inflada del único ojo por el que veía el preso.

—Agente Coffey —dijo el celador—, ¿quiere una silla?

—No, me quedaré de pie. —Coffey se giró hacia Rabiner—. ¿Listo?

Rabiner había sacado una grabadora de microcasete.

—Sí, señor.

Coffey cruzó los brazos y sonrió mirando al preso magullado y vendado.

—¿Qué le ha pasado? ¿Ha intentado besar a la persona equivocada?

No hubo respuesta. Coffey tampoco la esperaba.

—Vamos al grano. —Sacó una hoja con sus anotaciones—. Pon en marcha la grabadora. Soy el agente especial Coffey y estoy en la celda número C3-44 del Correccional Federal de Herkmoor entrevistando al preso identificado como A. X. L. Pendergast. Hoy es 20 de marzo.

Silencio.

—¿Puede hablar?

Para sorpresa de Coffey, el preso dijo:

—Sí.

Lo hizo con una voz muy tenue y pastosa, a causa de la hinchazón de los labios.

Coffey sonrió. Era un principio prometedor.

—Me gustaría acabar lo antes posible.

—Lo mismo digo.

Al parecer el escarmiento había funcionado mejor de lo previsto.

—Pues adelante. Voy a retomar la misma línea de interrogatorio de la otra vez. Esta vez espero una respuesta. Como ya le dije, según las pruebas usted estaba en casa de Decker en el momento del asesinato. Las pruebas también indican que tenía los medios, motivos y la ocasión, así como un vínculo que lo relaciona con el arma del crimen.

Como el preso no decía nada, Coffey continuó.

—Punto uno: el equipo forense encontró media docena de fibras largas en la escena del crimen, y descubrimos que procedían de una tela mixta de cachemir y merino muy infrecuente confeccionada en Italia durante los años cincuenta. El análisis de los trajes de su guardarropía indica que todos están fabricados con la misma tela, e incluso con el mismo rollo.

»Punto dos: en la escena del crimen encontramos tres pelos, uno de ellos con raíz; el análisis PCR demostró que coincide con su ADN con una probabilidad de error de uno por dieciséis mil millones.

»Punto tres: un testigo, vecino de Decker, vio entrar en casa de este último a un individuo de tez clara y traje negro noventa minutos antes del asesinato. El mismo testigo lo reconoció a usted categóricamente ni más ni menos que en tres identificaciones fotográficas. Su condición de miembro de la Cámara de Representantes de Estados Unidos lo convierte en un testigo irreprochable.

Quizá el preso hizo una mueca de desprecio; en todo caso, fue tan fugaz que Coffey no habría podido asegurarlo. Dedicó unos instantes a escrutar su cara, pero estaba tan hinchada y tan vendada que era imposible distinguir emociones. Lo único que veía con seguridad era el brillo plateado en la ranura del ojo, que lo ponía nervioso.

—Como agente del FBI sabe muy bien cómo funcionan estas cosas. —Agitó el papel delante de Pendergast—. Van a declararlo culpable. Si quiere ahorrarse la jeringa, más vale que empiece a colaborar. Y que sea ahora mismo.

Miró fijamente al preso vendado, respirando hondo.

El preso aguantó su mirada. Al final dijo:

—Lo felicito.

Sus palabras gangosas tenían un tono sumiso, incluso obsequioso.

—¿Me permite un consejo, Pendergast? Confiese y confíe en la misericordia del tribunal. Es la única opción. Ya lo sabe. Confiese y ahórrenos la vergüenza de ver juzgar en público a uno de los nuestros. Confiese y lo sacamos del patio 4.

Otro breve silencio.

—¿Estarían dispuestos a pactar la sentencia? —preguntó Pendergast.

El entusiasmo por la inminente victoria hizo sonreír a Coffey.

—¿Con estas pruebas? Imposible. Su única esperanza, Pendergast, se lo repito, es conseguir un poco de misericordia tras una confesión en toda regla. Ahora o nunca.

Tras lo que pareció un momento de reflexión, Pendergast se movió un poco en el catre.

—De acuerdo —dijo.

Coffey sonrió sin disimulo.

—Spencer Coffey —añadió Pendergast, supurando obsequiosidad por su melosa voz—, llevo casi diez años observando su ascenso en el FBI y me confieso asombrado.

Hizo una pausa para respirar.

—Me di cuenta desde el principio de que era una persona especial, por no decir única. Me... ¿Cómo se dice? Me ha trincado.

Coffey notó que su sonrisa se ampliaba. Estaba disfrutando. Era un momento que la mayoría de la gente podía soñar, pero no vivir: el de la humillación de un rival odiado.

—Muy buen trabajo, Spencer. ¿Puedo llamarlo Spencer? Notable. Más aún, incomparable.

