El libro de los muertos (45 page)

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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)

BOOK: El libro de los muertos
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Pendergast se giró hacia D’Agosta.

—¿Y Loftus?

—En este momento está fuera de sí de rabia.

Pendergast asintió con la cabeza y contrajo los labios en algo parecido a una sonrisa.

De repente uno de los monitores que emitían imágenes en directo empezó a lanzar unos destellos que llamaron la atención de D’Agosta.

—¿Qué ocurre? —preguntó incisivamente Pendergast.

—Se han puesto en marcha las luces estroboscópicas —dijo Enderby, encorvado ante el teclado.

—Pero ¿en el espectáculo hay luces estroboscópicas?

—Sí, en la parte final, para los efectos especiales.

Pendergast se concentró en la pantalla; la luz azul se reflejó en sus intensos ojos grises. Después de varios parpadeos se oyó una especie de trueno muy particular.

Enderby se incorporó de golpe.

—¡Eh! ¡Eso no tenía que ser así!

El monitor siguió recogiendo la señal de audio de la tumba, que consistía en un murmullo que brotaba del público y se hacía más fuerte. Pendergast se giró hacia Hayward.

—Capitana, supongo que al revisar la seguridad de la exposición consultó los planos de la tumba y de las zonas adyacentes...

—Sí.

—Si tuviera que entrar en la tumba a la fuerza, ¿cuál sería el mejor lugar?

Hayward reflexionó.

—Hay un pasillo que conecta la estación de metro de la calle Ochenta y uno con la entrada subterránea del museo. Pasa por detrás de la tumba, y hay un punto donde el grosor del muro entre el pasillo y la cámara sepulcral solo es de sesenta centímetros.

—¿Sesenta centímetros de qué?

—De hormigón reforzado con acero. Es un muro de carga.

—Sesenta centímetros de hormigón —murmuró D’Agosta—. Como si fueran treinta metros. No se puede cortar ni a tiros ni a hachazos. Al menos antes de que sea demasiado tarde.

Un terrible silencio se adueñó del centro de control. Solo se oía el retumbar extraño de la sala, y el rítmico murmullo de los espectadores. D’Agosta vio que Pendergast se encorvaba visiblemente, y pensó con un escalofrío de terror: «Está ocurriendo. Diógenes está ganando. Lo tiene todo previsto. No podemos hacer absolutamente nada».

Justo entonces vio que Pendergast daba un respingo. En los ojos del agente apareció un nuevo brillo. Respiró con fuerza y se giró hacia uno de los vigilantes.

—Usted, ¿cómo se llama?

—Rivera, señor.

—¿Sabe dónde está el departamento de taxidermia?

—Sí, señor.

—Pues baje a buscar un frasco de glicerol.

—¿Glicerol?

—Es un producto químico que se usa para ablandar las pieles de los animales. Seguro que hay. —El siguiente a quien se dirigió fue Manetti—. Mande a un par de vigilantes al laboratorio de química. Necesito frascos de ácido sulfúrico y ácido nítrico. Que los busquen donde están guardados los productos químicos peligrosos.

—¿Se puede saber...?

—No tengo tiempo de explicárselo. También necesitaré un embudo de separación con una llave de paso al final, y agua destilada. Ah, y un termómetro, si es que lo encuentran. —Pendergast miró a su alrededor, encontró papel y bolígrafo y apuntó rápidamente algunas cosas; luego entregó la hoja a Manetti—. Si tienen problemas, que pregunten a algún técnico del laboratorio.

Manetti asintió con la cabeza.

—De momento hagan el favor de sacar a todo el mundo de la sala. No quiero que se quede nadie que no sea policía o vigilante del museo.

—Hecho.

Manetti hizo señas a los dos vigilantes, que salieron del centro de control.

Pendergast se giró hacia los técnicos.

—Ustedes ya no pueden hacer nada. Salgan con el resto.

Tenían tantas ganas de irse que se levantaron como dos resortes.

Pendergast miró a D’Agosta.

—Vincent, para usted y la capitana Hayward tengo una misión. Bajen a la estación de metro y ayúdela a encontrar el punto débil de la pared.

D’Agosta y Hayward se miraron.

—De acuerdo.

—Ah, Vincent... El cable que acaba de cortar... —Pendergast señaló uno de los monitores—. Diógenes debía de tener preparado un generador secreto, porque la retransmisión aún no se ha interrumpido. Ocúpese de ello, por favor.

—Ahora mismo vamos.

D’Agosta salió de la habitación con Hayward a su lado.

Cincuenta y nueve

—¡Esto es fabuloso! —susurró con euforia el alcalde al oído de Nora.

Después de destrozar la cámara sepulcral, los saqueadores holográficos se estaban acercando al sarcófago abierto. Temblores, dudas... Al final uno de ellos se atrevió a mirar.

—¡Oro! —dijo su voz grabada—. ¡Oro macizo!

