El libro de los muertos (48 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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Pendergast cogió el matraz y empezó a verter su contenido en el embudo con infinitas precauciones. Smithback observó con temor los últimos pasos. Dentro del matraz había una pasta blanca. Pendergast lo levantó, lo miró un poco y se giró hacia Smithback.

—Vamos.

—¿Ya está? ¿Hemos acabado?

Smithback seguía oyendo los golpes. Se habían convertido en un
crescendo
con un fondo de gritos cada vez más histéricos.

—Sí.

—¡Vamos, deprisa, hay que reventar la puerta!

—No, es demasiado maciza. Aunque lo consiguiéramos habría demasiadas víctimas. A juzgar por el ruido se agolpan todos justo al otro lado. Conozco un acceso mejor.

—¿Dónde?

—Sígame.

Pendergast ya estaba de espaldas a Smithback, corriendo como un gato hacia la puerta sin descuidar el matraz.

—Está fuera, en la estación de metro. La única forma de llegar es salir del museo y exponerse al acoso de los mirones. Su misión, señor Smithback, es hacerme llegar al otro lado de la multitud.

Sesenta y cuatro

Con un sobrehumano esfuerzo de equilibrio y de concentración, Nora se dio cuenta de que no estaba cayendo en el pozo, sino que la sensación de caída era ilusoria. Los insectos holográficos habían dispersado al público, creando una escalada de pánico. La horrible y grave pulsación sonora aumentaba de volumen como el ritmo de un tambor infernal. Las luces estroboscópicas eran de una fuerza y agresividad desconocidas para Nora. No eran los focos que había visto en los ensayos. Parpadeaban con tal intensidad que era como si se le clavasen en el cerebro.

Tragó saliva y miró a su alrededor. La imagen holográfica de la momia había desaparecido, pero las máquinas de niebla aún funcionaban más deprisa que antes, derramando tanta bruma por los bordes del sarcófago que empezó a inundar la cámara sepulcral. Las luces estroboscópícas parpadeaban en la niebla con enorme rapidez, propagándose en horribles manchas.

Sintiendo tropezar a Viola, a quien tenía al lado, le cogió la mano.

—¿Estás bien? —preguntó.

—No, en absoluto. ¿Se puede saber qué está ocurriendo, Nora?

—No... no lo sé. Algún fallo muy grave.

—Los insectos no han sido ningún fallo. Tenían que estar programados. Y estas luces...

La egiptóloga hizo una mueca y apartó la vista.

La niebla ya llegaba a la cintura y no cesaba de subir. Mirándola, Nora sintió crecer en su interior un pánico indescriptible. Pronto llenaría toda la cámara y los ahogaría a todos. Era como si la niebla y las ráfagas luminosas estuvieran a punto de inundarlos.

—Tenemos que sacar de aquí a la gente —dijo con voz entrecortada.

—Sí, Nora, tienes razón, pero me cuesta pensar con claridad...

No muy lejos de ellas, Nora vio que un hombre gesticulaba. Sujetaba en la mano una placa que reflejaba intensamente los destellos estroboscópicos.

—¡Todo el mundo tranquilo, por favor! —gritó—. Soy policía. ¡Ahora mismo los sacaremos de aquí, pero hagan el favor de no perder la calma!

Nadie le hizo el menor caso.

Más cerca, una voz conocida pedía ayuda. Al girarse, Nora vio que el alcalde estaba a un par de metros, tanteando la niebla.

—¡Mi mujer! ¡Ha caído! Elizabeth, ¿dónde estás?

De repente se produjo un brusco y violento retroceso de la multitud, acompañado por una salva de gritos. Nora sintió que la arrastraban en contra de su voluntad. Vio que el policía de paisano se hundía en la marea humana.

—¡Socorro! —gritó el alcalde.

Nora intentó llegar a él, pero la presión de la gente era tan fuerte que la alejaba. Al mismo tiempo, el sistema de sonido volvió a retumbar, ahogando los frenéticos gritos del alcalde.

«Tengo que hacer algo.»

—¡Atención! —exclamó con todas sus fuerzas—. ¡Escúchenme! ¡Que me escuche todo el mundo!

La disminución de los gritos más cercanos fue la prueba de que como mínimo algunos la escuchaban.

—Si queremos salir tendremos que colaborar. ¿Me entienden? ¡Que todo el mundo se coja de la mano y empiece a ir hacia la salida! ¡No corran ni empujen! ¡Síganme!

Para sorpresa y alivio de Nora, sus palabras parecieron tener efectos tranquilizadores. Los gritos se atenuaron todavía más. Notó que Viola le cogía la mano.

La superficie de la niebla ya les llegaba al pecho, formando olas y encrespándose. Pronto, muy pronto los cubriría y no verían nada.

—¡Que corra la voz! ¡No se suelten las manos! ¡Síganme!

Nora y Viola guiaban a la multitud. Otro gran impactó, a pesar de no sonar tan fuerte como los demás, creó otra sensación de pánico. La gente renunció a cualquier intento de orden.

—¡Las manos bien cogidas!

