El libro de los muertos (47 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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Bastó el eco de dos disparos para que reaccionaran. De pronto todo el mundo estaba nervioso y caminaba hacia alguna de las salidas. En el barullo de la retirada, cada vez más rápida, el oído de D’Agosta captó las palabras «terrorista» y «bomba».

—¡Salgan tranquilamente y en orden! —dijo a los que salían.

La tercera detonación vació definitivamente los andenes. D’Agosta corrió hacia Hayward y la encontró peleándose con la reja. La ayudó a plegarla. Entraron.

Después de unos cien metros, el pasillo giraba bruscamente hacia la entrada subterránea del museo. En las paredes había plafones de azulejos que representaban esqueletos de mamíferos y dinosaurios. También había carteles enmarcados que anunciaban futuras exposiciones del museo, incluidos varios de la Gran Tumba de Senef. Hayward sacó de su bolsillo un pequeño juego de planos y los desplegó en el suelo de cemento. Estaban llenos de anotaciones hechas con letra apresurada. D’Agosta tuvo la impresión de que Hayward los había estudiado muchas veces.

—La tumba es esto —dijo ella, señalando el mapa—. Y el túnel del metro está aquí. Mira: en este punto solo hay unos sesenta centímetros de hormigón entre la esquina de la tumba y este túnel.

D’Agosta se puso en cuclillas para examinar el mapa.

—No veo ninguna medición exacta por el lado del metro.

—Es que no la hay. Lo único que estudiaron a fondo fue la tumba. Para el resto se conformaron con estimaciones.

D’Agosta frunció el entrecejo.

—La escala es un metro veinte por cada centímetro. No es que sea muy preciso...

—No.

Hayward consultó otra vez el mapa. Luego lo recogió, se fue por el pasillo y se detuvo de nuevo aproximadamente treinta metros más lejos.

—Yo diría que el punto más delgado es justo aquí.

De repente todo empezó a vibrar por el paso de un tren que atravesó la estación sin detenerse, haciendo un ruido terrible pero fugaz.

—¿Tú has estado en la tumba? —preguntó D’Agosta.

—Solo me ha faltado quedarme a dormir, Vinnie.

—¿Se oye pasar el metro?

—Constantemente. No consiguieron aislarla lo suficiente.

D’Agosta pegó una oreja a la pared de baldosas.

—Si ellos oyen lo de fuera, nosotros deberíamos oír lo de dentro.

—Tendrían que hacer mucho ruido.

Se irguió, mirando a Hayward.

—Pues lo hacen.

Volvió a pegar la oreja a la pared.

Sesenta y tres

Desde su escondite en la oscuridad de la puerta, Smithback vio cómo acompañaban a la gente fuera de la sala, hacia los ascensores, entre murmullos y quejas. Cuando se fueron los últimos dejó pasar unos minutos y avanzó disimuladamente hacia la cuerda de terciopelo. La cruzó por debajo y se deslizó muy despacio pegado a la pared, parándose en la esquina, desde donde se veía la Sala Egipcia. No era difícil pasar inadvertido. La única luz era la de los cientos de velas que aún parpadeaban en el salón del cóctel, y que dejaban a oscuras gran parte de la antesala.

Desde la entrada, agazapado en la penumbra, vio salir a algunos hombres por la puerta lateral, la de la sala de control. Reconoció a Manetti, tan mal vestido como siempre, con su eterno traje marrón y el pelo peinado grotescamente encima de la calva. El resto eran vigilantes del museo, con una excepción que atrajo su atención. Era un hombre alto, con el pelo castaño oscuro, un jersey blanco de cuello alto y unos pantalones de sport. Estaba de espaldas, pero se veía claramente que llevaba una mejilla vendada. Más que su aspecto, en lo que se fijó Smithback fue en su forma de moverse, tan ágil y elegante que parecía poco menos que felina. Le recordaba a alguien.

Vio que daba unas zancadas hacia un enorme cubo de plata lleno de hielo picado. Dentro había decenas de botellas de champán hundidas en el hielo con el cuello hacia arriba.

—Ayúdeme a sacar las botellas —oyó que le decía a Manetti.

En cuanto abrió la boca, reconoció su voz meliflua.

El agente especial Pendergast. ¿Fuera de la cárcel? ¿Qué hacía allí? Lo asaltó una mezcla de entusiasmo y sorpresa. Tenía delante al hombre a quien tanto se había esforzado por rehabilitar. Y ahí estaba, completamente libre. De pronto su entusiasmo se vio empañado por una gran congoja. Sabía por experiencia que Pendergast solo aparecía cuando las cosas iban francamente mal.

Dos vigilantes se acercaron deprisa a la entrada de la tumba. Smithback vio que intentaban abrir la doble puerta con una palanca y un mazo, pero no lo conseguían.

Se empezó a angustiar muy seriamente. La gente se había quedado encerrada en la tumba. Eso ya lo sabía. Pero ¿a qué venía aquel desesperado esfuerzo por sacarla? ¿Pasaba algo dentro?