La voz en off recitó:

"Ha llegado la hora de la verdad. Los saqueadores se han asomado al interior del sarcófago y ven el ataúd de oro macizo de Senef. Para los antiguos egipcios el oro era más que un metal precioso. Era algo sagrado, que adoraban; la única sustancia conocida por ellos que no se empañaba, descoloría o corroía. Lo consideraban inmortal, la sustancia de la que estaba hecha la mismísima piel de los dioses. El ataúd representaba al faraón inmortal resurrecto en su piel de oro, la misma piel que Ra, el Dios Sol, llevaba durante su viaje por el cielo, mientras hacía llover sobre la tierra su luz dorada."

"Todo lo que han robado es un simple preludio del corazón de la tumba."

En el siguiente episodio del espectáculo, los ladrones improvisaban un trípode de madera, lo ponían encima del sarcófago e incorporaban una polea para levantar la tapa del pesado ataúd de oro. Dos de ellos se metían dentro del sarcófago y ataban cuerdas en el ataúd. El otro empezaba a estirar con un grito de victoria. La tapadera de oro subía esplendorosa y rutilante hacia la luz. El público, evidentemente, se había quedado sin aliento.

Volvió a oírse la voz pregrabada del narrador:

"El sol se ha puesto, aunque lo ignoren los saqueadores. El alma-Ba de Senef está a punto de regresar para instalarse dentro de su momia durante la noche y reanimar sus huesos durante las horas de oscuridad."

Ahí estaba: la reacción del alma-Ba, la culminación de la maldición de Senef. Nora, consciente de lo que se avecinaba, se preparó.

Se oyó algo en el interior del ataúd. Era un gemido sordo. Los saqueadores interrumpieron su trabajo y dejaron el ataúd colgando de las cuerdas. En ese momento intervinieron las máquinas de niebla. Dentro del sarcófago empezó a formarse una bruma blanquecina que se derramó por los lados. Se oyeron gritos ahogados entre los espectadores. Nora sonrió para sus adentros. Un recurso quizá un poco manido, pero eficaz.

Se oyó un trueno. Las luces estroboscópicas del techo empezaron a parpadear a través de la niebla que subía y subía, acompañada por el redoble ominoso de los truenos. Las luces estroboscópicas se aceleraron. De repente las cuatro se desincronizaron y empezaron a parpadear a ritmos distintos.

«¡Maldita sea, un fallo!» Nora miró a su alrededor, buscando un técnico, pero al cabo de un rato se acordó de que todos estaban en la sala de control, vigilando el espectáculo de lejos. Seguro que lo arreglarían enseguida.

Mientras unas luces iban más deprisa y otras más despacio, sonó otra especie de trueno, una vibración increíblemente grave, justo en el umbral del oído humano. También debía de estar fallando el sistema de sonido. Las notas graves se multiplicaron. Más que sonidos parecían vibraciones físicas en el vientre.

«Oh, no —pensó Nora—. Estos ordenadores se han descontrolado. Con lo bien que estaba yendo...»

Volvió a mirar a su alrededor, pero el público no se había dado cuenta del fallo. Creían que formaba parte del espectáculo. Si los técnicos se daban prisa en arreglarlo, quizá pasaría inadvertido. Nora confió en que fueran eficientes.

La aceleración de las luces estroboscópicas seguía, excepto en el caso de un foco, particularmente intenso, que mantenía sus parpadeos a un ritmo ligeramente dispar. La fusión de las luces creó una especie de efecto Doppler visual que casi mareó a Nora.

De repente, con un profundo ruido gutural, la momia se levantó del sarcófago. Los saqueadores holográficos retrocedieron dando gritos de miedo —al menos esa parte del espectáculo aún funcionaba—. El susto hizo que algunos soltasen sus antorchas. Sus rostros quedaron en la penumbra, con los ojos muy abiertos y sus cuerpos encogidos de pavor.

¡Senef!

Nora vio algo raro en la momia. Era más grande y más oscura, más amenazante. De repente un brazo huesudo perforó la tela —detalle que ni siquiera salía en el guión— y subió como una garra, tanteando, hacia su propia cara vendada. Era un brazo deforme y alargado, como de simio. Los dedos descarnados se clavaron en los vendajes de tela, y al arrancarlos dejaron a la vista una cara tan horrible que Nora retrocedió impulsivamente, sin respiración. Se habían excedido. ¿Qué era aquello, una broma de Wicherly? Porque un detalle tan repulsivo y eficaz tenía que estar planeado. No era un simple fallo.

Al público se le cortó audiblemente la respiración.

—¡Dios mío!—dijo la mujer del alcalde.

Nora miró a su alrededor. La mirada de los espectadores seguía muy fija en la aparición de la momia, como si los tuviera hipnotizados. La diferencia era que ahora estaban inquietos, incómodos. Nora sintió cómo crecía el miedo de todos los asistentes, mientras se oían susurros cargados de tensión. Viola captó su atención con una mirada ceñuda, interrogante. Algo más lejos, Nora divisó el rostro de Collopy, el director del museo. Se lo veía pálido.

