Read El libro de los muertos Online
Authors: Douglas Preston & Lincoln Child
Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 3)
—¿Greenlaw? No lo conozco.
—Es el nuevo subdirector administrativo. Acaba de entrar. Viene de Con Ed, la compañía eléctrica.
—¿Al final qué era? Digo el supuesto ántrax.
—Polvo abrasivo.
Smithback se rió justo cuando le traían la copa.
—Polvo abrasivo. Ni hecho aposta. —Hizo girar el líquido en la copa de balón y bebió un poco—. ¿Qué ocurrió?
—Parece que el paquete se rompió en el trayecto, y que tenía un agujero. Se lo ha dejado un mensajero a Curly justo cuando pasaba Greenlaw.
—¿Curly? ¿El viejo de la pipa?
—Ese, ese.
—¿Aún está en el museo?
—Nunca se irá.
—¿Cómo se lo ha tomado?
—Tranquilamente, como todo. Después de unas horas ya estaba otra vez en la garita como si no hubiera pasado nada.
Smithback sacudió la cabeza.
—¿Qué sentido tiene mandar por mensajero una bolsa de polvo?
—A mí que me registren.
Bebió otro trago.
—¿Crees que ha sido adrede? —preguntó, pensativo—. ¿Alguien que quería pegar un susto al museo?
—Tú, siempre sospechando de todo.
—¿Saben quién lo enviaba?
—He oído que el paquete no tenía remite.
Ese detalle avivó de golpe el interés de Smithback, que se arrepintió de no haberse bajado el artículo de Harriman en la red interna de
The Times
para leerlo.
—¿Sabes cuánto cuesta hoy en día un mensajero en Nueva York? Cuarenta billetes.
—Quizá fuera polvo valioso.
—Pues entonces ¿por qué no había remite? ¿A quién se lo enviaban?
—Por lo que he oído, al departamento de mineralogía en general.
Smithback tomó otro delicioso sorbo de Glen Grant. Por alguna razón, aquella noticia hacía que se dispararan las alarmas periodísticas de su cerebro. Se preguntó si Harriman había llegado hasta el fondo del asunto. Tenía serias dudas. Sacó el móvil.
—¿Te molesta que haga una llamada?
Nora frunció el entrecejo.
—Si no hay más remedio.
Smithback marcó el número del museo, pidió que le pasaran con mineralogía y tuvo la suerte de que aún hubiera alguien. Empezó a hablar deprisa.
—Soy el señor Mmmmm, de la oficina de Ñññmmm. Solo quería hacer una pregunta: ¿de qué era el polvo que ha sembrado el pánico esta mañana?
—No he entendido muy bien...
—Oiga, tengo prisa. Me espera el director con la respuesta.
—No lo sé.
—¿Lo sabe alguien?
—El doctor Sherman.
—Pásemelo.
Poco después se oyó una voz entrecortada.
—¿Doctor Collopy?
—No, no —dijo tranquilamente Smithback—. Me llamo William Smithback. Soy reportero de
The New York Times
.
Silencio, seguido por un «diga» muy tenso.
—Es sobre el ataque terrorista de esta mañana...
La respuesta fue inmediata.
—No puedo ayudarlo. Ya le he dicho todo lo que sé a su colega, el señor Harriman.
—Es una comprobación rutinaria, doctor Sherman. ¿Sería mucho pedir?
Silencio.
—¿El paquete iba dirigido a usted?
—Al departamento —fue la respuesta, seca.
—¿No llevaba remite?
—No.
—Y ¿estaba lleno de polvo?
—Exacto.
—¿De qué tipo?
Un titubeo.
—De corindón.
—¿Cuánto vale el polvo de corindón?
—Así, de pronto, no lo sé. No mucho.
—Ya. Pues nada, gracias.
Al colgar, Smithback topó con la mirada de Nora.
—Es de mala educación usar el móvil en un pub —dijo ella.
—Es que soy periodista. Maleducado de profesión.
—¿Te has quedado satisfecho?
—No.
—Ha llegado un paquete de polvo al museo y le ha dado un susto a alguien porque estaba agujereado. Punto.
—No sé, no sé... —Smithback se tomó un trago largo de Glen Grant—. Lo he notado muy nervioso.
—¿Al doctor Sherman? Es que se altera por nada.
—Más que alterado, parecía asustado.
Smithback volvió a abrir el móvil. Nora gruñó.
—Como empieces a hacer llamaditas me voy a casa.
—¡Vamos, mujer! Una más y nos vamos a cenar al Rattlesnake Café. Pero tengo que llamar ahora porque ya son más de las cinco y quiero pillarlos antes de que se vayan.
Llamó rápidamente a información y marcó el número que le habían dado.
—¿Es el Departamento de Sanidad y Salud Mental?
Le pasaron por varias extensiones hasta que encontró el laboratorio deseado.
—Laboratorio. ¿Dígame? —contestó alguien.
—¿Con quién hablo?