Pensarlo le dio escalofríos. Ciertamente, la tumba era el lugar perfecto para un ataque terrorista. En su interior había una concentración increíble de riqueza, poder e influencia: decenas de peces gordos de la política junto a una representación de élite del mundo empresarial, jurídico y científico del país, por no hablar de todos los empleados importantes del propio museo.

Volvió a fijarse en Pendergast, que había empezado a sacar las botellas del hielo y a tirarlas a un cubo de basura. No tardó casi nada en vaciar el cubo; quedó un montón de hielo picado medio derretido. Luego se acercó a una de las mesas de comida y la despejó con un amplio movimiento del brazo, tirando al suelo bandejas de ostras y montañas de caviar, queso, jamón y pan. Smithback, consternado, vio rodar por la sala un Brie enorme y pegajoso que se paró en un rincón oscuro.

Lo siguiente que hizo Pendergast fue ir de mesa en mesa recogiendo decenas de velitas y formando un círculo en torno a la zona despejada, para que hubiera luz.

Pero ¿qué estaba haciendo?

De repente llegó un hombre con un frasco. Pendergast se lo quitó enseguida de las manos y después de estudiarlo lo introdujo en la montaña de hielo picado. Aparecieron otros dos hombres, uno de ellos con un carrito atiborrado de frascos y de instrumentos de laboratorio —vasos de precipitados y matraces— que también acabaron clavados en el hielo.

Pendergast se irguió y empezó a arremangarse, dando la espalda al escondite de Smithback.

—¿Qué está haciendo exactamente? —preguntó Manetti.

—Nitroglicerina.

Silencio.

Manetti carraspeó.

—Esto es una locura. Seguro que hay algún modo de entrar en la tumba sin tener que reventarla.

—¿Hay algún voluntario?

—Voy a pedir una unidad de las fuerzas especiales —dijo Manetti—. Para entrar necesitamos profesionales. No es cuestión de que salte todo por los aires.

—¿Usted tampoco se anima, señor Smithback? —preguntó Pendergast.

Smithback entró en la sala, abandonando la oscuridad de la puerta. Fue la primera vez que Pendergast se giró y lo miró a los ojos.

—Sí, claro... —balbuceó el periodista—. Siempre es un placer ayudar a un... Un momento. ¿Ha dicho nitroglicerina?

—Sí.

—¿Será peligroso?

—Teniendo en cuenta mi falta de experiencia con la síntesis, y la impureza de la que inevitablemente adolecerá la fórmula, calculo que nuestras posibilidades son ligeramente superiores al cincuenta por ciento.

—¿Posibilidades de qué?

—De salir vivos de una detonación prematura.

Smithback tragó saliva.

—Debe de estar... muy preocupado por lo que pasa dentro de la tumba.

—Para serle sincero, señor Smithback, estoy aterrorizado.

—Mi mujer esta dentro.

—Entonces tiene un incentivo especial para ayudar.

Smithback se puso tenso.

—Dígame qué hay que hacer.

—Gracias. —Pendergast se giró hacia Manetti—. Asegúrese de que no quede nadie dentro de la sala y de que todos estén a cubierto.

—Voy a pedir una unidad de las fuerzas especiales y le aconsejo encarecidamente...

La expresión de Pendergast hizo callar al director de seguridad. Los vigilantes se apresuraron a salir de la sala, seguidos por Manetti y los chisporroteos de su radio.

Pendergast volvió a mirar a Smithback.

—Bien, si tiene la amabilidad de seguir mis instrucciones al pie de la letra tendremos bastantes posibilidades de salir con vida de esta.

Siguió organizando el material. Giró los frascos en el hielo para que se enfriaran más deprisa. Después cogió un matraz, lo hundió en el hielo e introdujo en él un termómetro de cristal.

—El problema, señor Smithback, es que nos falta tiempo para hacerlo como es debido. Tenemos que mezclar deprisa los productos químicos, y a veces provoca un resultado no deseado.

—Oiga, ¿qué está pasando en el interior de la tumba?

—Concentrémonos en este problema, por favor.

Smithback volvió a tragar saliva, intentando controlarse. Ya no pensaba en exclusivas. «Nora está dentro. Nora está dentro.» La frase sonaba como un redoble de tambor en su cabeza.

—Déme el frasco de ácido sulfúrico, pero primero pásele un trapo.

Smithback lo encontró, lo sacó del hielo, lo limpió y se lo dio a Pendergast, que lo vertió con cuidado en el matraz enfriado. Desprendió un olor desagradable y acre. Cuando estuvo satisfecho con la cantidad vertida, el agente se apartó y tapó el frasco.

—Compruebe la temperatura.

Smithback se inclinó hacia el termómetro de cristal, lo sacó del matraz y lo acercó a una vela para leerlo.

—Huelga decir —dijo Pendergast, lacónico— que es necesario tener el máximo cuidado con la llama de las velas. No está de más recordar que estos ácidos disuelven la carne humana en cuestión de segundos.