Las luces estropeadas seguían parpadeando con un movimiento periférico, fortísimas. Nora tuvo un momento de auténtico mareo. Surgió otra nota grave, que removía las tripas. Nora cerró los ojos un momento para abstraerse de la combinación de luces intensas y sonidos graves. Oyó cómo se cortaban más respiraciones. Luego un grito asfixiado casi antes de brotar. Pero ¿qué ocurría? ¿Qué eran aquellos ruidos? Nunca había oído nada igual. Eran como las notas de la trompeta del juicio final, llenas de horror y de angustia, y de una fuerza que parecía violar el propio ser de Nora.

La momia empezó a abrir la mandíbula. Sus labios secos se resquebrajaron, y al desmenuzarse dejaron al desnudo una fila de dientes podridos y marrones. La boca se convirtió en un sumidero de cieno negro que rompió a hervir y a retorcerse. De pronto Nora asistió horrorizada a su transformación en una masa de cucarachas negras y brillantes que empezaron a salir del orificio podrido con un ruido sibilante de patas. Tras un nuevo y espantoso gemido, se produjo otra explosión de luces estroboscópicas, la segunda. Tan increíble fue su intensidad que Nora las veía parpadear incluso con los ojos cerrados, a través de los párpados...

... si no fuera porque un zumbido aterrador la obligó a abrirlos otra vez. Ahora la momia parecía vomitar tinieblas. La nube de insectos había emprendido el vuelo. Las cucarachas se habían convertido en avispas gordas y blandas cuyas mandíbulas hacían un ruido de agujas de hacer punto, mientras volaban hacia el público como algo horrible, inverosímil.

De repente Nora sintió una oleada de vértigo que le hizo perder el equilibrio y agarrarse maquinalmente a la persona que tenía al lado: el alcalde, también él a punto de tropezar.

—¡Dios mío...!

Oyó que alguien vomitaba, un grito de auxilio... y los gritos del público, que se echaba atrás para tratar de huir de los insectos. Nora era consciente de que eran una holografía, como todo el resto, pero iban hacia ella y eran de un realismo tan extraordinario, todas con su correspondiente aguijón sobresaliendo del abdomen, reluciente de veneno, que retrocedió instintivamente y notó que caía, una caída sin final cómo la del saqueador en el pozo, entre un coro de lamentos que la envolvía como los gritos de los condenados al ser absorbidos por el infierno.

Sesenta

Constance se despertó al oír que llamaban suavemente a la puerta del dormitorio. Se giró sin abrir los ojos, acurrucándose en la almohada de plumón.

Volvieron a llamar, pero un poco más fuerte.

—¿Constance? ¿Todo bien, Constance?

Era la voz de Wren, aguda y preocupada.

Se desperezó lánguidamente, deliciosamente, y se sentó en la cama.

—Sí, muy bien —dijo con cierta irritación.

—¿Pasa algo?

—No, gracias.

—¿Estás enferma?

—En absoluto. Estoy perfectamente.

—Perdona la intromisión. Es que no estoy acostumbrado a que duermas todo un día. Son las ocho y media, pasada la hora de la cena, y aún estás acostada.

—Sí —fue lo único que dijo Constance como respuesta.

—¿Entonces? ¿Te apetece desayunar lo de siempre? ¿Té verde y una tostada con mantequilla?

—No, gracias, Wren, lo de siempre no. Si es posible me apetecerían unos huevos escalfados, zumo de arándanos, arenques ahumados, media docena de tiras de bacon, medio pomelo y un bollo con un tarro de mermelada, por favor.

—Ah... Muy bien.

Oyó que Wren se alejaba por el pasillo, de regreso a la escalera.

Se apoyó en las almohadas y volvió a cerrar los ojos. Había dormido larga y profundamente, sin soñar, algo muy extraño en ella. Se acordó del infinito verde esmeralda de la absenta y de la extraña sensación de ligereza que le había provocado, como si se viera a sí misma en la distancia. Una sonrisa cómplice cruzó su rostro, y tras desvanecerse volvió a dibujarse como si la espolease algún recuerdo. Constance se hundió un poco más en los cojines, relajando los brazos y las piernas bajo la suavidad de las sábanas.

Poco a poco, muy despacio, se dio cuenta de algo. El dormitorio no olía como siempre.

Volvió a incorporarse. No era el olor de... él, sino algo que no creía haber olido nunca. En realidad no era desagradable, pero sí... distinto.

Miró a su alrededor, buscando su procedencia. En la mesita de noche no había nada.

Solo al cabo de un rato se le ocurrió meter la mano debajo de la almohada.

Esta vez sí encontró algo: un sobre y una caja larga con un envoltorio de papel antiguo y una cinta negra. El olor procedía de ahí, un aroma almizclado que recordaba el de un bosque frondoso. Sacó rápidamente las dos cosas.

El sobre era de papel de tela. La caja tenía las dimensiones justas para contener un collar de diamantes, o bien una pulsera. Constance sonrió. Después se ruborizó.

Se apresuró a abrir el sobre. Salieron tres hojas de papel cubiertas por una caligrafía apretada y elegante. Empezó a leer.

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