—Con Richard. ¿Y yo, con quién hablo?
—Hola, Richard, soy Bill Smithback, de
The Times.
¿Eres el encargado?
—Ahora mismo sí. La jefa acaba de irse a casa.
—Los hay con suerte. ¿Puedo hacerte unas preguntas?
—¿Has dicho que eras periodista?
—Exacto.
—Pues entonces supongo que sí.
—¿Este laboratorio es el que ha analizado el paquete del museo de esta mañana?
—El mismo.
—¿Qué había dentro?
Smithback oyó un bufido.
—Polvo de diamante.
—¿No era de corindón?
—No, de diamante.
—¿Has examinado personalmente el polvo?
—Sí.
—Y ¿qué aspecto tenía?
—A simple vista parecía una bolsa de arena marrón.
Smithback pensó un poco.
—¿Cómo sabéis que era polvo de diamante?
—Por el índice de refracción de las partículas.
—Ya. Y ¿no podría confundirse con corindón?
—Imposible.
—Supongo que también lo habéis examinado al microscopio.
—Sí.
—¿Cómo era?
—Precioso, como un montón de cristales de colores.
De repente Smithback notó un hormigueo en la nuca.
—¿De colores? ¿Qué quieres decir?
—Eran trocitos de todos los colores del espectro. No tenía ni idea de que el polvo de diamante fuera tan bonito.
—¿No te ha parecido un poco raro?
—Hay muchas cosas que a simple vista parecen feas, pero que bajo el microscopio se ven bonitas, como el moho del pan, o la arena, justamente.
—Pero has dicho que el polvo parecía marrón...
—Solo cuando estaba acumulado.
—Ya. ¿Qué habéis hecho con el paquete?
—Lo hemos devuelto al museo y lo hemos registrado como una falsa alarma.
—Gracias.
Smithback colgó despacio. Imposible. No podía ser.
Al mirar hacia arriba vio que Nora le observaba, claramente molesta. Le cogió la mano.
—Lo lamento mucho pero tengo que hacer otra llamada.
Ella cruzó los brazos.
—Pero ¿no iba a ser una velada romántica?
—Solo una llamada más. Por favor. Te dejaré escuchar. Te aseguro que valdrá la pena.
A Nora se le sonrosaron las mejillas. Smithback conocía esa reacción: su mujer se estaba mosqueando.
Volvió a marcar rápidamente el número del museo y conectó el altavoz del teléfono.
—¿Doctor Sherman?
—¿Sí?
—Vuelvo a ser Smithback, de
The Times
.
—Señor Smithback —dijo una voz aguda—, ya le he dicho todo lo que sé. Si no le importa, tengo que coger el tren.
—Sé que lo que ha llegado al museo esta mañana no era polvo de corindón.
Silencio.
—Sé qué era realmente.
Otro silencio.
—La colección de diamantes del museo.
Nora lanzó una mirada penetrante a su marido.
—Ahora mismo voy al museo para hablar con usted, doctor Sherman, y si el doctor Collopy aún no se ha ido hará bien en estar presente o, como mínimo, en ponerse al teléfono. No sé qué le ha contado a mi colega Harriman, pero a mí no me engaña. Ya es bastante grave que el museo dejara que le robaran la colección de diamantes más valiosa del mundo. Estoy seguro de que al consejo de administración del museo no le haría ninguna gracia que justo después de que se sepa que la colección ha sido reducida a polvo salte un escándalo de encubrimiento. ¿Me explico, doctor Sherman?
La voz que acabó saliendo del auricular era muy débil, temblorosa.
—Le aseguro que nadie ha querido encubrir nada. Solo ha sido un... un retraso en el anuncio.
—Llego en diez minutos. Usted no se mueva.
Smithback llamó inmediatamente a su jefe de
The Times
.
—¿Fenton? ¿Se acuerda del artículo de Bryce Harriman sobre el falso ántrax que ha sembrado el pánico en el museo? Le aconsejo que no se vaya, porque la verdadera noticia la tengo yo. Es una bomba. Resérveme la primera plana.
Colgó y miró hacia arriba. Nora ya no estaba enfadada; estaba pálida.
—Diógenes Pendergast —susurró—. ¿Ha destruido los diamantes?
Smithback asintió con la cabeza.
—Pero ¿por qué?
—Excelente pregunta, Nora, pero tengo que irme. Te pido mil disculpas y te debo una cena en el Rattlesnake Café, pero si quiero llegar a tiempo para la edición nacional tengo que hacer un par de entrevistas y acabar un artículo antes de medianoche. De verdad que lo lamento infinitamente. No me esperes despierta.
Se levantó y le dio un beso.
—Eres increíble —dijo ella, admirada.
Smithback vaciló, con una sensación a la que no estaba acostumbrado. Tardó un poco en darse cuenta de que se había sonrojado.