Ya era demasiado tarde. La multitud había enloquecido. Nora se sintió llevar en volandas, medio aplastada por la gente, que exprimía literalmente todo el aire de sus pulmones.

—¡No empujen! —exclamó, pero ya no la escuchaba nadie.

Oyó que Viola también pedía calma a su lado, pero su voz fue engullida por el pánico de la aglomeración y los profundos latidos que sacudían la tumba. Las luces estroboscópicas seguían parpadeando. Cada parpadeo creaba una brillante explosión en la niebla. Y a cada parpadeo Nora se notaba más rara, más pesada... Casi drogada. Lo que experimentaba no era simple miedo. ¿Qué le estaba pasando en la cabeza?

La multitud corrió hacia la Sala de los Carros, impulsada por un pánico animal y ciego. Nora cogió la mano de Viola con todas sus fuerzas. De repente un nuevo sonido se sobrepuso a la palpitación. Era una especie de chillido muy agudo, en el umbral de la audición, que subía y bajaba como el lamento de un alma en pena. Nora tuvo la sensación de que aquel grito penetrante se propagaba por toda su conciencia como un disparo de escopeta, incrementando la extraña sensación de estar fuera de sí. Un nuevo y brusco movimiento de la gente la hizo soltar la mano de Viola.

—¡Viola!

No hubo respuesta, o si la hubo se perdió en el tumulto.

La presión que rodeaba a Nora se aflojó de golpe, como si hubiera saltado el tapón de una botella. Se llenó los pulmones con varias bocanadas de aire, mientras sacudía la cabeza para despejársela. Era como si la niebla exterior tuviera su reflejo en otra niebla, que a diferencia de esta crecía en su cerebro.

Distinguió una pilastra en la oscuridad. Al abrazarse a ella reconoció un bajorrelieve y supo dónde estaba: a pocos pasos de la puerta de la Sala de los Carros. Si conseguían cruzarla y alejarse de aquella niebla infernal...

Se arrimó a la pared y avanzó a tientas, lejos de la gente y del pánico, hasta reconocer la puerta por el tacto. La gente se apretujaba para pasar; se peleaba, se arañaba y se arrancaba la ropa en un sangriento cuello de botella hecho de pánico y vesania. Los altavoces ocultos siguieron emitiendo gemidos grotescos, guturales, junto a una intensificación de aquel grito de alma en pena. La agresión sonora provocó en Nora un ataque de vértigo, una sensación de hundimiento parecida al desagradable desvanecimiento que a veces le producía la fiebre. Perdió el equilibrio e hizo todo lo posible para no caer. Tal como estaban las cosas, una caída podía ser el fin.

Oyó un grito. Al mirar a través del remolino de niebla vio que una mujer había caído cerca de ella, y que estaba siendo pisoteada por la multitud. Se inclinó sin pensarlo dos veces y cogió su mano para levantarla. Tenía la cara ensangrentada y una pierna torcida, evidentemente rota, pero estaba viva.

—Mi pierna... —se quejó.

—¡Páseme un brazo por los hombros! —dijo Nora con todas sus fuerzas.

Se internó en la corriente humana, que las transportó al otro lado de la puerta de la Sala de los Carros. Una presión horrible, cada vez mayor... y de pronto había espacio; gente desorientada, con la ropa hecha jirones y manchada de sangre lloraba y pedía ayuda a gritos... La mujer se dejó caer sobre el hombro de Nora como un peso muerto, sollozando. Al menos se habían salvado de aquel ruido asesino, machacón...

Pero aunque pareciera extraño no habían escapado. Nora no se había librado ni del ruido ni de la niebla. Tampoco de las luces estroboscópicas. Miró a su alrededor con incredulidad. La niebla seguía subiendo deprisa. El techo estaba lleno de focos encendidos que lanzaban parpadeos sin piedad, descargas cegadoras que parecían nublar aún más su cerebro.

«Viola tiene razón», pensó de un modo vago y confuso. No era ningún fallo. Según el guión, en la Sala de los Carros no debía haber luces estroboscópicas ni niebla. Solo en la cámara sepulcral.

Era algo planeado, voluntario.

Con una mano en la cabeza, que le dolía terriblemente, empujó a la mujer hacia el Segundo Tránsito del Dios y la salida de la tumba, pero la puerta del fondo volvía a estar abarrotada de gente que la bloqueaba.

—¡Uno a uno! —gritó.

Justo delante había un hombre que intentaba pasar a puñetazos. Nora lo cogió por el cuello del esmoquin con la mano libre y le hizo perder el equilibrio. Él se giró hecho una furia y la atacó.

—¡Zorra! —chilló—. ¡Te mataré!

Nora retrocedió, horrorizada. El hombre le dio otra vez la espalda y volvió a apartar a los demás sin ninguna contemplación. Y no era el único. En todas partes había gente que gritaba, desquiciada y con los ojos fuera de las órbitas. Era un delirio, el infierno visto por El Bosco.

Pero también ella lo sentía en su interior: un nerviosismo superior a sus fuerzas, una rabia descontrolada, la sensación de estar a punto de morir... cuando en el fondo no había ocurrido nada. No había ningún incendio ni ningún asesinato en masa, nada que justificase aquella locura colectiva.