La mano de Smithback dio un respingo y se apartó.

—Déme el ácido nítrico. Sométalo al mismo procedimiento, por favor.

Smithback limpió el frasco y se lo pasó a Pendergast. El agente desenroscó la tapa y lo levantó para mirar la etiqueta.

—Mientras lo vierto, remueva la solución con el termómetro y vaya leyendo la temperatura cada treinta segundos.

—De acuerdo.

Pendergast calculó el ácido con un cilindro medidor y empezó a verterlo muy despacio en el matraz enfriado, mientras Smithback removía.

—Diez grados —dijo Smithback.

Una gota tras otra, muy despacio.

—Dieciocho... Veinticinco... Sube deprisa... Treinta...

Empezó a formarse espuma en la mezcla. Smithback sentía su calor en la cara, junto a un terrible hedor. Alrededor del vaso de precipitados el hielo empezó a derretirse.

—No respire los gases —dijo Pendergast, dejando de verter un momento—. Y siga removiendo.

—Treinta y cinco... Treinta y seis... Treinta y cuatro... Treinta y uno...

—Se está estabilizando —dijo Pendergast con una clara nota de alivio en la voz.

Siguió vertiendo el ácido nítrico en cantidades muy pequeñas.

Smithback creyó oír algo en el silencio. Prestó atención. Eran gritos lejanos, tan ahogados que parecían un susurro. De repente se oyó un golpe sordo procedente de donde estaba la tumba. Después otro. Se convirtió rápidamente en algo rítmico.

Se irguió de golpe.

—¡Madre mía! ¡Están aporreando la puerta de la tumba!

—¡Señor Smithback! Siga leyendo las temperaturas.

—Vale, vale. Treinta... Veintiocho... Veintiséis...

Los golpes no cesaban. Pendergast vertía tan despacio que Smithback temía volverse loco.

—Veinte. —Intentó concentrarse—. Dieciocho. ¡Dése prisa, por favor!

Notó que le temblaba la mano. Al sacar el termómetro para leerlo se le cayeron unas gotas de la mezcla de ácidos sulfúrico y nítrico en el dorso de la mano.

—¡Mierda!

—Siga removiendo, señor Smithback.

Era como si se le hubiera caído plomo derretido. Vio salir humo de las manchas negras que las gotas de ácido habían dejado en la piel. Pendergast acabó de verter.

—Ya sigo yo. Usted sumerja la mano en hielo.

Smithback la introdujo hasta el fondo del cubo, mientras Pendergast cogía una cajita de levadura y arrancaba la tapa.

—Déme la mano.

Smithback la sacó del hielo. Pendergast echó levadura sobre las quemaduras con una mano, mientras seguía removiendo con la otra.

—Ya están neutralizados los ácidos. Solo quedarán algunas feas cicatrices. Por favor, siga removiendo para que pueda preparar el próximo elemento.

Smithback tenía la impresión de que se le quemaba la mano, pero la idea de que Nora estuviera encerrada en la tumba redujo el dolor a algo insignificante.

Pendergast sacó otro frasco del hielo, lo secó y echó una parte del contenido en un pequeño vaso de precipitados, midiéndolo muy a conciencia.

Los golpes y los gritos parecían cada vez más frenéticos.

—Mientras vierto, usted vaya girando lentamente el matraz en la base de hielo como si fuera una hormigonera, respetando la inclinación, y lea la temperatura cada quince segundos. Sobre todo no remueva. Ni siquiera toque el cristal con el termómetro. ¿Me ha entendido?

—Sí.

Pendergast dosificaba el líquido con una lentitud exasperante, mientras Smithback giraba el recipiente sin parar.

—¿Temperatura, señor Smithback?

—Diez... Veinte... Se está disparando... Veinticinco... —La película de sudor que apareció en la frente de Pendergast asustó a Smithback más que cualquier otra cosa—. Se ha parado en treinta y cinco. ¡Dése prisa, por Dios! ¡Se lo ruego!

—Siga girando —dijo el agente con una voz tranquila que contrastaba con el brillo de su frente.

—Veinticinco... —Los golpes lejanos se oían con la misma fuerza—. Veinte... Doce... Diez...

Pendergast vertió un poquito más y la temperatura volvió a dispararse. La espera se les hizo eterna.

—¿Y si lo mezcla todo?

—Si saltamos por los aires habrán perdido su última esperanza, señor Smithback.

Smithback hizo el esfuerzo de reprimir su impaciencia, mientras giraba el recipiente leyendo la temperatura y Pendergast seguía vertiendo poco a poco, haciendo una pausa después de cada dosis. Al final puso derecho el matraz.

—Final de la primera fase. Ahora coja el embudo de separación y eche un poco de agua destilada de aquella jarra.

Smithback cogió el embudo, que parecía una bombilla alargada con una espita colgando al final. Quitó el tapón de cristal y llenó el embudo con el agua de una jarra puesta en hielo.

—Introdúzcalo verticalmente en el hielo, si es tan amable.

Smithback metió el embudo en el hielo picado.

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