Coffey esperó la confesión, seguro de que llegaría. ¡Pobre imbécil! Creía que halagándolo conseguiría un poco de compasión. Todos pensaban lo mismo: «¡Oh, qué listo, me ha pillado!». Hizo señas por la espalda a Rabiner de que se acercara con la grabadora para no perderse ni una palabra. Lo gracioso era que Pendergast no hacía más que cavar más hondo su tumba. Con confesión o sin ella nadie compadecería al culpable de haber asesinado a uno de los mejores agentes del FBI. Como máximo la confesión acortaría en diez años las apelaciones a la pena de muerte.

—He tenido la suerte de poder presenciar algunas de sus actuaciones, por ejemplo la de aquella angustiosa noche de la matanza del museo, hace muchos años, cuando estuvo al frente de la unidad de mando móvil. Fue algo francamente inolvidable.

Coffey notó una punzada de inquietud. No conservaba muchos recuerdos de esa noche, que a decir verdad no había sido uno de sus mejores momentos. Aunque quizá pecaba de excesiva dureza consigo mismo, como siempre...

—Guardo un recuerdo muy vivaz de aquella noche —siguió diciendo Pendergast—. Usted en el ojo del huracán, dando órdenes con nervios de acero...

Coffey cambió de postura. Estaba impaciente por oír la confesión. La cosa se estaba poniendo un poco sensiblera. ¡Con qué patética velocidad se postraba aquel hombre!

—Lamento mucho lo que ocurrió después. No merecía ser trasladado a Waco. Fue una injusticia. Luego, cuando confundió a un adolescente que se llevaba a casa un bagre ganado en un concurso de pesca con un terrorista davidiano armado de un lanzagranadas... Son cosas que pueden pasarle a cualquiera. ¡Suerte que falló el primer disparo, y que su compañero pudo inmovilizarlo antes del segundo! Aunque es posible que el adolescente no corriera demasiado peligro, ya que tengo entendido que usted era el último en los cursos de tiro de la academia.

La transición fue tan suave, sin variaciones en el tono de Pendergast, que mantuvo la misma mezcla de sumisión y lloriqueo, que Coffey tardó un poco en darse cuenta de que las efusivas alabanzas se habían transformado en otra cosa. Lo hirió en lo más vivo oír que el celador reprimía la risa.

—Un día, por casualidad, leí un estudio del FBI sobre el período en que la delegación de Waco gozó de su benevolente liderazgo y parece que les gustaba ser los primeros en varias listas. Por ejemplo la de menos investigaciones cerradas con éxito durante tres años seguidos. O la de mayor número de solicitudes de traslado por parte de los agentes. O la de más investigaciones internas por incompetencia o infracciones éticas. Podría decirse que su nuevo traslado a Nueva York se produjo en el momento más oportuno. Qué útil es tener un suegro senador, ¿verdad, Spencer?

Coffey se giró hacia Rabiner y dijo con toda la calma que pudo:

—Apaga.

—Sí, señor.

Pendergast no se calló, pero cambió de tono: pasó a un frío sarcasmo.

—A propósito, ¿cómo va el tratamiento por estrés postraumático? Me han dicho que están probando una nueva terapia que hace maravillas.

Coffey hizo señas al celador y dijo en un esfuerzo por mantener la calma:

—Ya veo que no tiene sentido seguir interrogando al preso. Abra la puerta, por favor.

A pesar de que el celador agitó las llaves en el pasillo Pendergast no se calló.

—Cambiando de tema, y ya que me consta su afición a la buena literatura, le recomiendo la maravillosa comedia de Shakespeare
Mucho ruido y pocas nueces,
sobre todo el personaje de Dogberry. Podría aprender mucho de él, Spencer. Mucho.

Se abrió la puerta de la celda. Coffey miró a los dos celadores, cuya inexpresividad era fruto de un gran esfuerzo. Irguió la espalda y se alejó por el pasillo en dirección a las puertas de seguridad del bloque de aislamiento, seguido en silencio por Rabiner y los celadores.

Para llegar al despacho de Imhof, que estaba en una esquina soleada del pabellón administrativo, había que caminar casi diez minutos por una serie interminable de pasillos. Para entonces el rostro de Coffey había recuperado parcialmente el color.

—Espere fuera —dijo a Rabiner.

Pasando muy tieso junto a la detestable secretaria, entró en el despacho de Imhof y cerró la puerta.

—¿Cómo ha...? —empezó a decir Imhof, pero se calló al ver su cara.

—Vuelva a ponerlo en el patio 4 —dijo Coffey—. Mañana.

El rostro del director reflejó sorpresa.