El doctor Frederick Watson Collopy estaba de pie detrás de su escritorio del siglo XIX, en su despacho de la torre sudeste del museo. Encima, sobre el revestimiento de piel, había una sola cosa: el
New York Times
de la mañana. No estaba abierto, ni falta que hacía. Collopy lo tenía todo ante sus ojos, en la primera página, ocupando por entero la mitad superior en la letra más grande que se atrevía a usar un periódico tan envarado como el
Times
.
Se había levantado la liebre, y ya no podía volver a su madriguera.
Collopy tenía la convicción de que su cargo era el mejor de todo el mundo científico estadounidense: director del Museo de Historia Natural de Nueva York. Olvidándose por un momento de ese artículo, pensó en los nombres de sus predecesores, los distinguidos Ogilvy, Scott y Throckmorton. Su meta, su única ambición, era que el suyo se añadiera al augusto registro, y evitara la ignominia de sus dos antecesores inmediatos, el difunto —pero no muy llorado— Winston Wright y la inepta Olivia Merriam.
Por desgracia la portada de
The Times
llevaba un titular que amenazaba ser su lápida. En los últimos tiempos Collopy había capeado varios temporales, escándalos que habrían hecho rodar otras cabezas, pero que él había sabido manejar con calma y decisión. Volvería a hacerlo.
Llamaron suavemente a la puerta.
—Adelante.
Era Hugo Menzies, el director del departamento de antropología, barbado, bien vestido y mejor planchado de lo que suele ser habitual en los ambientes académicos. En el mismo momento en que ocupaba silenciosamente una butaca, entraron Carla Rocco, la directora de relaciones públicas, y la letrada del museo, Beryl Darling (irónico nombre)
[2]
, de Wilfred, Spragg and Darling.
Collopy siguió de pie, con una mano en la barbilla, mirando pensativo a los tres hasta que dijo:
—El motivo de esta reunión de emergencia es obvio. —Miró el periódico—. Supongo que ya han visto
The Times
.
Los tres oyentes asintieron en silencio.
—Hemos hecho mal en querer encubrirlo, aunque solo fuera unos días. Al tomar posesión del cargo de director me prometí gestionar el museo de otra manera y evitar el estilo poco comunicativo, por no decir paranoico, de las últimas direcciones. Pensé que el museo era una gran institución, bastante fuerte para sobrevivir a las vicisitudes del escándalo y la polémica.
Collopy hizo una pausa.
—Mis pretensiones de minimizar y esconder la destrucción de nuestra colección de diamantes han sido un error. He infringido mis propios principios.
—Está muy bien que se disculpe —dijo Darling con su rotundidad habitual—, pero ¿por qué no me consultó antes de tomar una decisión tan precipitada e irreflexiva? Ya debía de saber que no funcionaría. Es un grave perjuicio para el museo, y un obstáculo para mi trabajo.
Collopy se recordó que si el museo pagaba a Darling cuatrocientos dólares por hora era justo por eso, porque siempre decía las cosas como eran, sin rodeos.
Levantó la mano.
—De acuerdo, pero esto jamás podría haberlo imaginado. Descubrir que nuestros diamantes han sido reducidos a...
Su voz lo traicionó, impidiéndole acabar.
Fue un momento incómodo para todos. Collopy tragó saliva y siguió hablando.
—Debemos actuar. Debemos reaccionar lo antes posible. Por eso los he convocado a esta reunión.
Al hacer una pausa, oyó los gritos y consignas de un grupo cada vez más nutrido de manifestantes en Museum Drive, acompañados por sirenas y megáfonos de la policía.
Rocco tomó la palabra.
—Los teléfonos de mi oficina echan humo. Ahora son las nueve. Lo más probable es que tengamos hasta las diez, o como máximo las once, para hacer una declaración oficial. Nunca había visto nada igual, a pesar de que hace años que me muevo en el campo de las relaciones públicas.
Menzies cambió de postura en su sillón y se alisó el pelo plateado.
—Permiso...
Collopy asintió con la cabeza.
—Hugo.
Menzies carraspeó, mientras sus ojos intensamente azules se movían entre la ventana y Collopy.
—Lo primero que hay que meterse en la cabeza, Frederick, es que esta catástrofe no se puede maquillar. Escucha el clamor de la calle. Están en pie de guerra por el simple hecho de que nos hayamos planteado tapar la magnitud de la pérdida. Tenemos que encajar el golpe con sinceridad y limpieza. Reconozcamos nuestro error, y basta de disimular. —Miró a Rocco—. Es lo primero que quería decir. Espero que estemos todos de acuerdo.
Collopy asintió otra vez.
—¿Y lo segundo?
Menzies se inclinó ligeramente.
—No basta con reaccionar. Debemos pasar a la ofensiva.
—¿Qué quieres decir?
—Que tenemos que hacer algo glorioso. Tenemos que anunciar algo extraordinario, que le recuerde a Nueva York y al resto del mundo que seguimos siendo un gran museo, a pesar de los pesares. No sé, montar una expedición científica, o dar la campanada con un gran proyecto de investigación...