Vio al director del museo, Frederick Watson Collopy. Arrastraba una pierna hacia la puerta, con la cara desencajada. Chis... ¡pum! Chis... ¡pum!

Al verla, el rostro descoyuntado del director se iluminó con una especie de ansia. Se acercó cojeando entre la multitud.

—¡Nora! ¡Ayúdame!

Cogió a la mujer herida, y justo cuando Nora se disponía a agradecérselo la echó al suelo con brutalidad.

Nora lo miró, horrorizada.

—Pero ¿qué hace?

Cuando Nora quiso ayudar a la mujer, Collopy se le echó encima con una fuerza increíble y le clavó los dedos en el cuello como un hombre que se está ahogando. Nora intentó soltarse, pero la desesperación y la energía de Collopy eran algo fuera de lo normal. En su frenesí, el director le pasó un brazo por el cuello.

—¡Ayúdame! —volvió a gritar—. ¡No puedo andar!

Nora le dio un codazo en el plexo solar. Collopy se tambaleó, pero sin soltarla.

De repente algo se movió muy deprisa. Nora vio que era Viola, que la emprendió a patadas con las espinillas de Collopy. El director soltó a Nora con un grito y cayó al suelo, retorciéndose y escupiendo palabrotas.

Nora cogió a Viola y se apartó de la convulsa multitud; tambaleándose llegó a la pared trasera de la Sala de los Carros. Se oyó un ruido de cristales rotos. Una vitrina había caído al suelo.

—¡Mi cabeza! ¡Mi cabeza! —gimió Viola, apretándose los ojos—. No puedo pensar con claridad.

—Es como si todo el mundo se hubiera vuelto loco.

—Mi sensación es que me vuelvo loca yo.

—Creo que son las luces estroboscópicas —dijo Nora, tosiendo—. Y el ruido... A menos que haya algún producto químico en la niebla.

—¿Qué quieres decir?

Justo entonces apareció una imagen giratoria sobre ellas, una espiral enorme y tridimensional que se movía. Giró despacio un par de veces, con una especie de crujido rítmico y profundo. De repente sonó una nota aguda, penetrante, seguida por otra un cuarto de tono más aguda, y luego otra, y otra, y otra... un compás discordante que acompañaba la aceleración de la espiral. Nora se había quedado hipnotizada desde el primer segundo. Era una proyección holográfica. Tenía que serlo. Pero era tan real... Nunca había visto nada parecido. La absorbía, la engullía, arrastrándola a un torbellino de locura.

Le costó mucho, pero apartó la vista.

—¡No mires, Viola!

Viola temblaba con todo el cuerpo y aún tenía la mirada fija en el remolino.

—¡No mires!

Nora le dio una bofetada con la mano libre.

Viola se limitó a sacudir la cabeza para que se le pasara el dolor, pero sus ojos seguían fijos en el mismo sitio, desquiciados.

—¡El espectáculo! —dijo Nora, zarandeándola—. ¡Nos está haciendo algo en el cerebro!

—¿Qué...?

Viola hablaba como si estuviera drogada. Cuando giró la cabeza, Nora vio que tenía los ojos tan rojos como los de Wicherly.

—El espectáculo. Nos está afectando el cerebro. ¡No mires ni escuches!

—No... entiendo.

Viola puso los ojos en blanco.

—¡Al suelo! ¡Tápate los ojos y las orejas!

Nora arrancó una tira de su falda y vendó los ojos de Viola. Justo cuando estaba a punto de vendarse los suyos, vio a un hombre en un nicho del rincón del fondo, con corbata y frac blancos, absolutamente sereno. Llevaba un antifaz. Tenía la cabeza muy erguida, las manos juntas por delante y estaba muy quieto, como si esperara algo. Menzies.

¿Otra ilusión?

—¡Tápate las orejas! —exclamó, agachándose al lado de Viola.

Se acurrucaron en un rincón con los ojos muy cerrados y las orejas tapadas, intentando aislarse de aquel horrible y grotesco espectáculo de la muerte.

Sesenta y cinco

Smithback corrió desesperadamente por las salas vacías del museo, detrás de Pendergast y de la luz de su linterna, que se deslizaba por las cuerdas de terciopelo. En pocos minutos llegaron a la rotonda, que recogió el eco de sus pasos sobre el mármol blanco. Segundos después salieron a la majestuosa escalinata del museo, con su alfombra roja. Su salida coincidió con la llegada de varios coches patrulla, acompañados por lamentos de sirenas y chirridos de frenos. Smithback oyó un zumbido de helicópteros.

Gran parte de los policías se dedicaba a encauzar a la gente y a despejar Museum Drive de espectadores asustados, curiosos y periodistas. También había otros montando un centro móvil de control al pie de la escalinata. La gente se empujaba, y había un rumor de gritos en el aire. Los flashes de los fotógrafos eran como fuegos artificiales.

Pendergast titubeó y se giró hacia Smithback sin bajar.

—La boca de metro que buscamos es aquella —dijo, señalando la otra punta de Museum Drive.

Un enjambre de invitados y mirones les cerraba el paso.

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