—Agente Coffey, con mi comentario de antes solo pretendía que lo amenazara. Si lo llevamos otra vez allí lo matarán.

—Los conflictos sociales entre presos son asunto de ellos, no nuestro. Usted asignó el preso al patio 4 para hacer ejercicio, y se quedará en el patio 4. Trasladarlo justo ahora significaría que él ha ganado.

Imhof quiso decir algo, pero Coffey lo cortó con un gesto incisivo.

—Escúcheme bien, Imhof. Le estoy transmitiendo una orden directa y oficial. El prisionero se quedará en el patio 4. El FBI asume toda la responsabilidad.

Hubo un momento de silencio.

—Lo necesitaré por escrito —acabó diciendo Imhof.

Coffey asintió con la cabeza.

—Dígame dónde hay que firmar.

Treinta y cuatro

El doctor Adrian Wicherly iba solo por la galería egipcia, con una mezcla de satisfacción y suficiencia por el hecho de que Menzies le hubiera hecho un encargo tan especial a él, en vez de a Nora Kelly. Le dio un sofoco al acordarse de cómo se había dejado excitar, y posteriormente humillar, por ella. Ya le habían dicho que las estadounidenses eran unas calientabraguetas, y ahora tenía una prueba concluyente. Nora Kelly era la vulgaridad personificada.

En fin, pronto estaría de vuelta en Londres y este chollo de trabajo ocuparía un lugar destacado en su currículo. Pensó en las jóvenes docentes llenas de entusiasmo que trabajaban como voluntarias para el British Museum, y que ya habían dado pruebas de una deliciosa flexibilidad mental. A las estadounidenses que las partiera un rayo, a ellas y a su moralismo hipócrita y puritano.

Además, Nora Kelly era una mandona. No había soltado el látigo ni un momento, a pesar de que el egiptólogo era él. Siempre lo había controlado todo con mano de hierro. Habían contratado a Wicherly para que escribiera el guión del gran espectáculo de luz y sonido, pero Nora había insistido en corregir las pruebas, introducir cambios y convertirse, en resumidas cuentas, en un incordio mayúsculo. Para empezar, ¿qué hacía trabajando en un gran museo, si lo lógico era que se pasara el día en una casa adosada de alguna urbanización, cuidando a unos cuantos crios llorones? ¿Quién era ese marido al que supuestamente era tan fiel? Quizá el problema fuera que ya tenía un amante. Sí, probablemente.

Hizo una pausa al llegar al anexo. Era tardísimo y Menzies había insistido en que llegara puntual. El silencio del museo le pareció anormal. Escuchó. Se oían algunos ruidos, pero no habría sabido describirlos con exactitud. Una especie de susurro en algún lugar, algo muy suave como de... ¿De qué? ¿De aire acondicionado? Y también un tictac lento y metódico: tic... tic... tic... Cada dos o tres segundos, como un reloj agonizante. También se oían —aunque con dificultad— golpes y gruñidos que podían proceder de las tuberías, o tener algo que ver con los sistemas mecánicos del museo...

Se peinó con la mano, mirando nerviosamente a su alrededor. Al asesino lo habían cogido el día anterior. No había nada que temer. Nada. De todos modos, ¡qué caso más raro el de Lipper! Siendo un típico listillo de Nueva York, no tendría que haber sido vulnerable a esos ataques. Pero claro, estaban todos tan tensos... Los estadounidenses se mataban a trabajar. Wicherly estaba impresionado por la cantidad de horas que hacían. Esas mismas exigencias, en el British Museum, habrían sido de mala educación, por no decir ilegales. El hecho de que Wicherly estuviera ahí a las tres de la madrugada era un buen ejemplo. Aunque las características del encargo de Menzies lo explicaban perfectamente.

Pasó la tarjeta por el lector de la pared y tecleó el código. La nueva y reluciente doble puerta de acero inoxidable de la tumba de Senef se separó con un susurro de piezas metálicas perfectamente fabricadas. De la tumba emanó un olor a piedra seca, resina epoxi, polvo y aparatos electrónicos calientes. Las luces se encendieron automáticamente. No habían dejado nada al azar. Todo estaba programado al milímetro. Ya se había presentado un técnico de refuerzo para sustituir a Lipper, pero de momento su presencia era superflua. Solo faltaban cinco días para la magna inauguración, y aunque la instalación de las piezas de la tumba todavía fuera parcial ya estaban listos la iluminación, la parte electrónica y el espectáculo de luz y sonido.

Sin embargo, Wicherly titubeó, y al mirar la escalera que bajaba al pasadizo, larga e inclinada, tuvo un leve hormigueo de aprensión. Lo combatió y empezó a bajar; se oía la fricción de sus zapatos de cordones sobre las piedras gastadas.

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